Huantajaya, considerada la epopeya olvidada de la minería de la plata en Tarapacá, adquirió importancia en la conmemoración del día de todos los santos y difuntos. Habitada hasta por miles de personas en su mejor época, hoy suena a fábula el hecho de que, en algún momento de la historia esta localidad minera hizo crecer a todos los pueblos interiores con su riqueza.
Según Urbatorivm, que se especializa en crónicas de cultura e historia urbana de Iquique, limitados pueblos o aldeas reúnen en su propia historia tantas épocas y hazañas humanas como el mineral de Huantajaya. Hasta hoy siguen realizándose actividades de extracción de plata con una historia que se resiste a terminar, a pesar de los siglos transcurridos. Dicen sus autores que era mucho más grande que la propia aldea colonial de Iquique; que en sus inicios era habitada por sólo un puñado de indios changos y esclavos negros destinados a la extracción de guano en la isla y covaderas de la costa.
Los autores de esta crónica creen que Huantajaya es uno de los misterios más profundos y fundamentales de todo Tarapacá, mal recordado y peor conocido; y por lo mismo, dicen, que les ha costado una larga cantidad de trabajo reunir todos estos antecedentes sobre la epopeya que representó en el actual Norte Grande de Chile, incluyendo el dar con el lugar preciso donde se hallaba y que parecía ser algo así como un secreto manejado más bien por unos pocos curiosos.
Otro asunto que llama la atención de los hechos históricos registrados en la región de Tarapacá nos traslada al año 1515 cuando Pedro Pizarro, primo hermano del marqués Francisco Pizarro, participó activamente al lado de sus primos hermanos en las luchas de la conquista y recibió también, como otros capitanes, de manos de Francisco Pizarro, una encomienda de indios que abarcaba sectores del sur peruano hasta cerca de Tarapacá.
En recompensa por los servicios militares y financieros proporcionados durante la conquista de Chile, la Corona de España concedió encomiendas a los conquistadores. Cada encomendero estaba autorizado para percibir tributos de los indios asignados. A cambio estaban obligados a proteger y evangelizar a los indios, quienes eran considerados incapaces y menores de edad.
La implementación de la Encomienda adquirió matices distintos según cada región donde fue aplicada. Por esta razón predominó la llamada "encomienda de servicio" que, en vez de la entrega de tributo, consistió en servicios personales que los indios realizaban como mano de obra, predominantemente en lavaderos de oro y extracción de plata.
RIQUEZA EN CERROS DE HUANTAJAYA
Autores tarapaqueños como Mario Portilla Córdova se refieren a una de aquellas leyendas que involucran las históricas minas de Huantajaya. El famoso Urbatorium informa que un cacique de Tarapacá quiso esconder sus tesoros de los invasores españoles entregándoselos a sus dos hijas de nombre Huantajaya (la menor) y Rosa (la mayor, llamada así porque fue cristianizada), para luego enviarlas escoltadas por sus hombres con la expresa instrucción de que se escondieran entre los cerros, resguardando la fortuna del cacique.
Sin embargo, los conquistadores las interceptaron y, tras ser horriblemente abusadas y robadas, ambas hermanas decidieron quitarse la vida. Sus nombres quedaron para la posteridad en dos cerros cercanos donde se dice que estarían sepultados los ricos yacimientos iquiqueños de plata: el Huantajaya y el Santa Rosa, respectivamente.
El "cerro de plata" de San Agustín de Huantajaya aún se encuentra allí, en el lugar del rico yacimiento y guardando parte del secreto de ambas hermanas muertas, despojadas de la enorme riqueza que los españoles explotaron por siglos gracias a trabajadores indígenas y negros esclavos.
Otra leyenda dice que la riqueza de los cerros de Huantajaya no se reduciría sólo al mineral de plata, sino también a otros tesoros ocultos allí desde los tiempos de la ocupación chilena de Pisagua, durante la Guerra del Pacífico.
En esos lugares, adineradas familia peruanas habrían escondido todas sus riquezas en un buscado y nunca hallado escondrijo, antes de escapar de la provincia. Jamás reapareció dicha fortuna, aunque la mina siguió dando algún grado de riqueza a pesar de que, en aquella época, su esplendor había pasado.
Otras tradiciones hablan de minas de oro en Huantajaya e incluso de la siempre escasa agua dulce, supuestamente escondida en secretos pozos que podrían abastecer las necesidades de toda la zona, creencia que quizás derivó del recuerdo de una inundación que se produjo alguna vez en ciertos piques del yacimiento, según se cuenta.
ABUNDANCIA A RAS DE TIERRA
La veta de plata de San Agustín de Huantajaya había sido conocida y explotada en tiempos precolombinos, comenzando a ser trabajada durante el dominio del Inca Tupac Yupanqui, hacia fines del siglo XIV e inicios del siglo XV. Los españoles la encuentran y se la apropian en el siglo XVI, concediéndosele derechos de explotación a don Lucas Martínez Vegazo, comerciante residente del poblado de Tarapacá que amasó una fortuna inmensa con éste y otros negocios hacia el año 1543. Su impulso al desarrollo del pueblito ubicado en la Quebrada de Tarapacá fue clave para aumentar la urbanización del mismo y luego su reconocimiento como capital de provincia, todo gracias a la riqueza y desarrollo iniciado con las encomiendas.
Sin embargo el comerciante Jerónimo de Villegas obtiene esta misma concesión minera en 1556, la que le fue arrebatada a Martínez en medio de las disputas entre los españoles en Perú. Hay que hacer notar, sin embargo, que este último año aparece señalado por varios autores (como Francisco Javier Ovalle, Vjera Zlatar Montan y otros) como aquel en que realmente comenzó la explotación del yacimiento, por lo que se pregunta también por la precisión de las fechas que reportan las fuentes. Como sea, Lucas Martínez recupera la encomienda al morir Villegas al año siguiente, aunque tuvo que abandonar la localidad de Tarapacá y trasladarse a Lima, donde transcurrió el resto de su holgada vida. En aquel entonces la extracción del mineral se hacía sólo a escasa profundidad, pues una de las virtudes del yacimiento era su riqueza casi a ras de suelo. Para las faenas, en aquellos años, se empleaban casi exclusivamente barretas y grandes cantidades de pólvora. No obstante estas facilidades, ya entonces se hizo claro que uno de los problemas más grande para mantener la actividad era el abastecimiento de agua dulce, una dificultad con que la minería en la cordillera de la costa de Tarapacá se ha enfrentado durante toda su existencia.
Sin embargo, por aquellos años los mismos españoles que laboraban en Huantajaya sólo dieron con una pequeña parte de los yacimientos que, tras agotarse rápidamente, fueron abandonando al poco tiempo, inconscientes de la enorme riqueza que aún quedaba allí.
Tuvo que pasar cerca de un siglo y medio para que Huantajaya volviera al interés minero y se convirtiera en el rotundo centro de actividad argentífera que enseñoreó el desierto y lo llenó de lucrativas utilidades.
El yacimiento fue redescubierto por el indígena oriundo de Mamiña, don Domingo Quilina Cacamate, quien trabajaba a las órdenes de su patrón don Francisco de Loayza, habitante del poblado de San Lorenzo de Tarapacá que amasaría una gran fortuna con esta actividad. También llevaría una larga época de prosperidad para este pueblo al interior de la Quebrada de Tarapacá, tanto así que llegó a ser la capital provincial cuando Iquique todavía era sólo una pequeña aldea costera. Por el año 1727 la producción fue tal que permitió potenciar a la Caleta El Molle (hoy ex Ballenera) como centro de abastecimiento y de embarque, mientras que el Oasis de Pica pasó a ser el lugar de residencia o descanso de muchos adinerados socios de explotaciones de la mina.
Se unió al negocio también don Basilio de la Fuente, otro residente del pueblo de Tarapacá recordado como un gran filántropo, que financió la reconstrucción de la Iglesia de San Lorenzo de Tarapacá y la de Camiña, y que daba asistencia a los indígenas pobres de la zona. Otras familias tarapaqueñas ligadas al negocio de la mina Huantajaya fueron los Vilca, los Flores y los Castilla. Por aquellos años muchos mineros del Alto Perú emigraron a estos territorios portando sus propias tradiciones y folklore, para trabajar en la explotación de minas de plata como la de Huantajaya, y también en las auríferas de Sipisa, fundando un pueblito en la Pampa del Tamarugal conocido como Tihuana, correspondiente en nuestros días a La Tirana, sede de las fiestas religiosas más importantes de Chile, consagradas a la Virgen del Carmen. La época de Huantajaya por cierto que tuvo consecuencias positivas para la propia identidad regional-nacional y sus manifestaciones en el folklore religioso del Norte Grande.
Portada de "Chile Nostálgico" de Fabián Rodríguez Galleguillos, diciembre 2014.
El siguiente es el prólogo que escribí para el libro-álbum fotográfico titulado "Chile Nostálgico: pasado y presente en una fotografía, de mi estimado amigo Fabián Rodríguez Galleguillos, publicado en formato e-book y cuyo Volumen I está disponible en el Portal de Libros Móviles (http://librosmoviles.com/index.php?id_product=40&controller=product) desde hoy, en diciembre de 2014. El autor también mantiene un sitio web dedicado especialmente a esta labor de superposición de imágenes fotográficas para confrontar épocas históricas de una unidad en una sola imagen. Su antiguo blog es: http://chilenostalgico.blogspot.com y su actual sitio web: http://www.chilenostalgico.cl , donde podrán encontrarse muchas otras presentaciones de edición fotográfica como las descritas e imágenes históricas.
Es difícil proponerse elaborar una presentación amena y optimista, cuando se trata de un tema que ha sido más bien duro y punzante, sobre todo entre quienes se encantaron alguna vez con el patrimonio cultural de nuestro país y hasta asumieron labores de difusión sólo por el ardor de la simpatía y la afición hacia tales materias. El intento, desde su origen, comenzará a tener ineludiblemente ese resabio propio de la resignación obligada y de la melancolía; salado como el llanto por los tesoros urbanos de todo un país que ya se han perdido sin remedio, y a los que aquí se rinde un pequeño pero soberbio homenaje. No es fácil introducirse en el tema del patrimonio chileno perdido, por consiguiente, si no es desde esta visión incómoda, aunque asumida a fuerza de circunstancias.
Colocando por un instante la modestia a un costado del escritorio, parece ser que muchos investigadores aficionados formamos parte de una gesta de "redescubridores" del patrimonio urbano chileno por los canales de internet, cuando esta clase de temas relativos a nuestro país estaban casi invisibles en la aridez cultural de los espacios ofrecidos por la red, todavía hacia los inicios del actual milenio. En tanto, muchos de quienes podrían ser considerados como los responsables apropiados para esta clase de tareas y profesionales de las mismas, no se mostraban mayormente interesados en llenar tales nichos sombríos y decepcionantes. De tal manera, si acaso se debían juzgar los activos históricos, culturales y patrimoniales de Chile a través de su reflejo en internet, el escenario llegó a ser francamente desolador en algún momento.
Pacientemente, valiéndose de todos los recursos a mano y "haciendo camino al andar", esta prolífica fuerza-debut de difusores honorarios buscó plagar aquel vacío profundo con contenidos culturales y patrimoniales relativos a Chile: galerías fotográficas, websites propios, páginas de redes sociales, grupos de difusión, foros de discusión, álbumes compartidos, bibliotecas virtuales y blogs. Algunos han llegado también a los libros impresos en esta misma campaña, como coronando sus loables arrojos. En la categoría de los reinos blogueros, presentamos también nuestro propio proyecto titulado Urbatorivm (urbatorium.blogspot.com) hace casi 10 años ya, después de probar con distintos modelos de publicaciones que fueron quedando rezagados y descartados en este largo viaje. Sería esta misma aventura, además, la que perfiló a quien escribe como investigador urbano y cronista de cultura e historia del hábitat de las ciudades -la metropósfera-, haciéndolo así digno de prologar esta interesante obra luego, de una honrosa invitación extendida por Fabián Rodríguez, su propio autor.
Ha cambiado mucho este paisaje contextual desde entonces, sin embargo: a la línea frontal de pioneros, los de "prueba y error", se ha superpuesto una nueva compuesta por auténticos agentes capaces de producir encuentros con la cultura o el patrimonio mucho más allá de la comodidad de la representación abstracta e impersonal del mundo de los bites… Difusores asociados a clubes de seguidores, a movimientos concretos de gente interesada en la preservación y a admiradores organizados; gente de acción, de intercambio y de expansión informativa, varios de ellos profesionales provenientes desde la arquitectura, la fotografía, el urbanismo o la historia.
No cabe duda, pues, que el avance ha sido vertiginoso y tremendo, muy auspicioso si se lo quisiera ver positivamente frente a los desafíos actuales y venideros, pues contagia con el entusiasmo de sus nuevas formas de manifestación efectiva al campo los intereses sociales sobre un tema de importancia tal como es el patrimonio urbano chileno, su preservación y su valoración.
Entonces, esta fuerza de gestores y propagadores, de alguna manera ha logrado salir de las limitaciones del monitor y ha provocado ecos en el mundo real; precisamente lo que se requería para enfrentar el panorama despiadadamente adverso que vemos hoy, cuando se levantan insolentes complejos comerciales en barrios tradicionales, se cierran aeropuertos históricos para proyectos residenciales que nacen fracasados o se elevan verdaderos hormigueros humanos de cemento en donde antes hubo palacios decimonónicos consumidos a fuego y a picota.
Sin embargo, algo perverso y malvado sigue sucediendo en el hábitat de las ciudades, como una maldición incontenible: algo que aún arrastra a la riqueza patrimonial de toda esta nación trágica hacia el centro de la espiral de destrucción y de desaparición. Es como si la mentalidad que impone a su gente un país de terremotos y de cataclismos, acostumbrado a perder lo propio y a vivir en perpetua reconstrucción, se desatara de forma rotunda y recurrente, convirtiéndolo todo en un recuerdo, y después pasando del recuerdo al total olvido, en una secuencia casi infalible.
Algo falla, a fin de cuentas: algo no funciona de manera correcta entre los engranes de este orden, donde el interés y la demanda social parecen nunca llegar a mover las palancas y a apretar los botones correctos del mecanismo, ni siquiera pudiendo acceder a ellos y quedando siempre diluidos, indeterminados e incapaces de materializarse. Mal que, por supuesto, se manifiesta en todas las instancias de dichas impetraciones y de legítimas quejas: educación, seguridad, transportes, equidad, libertades civiles, etc. De un modo u otro, todos los esfuerzos desplegados por la voluntad ciudadana todavía acaban convertidos en Chile, en rayas que intentan trazar efímeros dibujos sobre el agua.
Como en todos estos temas y muchos otros, pues, la demanda de protección y resguardo del patrimonio nacional también se ve neutralizada por alguna incomprensible razón dentro de las marejadas de los poderes públicos. Razón alojada, quizás, en la estructura misma de nuestra defectiva política, o bien en la inmadurez de un pueblo aún joven pero que parece exhausto y senil a la hora de darle impulso a los valores de la representatividad y de la canalización efectiva de sus voluntades.
Y así pues, por curioso contrasentido, en pleno surgimiento de este movimiento de interés social por el resguardo de los activos culturales de la historia y de la arquitectura de las ciudades, vemos cómo el conjuro infame sigue cobrándose sus cuotas, a una velocidad pasmosa y a ratos aterradora: la Casona Rojas Magallanes de La Florida, el Gimnasio Nataniel, el Estadio Ferroviario San Eugenio, la Galería "El Patio" de Providencia y el edificio del arquitecto José Forteza en las puertas del Barrio Brasil, son sólo algunos de los últimos y más recientes casos de perlas urbanas perdidas irremediablemente, y limitándonos sólo a la capital para recoger ejemplos.
¿Se puede asumir, entonces, una perspectiva auspiciosa de visualización del futuro de nuestro patrimonio nacional, ante semejante situación de adversidad y de amenaza? Salvo que se caiga presa de obnubilaciones ingenuas o de fiebres de idealización, este ejercicio sería algo imposible, insostenible. ¡Si hasta los mismos espacios en internet de aquella primera fuerza difusora, han ido desapareciendo! Y acaso lo hacen como espejo de sus magros resultados en la cruzada de preservación y rescate patrimonial que quisieron proponerse, objetivos imposibles de conseguir por el llano de la mera virtualidad.
A causa de este mismo escenario culpable y oscuro, sin embargo, es que iniciativas como la del presente libro vienen a ser un tremendo aporte para aquella causa de aspiración franca, buscando consumar en hechos concretos y palpables el interés de quienes se han dedicado con honestidad a la difusión del conocimiento patrimonial: en este caso, por el esfuerzo personal de Fabián Rodríguez, confirmado promotor y contribuidor en el tema de marras, cuyo trabajo en el website de álbumes fotográficos Chile Nostálgico (chilenostalgico.cl) ya ha sido de enorme importancia para la puesta en valor y para el reconocimiento popular de la misma riqueza urbana que se ha ido perdiendo a lo largo de todo nuestro desdichado terruño.
He aquí el mérito de esta obra, entonces: dar en su formato de libro digital un paso altruista en la descrita necesidad de difusión vía internet, pero subiendo otro peldaño en la cruzada que le ha dado allí -en el mundo virtual- merecida presencia a Chile, a su memoria cultural y a su patrimonio histórico, gracias al trabajo honorario y apasionado de verdaderos voluntarios como los descritos y entre los que Rodríguez ha conseguido un lugar destacado, gracias a su esmero y creatividad manifiestos. Y así, los valores atribuibles a su autor se tornan incontables: la generosidad con que pone en línea su obra, el desinterés por darle una orientación utilitaria, el amor por las materias tratadas, su precisión para hallar e intervenir documentos gráficos, el brío ejecutado sin retribuciones ni exigencias al interesado en conocerlas, la motivación virtuosa por este quehacer, su aporte implícito a la memoria e identidad nacional, etc.
Sin embargo, este trabajo puede tomado especialmente como una advertencia y casi una bofetada al impulso íntimo y apesadumbrado ante la cuenta de mermas culturales, cuya sensación ya se instala en la conciencia colectiva de nuestra sociedad: es una observación casuística y palpable del patrimonio irreversiblemente perdido de todo un país, como mascadas y mordidas directas en la efigie de su propia identificación ante la historia, de su semblanza. Se trata, pues, de una nómina dolorosa, triste y que, desgraciadamente, sigue creciendo en el mismo momento en que se escriben estas líneas, no sólo por acción de terremotos e incendios, sino principalmente por la ignominia humana, la mezquindad de los grandes mercaderes y la bandera sin color del afán por el enriquecimiento.
Esta obra se dispone y entrega, en síntesis, como un intento por extender la memoria sobre el patrimonio perdido y como un homenaje a los fantasmas de la grandeza extraviada, a la vez que se yergue cual esfuerzo por retrasar -tanto como fuese posible- el advenimiento de nuevos menoscabos patrimoniales, con lesiones que siguen y seguirán engrosando una larga lista que llena de penas mudas y de evocaciones románticas de un Chile en tonos sepias que, quizás, cada vez tiene menos para poder mostrar de sí, pero cada más para sólo poder recordar con resignada amargura.
En un día martes 5 de agosto de 2014,
Cristian Salazar NaudónInvestigador urbano y cronista
Fotografía publicada en "Geografía de Chile" de 1955, de Elías Almeyda Arroyo.
Ésta es la síntesis de la historia relativa a mi primer viaje al intrigante escenario del fenómeno del Desierto Florido, realizado en septiembre de 1997. He guardado por años este texto, pasando por distintos soportes, discos y respaldos... Creo que es hora de sacarlo de la oscuridad con algunos retoques, antes que desaparezca por algún accidente.
Como se sabe, el Desierto Florido es un prodigio que sucede en las regiones chilenas de Coquimbo y Atacama, a consecuencia de las intensas lluvias de asociadas al fenómeno meteorológico de El Niño sobre aquellos territorios desérticos famosos por ser los más secos y áridos del mundo, devolviendo la vida a bulbos, semillas y granos de cerca de 200 especies de plantas que germinarán en este evento floral único en todo el planeta.
El fenómeno ocurre aproximadamente cada dos a cinco años, y es atracción de viajeros, investigadores y científicos. El gran naturalista francés Claudio Gay tuvo que volver en 1840 a estas tierras para poder verlo, luego de un frustrado primer intento en 1831 en que la sequía no permitió las precipitaciones necesarias para producir las floraciones. Comienza como un verdor que aparecerá hacia julio y agosto, cubriéndose de flores en septiembre casi como esperando la primavera, por una feliz coincidencia hacia los días de Fiestas Patrias, casi como saludando el orgullo nacional. Las últimas grandes repeticiones del fenómeno han tenido lugar en los años 1983, 1987, 1989, 1991, 1995, 1997, 2000, 2002, 2004, 2007, 2010, 2011 y 2014, aunque hay quienes cuentan algunas temporadas que sucedieron entre estos años pero que, en nuestra opinión, fueron demasiado débiles y carentes del esplendor que caracteriza al verdadero Desierto Florido.
Lo que también comenzó como un viaje turístico de amigos, en este caso terminó siendo una profunda experiencia espiritual para los tres aventureros que allí estuvimos, cruzando las flores de los vergeles del Desierto de Atacama. He vuelto en otras ocasiones hasta esta maravilla atacameña, con temporadas mucho más espectaculares y hermosas que la descrita, pero valoro especialmente el recuerdo de ésta por haber sido nuestra primera andanza en la magia de los Jardines Imposibles.
Plano de relieve de la Región de Atacama, publicado por la Editorial Antártica ("Chile a Color", 1981). Lo llevamos en el viaje para reconocer las alturas de los terrenos por los que pasamos con nuestro automóvil, buscando las flores. Clic encima de la imagen para ampliarla.
Plano de relieve de la Región de Coquimbo, publicado por la Editorial Antártica ("Chile a Color", 1981). Muchas flores o variedades de ellas se distribuyen diferenciadamente o con alguna preferencia dependiendo de las alturas de los territorios. Clic encima de la imagen para ampliarla.
EL ZARPE
Odioso desafío es éste: intentar sacar a la luz un puñal forjado de memorias pero clavado en el más duro y sólido granito de los recuerdos.
Me pregunto cuánto de todo esto es exacto, o cuánto es idealización; cuánto es, además, consecuencia del encanto hipnótico del paisaje más que de la propia realidad.
En otra arista, han cambiado muchísimo las cosas desde entonces: cambiaron las ciudades que pasé en ese enorme camino, y hasta mi propio Santiago ha cambiado con dramatismo; también las carreteras por las que recorrimos tan melindrosamente aquellas comarcas encantadas… Yo mismo he cambiado, de hecho: quizás más de lo que hubiese esperado entonces. Mucho más, sin duda.
Empero, esa repetición ancestral del resurgir de las flores es inagotable: vuelve y vuelve por aquella misma ruta, una y otra vez, recordándome que éste es el mismo país de mis recuerdos de viaje, y no otro, por distinto que hoy luzca, y hasta por extraño y ajeno que a veces parezca.
Nuestro periplo comenzó un miércoles de septiembre. Había hecho un poco de frío durante la tarde, justo cuando llegó la hora de salir del trabajo desde las oficinas de una agencia en el pasaje Príncipe de Gales, frente al popular restaurante "La Chimenea”, en pleno Centro de Santiago de Chile. Era temprano, así que caminé tranquilamente hasta el célebre bar de "Las Tejas", de la popular calle San Diego, para esperar a mis amigos Pablo y Cristián, quienes serían los compañeros de esta gran aventura.
Paseo así entre el estrés de una ciudad y las angustias impropias, mientras me siento prácticamente de tránsito en mi propio hábitat: en efecto, voy hacia el “zarpe” de un viaje de conquista, en un puerto sin fecha ni lugar, en una noche sin época. Todo me parecía etéreo, vaporoso y casi en perfecto punto de equilibrio, sin las habituales ansiedades de quien espera su tren o su barco.
Las revistas y algunos diarios en los kioscos han advertido ya sobre los temporales que barrieron grandes zonas del territorio chileno. Y en medio del caos, ha comenzado a renacer la maravilla del desierto florido en el Norte Chico de Chile… Hacia allá parto hoy, precisamente, empezando con esta caminata anodina hacia un clásico boliche del barrio San Diego. Pocos estamos dispuestos a esperar de tres a cinco años más para conocerlo. Hoy es el momento; hoy mi “zarpe”, en esos dulces días de la plenitud juvenil.
Los medios de comunicación le han dado como bombo al atractivo turístico del fenómeno floral del desierto atacameño, de modo que no hemos podido contener por más tiempo la tentación de conocer esas efímeras postales encantadas. Y esa noche era la noche para iniciar tal aventura, precisamente… Ha llegado el momento que por tanto tiempo ya venía provocando intensas esperas y desvelos… Y aún así, sigo presa de una extraña calma.
Por unas horas permanecí cerca de la barra, hojeando una mala revista que ha sido producida la agencia a la que acabo de renunciar para este viaje, cuyas faltas de ortografía y errores tipográficos acaban convenciéndome de que es mejor arrojarla a un lado. Me convencen también de la buena decisión que tomé al irme de allí.
Olores etílicos y penetrantes inundan el ambiente de fermentos de esta gran cantina, fundiéndose con los vapores de sabrosos platillos calientes de comida criolla. Por exceso de trabajo, no he tenido tiempo de probar un bocado desde las 10 de la mañana, pero aún siento que puedo mantener el ayuno: en lugar de comida, pido a uno de los mozos un gran vaso tipo caña de la especialidad de la casa: el famoso "terremoto", poderoso vino pipeño mezclado con helado de piña, fernet y un poco de licor extra, trago muy chileno cuyo extravagante nombre surgió espontáneamente en un conocido bar de la Estación Central de Santiago, durante los días que siguieron al fatídico terremoto de 1985, al compararse su indiscutido poder embriagante y mareador con el de una gran sacudida telúrica. Y conste que describo acá una época en que aún este experimento culinario resultaba relativamente novedoso, antes de adquirir la avasalladora popularidad que ha alcanzado en la sociedad chilena en nuestros días, especialmente para la temporada de Fiestas Patrias.
Pues bien: pasarían tres largos "terremotos" antes de que mis compañeros de viaje aparecieran atrasados en el vehículo y con la todo nuestro equipaje arriba, alegando haber tenido algunos inconvenientes para salir a la hora. Así las cosas, subí al automóvil sumamente mareado, en especial por el último de los "terremotos" pues el maestro de la barra lo había cargado con una dosis muy superior de licor que la habitual, en este caso de ron, sólo por generosidad y luego de conversar conmigo unas cuantas palabras mal moduladas. Debo haberle parecido un ebrio entretenido, según deduzco.
Así pues, creo que faltaban unos quince minutos para las 20 horas cuando ya estamos en la carretera: la Ruta 5 Norte, rumbo al milagro de los desiertos en flor.
Pablo conducía con su habitual concentración y mirada fija en las luces del camino, que se reflejan como carrusel en la palidez de su rostro. La autopista también lucía entonces dramáticamente distinta de lo que es hoy: más oscura, estrecha, algo sombría, como se verían acaso los caminos hacia las tramas de un misterio literario. Yo permanezco en el asiento del copiloto, intentando pasar el mareo provocado por nuestra folklórica coctelería nacional, mientras escucho el vozarrón de Cristián invadiéndonos desde el asiento trasero. Él parece ser el más entusiasmado de los tres y si quizás yo no estuviese tan accidentalmente pasado de tragos, también habría tenido su ánimo en esos momentos.
El Desierto Florido que nos aguarda es el eco de un pasado paradisíaco de este arcano país llamado Chile; un flashback hasta los días en que todo este vasto territorio era un santuario, quizás un Edén. Los habitantes de esta franja austral de alguna manera lo sabemos: esto es un milagro de vida, un testimonio infranqueable de los ciclos del Eterno Retorno sobre el devenir del mundo. Es una maravillosa anomalía, cual mito de flor de la higuera que se aparece en la Noche de San Juan a los crédulos. Es, en otras palabras, la presencia milagrosa del símbolo de la flor en donde se supone que no debería haberla; en donde toda experiencia y razón sugieren imposible su existencia.
Milagro divino o remolino evolutivo, he ahí hacia donde íbamos aquella noche: a la aridez de un desierto chileno que, sin embargo, cede con un esfuerzo de la naturaleza a su propia condena de infertilidad, quedando transformado en campiñas florales y paisajes oníricos, como emblemas corporativos y blasones de reinos imaginarios, de países de cuentos de hadas.
Más aún, un espíritu anónimo y colectivo parece bajar durante estos días del quimérico fenómeno encarnando los desiertos vivos, rebosantes de colorido. La gente de la zona incluso decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles, hosterías, locales comerciales y hasta los centros de servicios para viajeros o servicentros se llenan de imágenes y de afiches alusivos al esplendoroso paisaje que explota afuera, en estallidos iridiscentes de pétalos y hojas.
Ha comenzado, una vez más, el prodigio del Desierto Florido en Chile.
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Pequeña pero interesante ficha informativa de la Guía Turística "Turistel". Su contenido también fue parte del material informativo que llevamos en nuestro viaje.
TRAVESÍA EXTENUANTE
En aquellas fechas, no bien salía de la ciudad de Santiago el viajero, se encallaba casi de inmediato con súbitos tacos que esperan a todos los demás aventureros en nuestras precarias carreteras de entonces, como una nota de tensión casi necesaria más que habitual. No iba a ser ésta la excepción, por supuesto.
Al ver los endemoniados atascamientos de kilómetros y kilómetros de vehículos, como una doble serpiente de luces intentando morder el horizonte perdido en la noche, sólo cabía preguntarse hasta dónde llegaban las filas y cuántas horas más quedaban en el camino. Generalmente, la vastedad era respuesta a ambas preguntas.
Mas, para viajeros duchos y curtidos en estos dolores como nosotros a pesar de nuestras jóvenes edades de entonces, el enojo y la irritación pasaban rápido con el volumen de un buen cassette o incluso sintonizando la música chirriante de estática de una estación lejana, en la radio del vehículo.
La noche es iluminada por una magnífica Luna, en tanto, reflejada sobre los parabrisas escondidos en la noche y hasta donde se logra distinguirlos.
Cerca de las 22:30 horas aún estamos en esa situación engorrosa, pero había aprovechado de devorar el contenido de un pequeño envase con arroz graneado y arvejas que ha traído Pablo desde su cocina para cada uno de nosotros, gentileza de su madre.
Por minutos me parece, sin embargo, que este atascamiento no se diluirá más. Es como la sensación de los terremotos o temblores muy violentos: parece que nunca fueran a detenerse, aunque sepamos fehacientemente que sí deben cesar en algún momento. Más bien, esto semeja a la convalecencia, al acto de tener que esperar que una enfermedad y sus malestares pasen solos. Lidiar con el instinto que nos inclina naturalmente hacia la desesperación se hace difícil, tensionante y casi angustioso. Aquella tranquilidad y calma de la que podía pavonearme hacía unas horas, se esfumó en la inmensidad de la noche estrellada.
La orientación espacio-tiempo se extravía en esta clase de situaciones. No sé si estamos cerca de las localidades de Llayllay, o bien por La Calera... O quizás más allá, en el sector llamado Nogales. Es difícil saberlo. Moverse a bordo de un vehículo en esta oscuridad, con lapsos de lento avanzar y en el paso incontrolable del tiempo, produce algunos problemas a la brújula natural de cualquier viajero sin la pericia de los navegantes de ayer, capaces de eludir el naufragio en condiciones infinitamente más angustiantes que aquellas que esa vez nos acechaban.
Sin embargo, es de noche, y la noche es nuestra cómplice. Lo ha sido por largo tiempo ya. Eso nos reconforta y nos pone a gusto. Modestia a un lado, creo que estábamos -ya entonces- entre los más experimentados viajeros que en aquellas horas cruzaban esta zona del país. Además, esos tramos de la carretera eran, a esas alturas, casi como parte de nuestro vivir.
Al fin damos con una referencia clara ante los ojos: la cuesta El Melón. Abajo queda el túnel por el que pasan los temerosos y los impacientes en sus vehículos, minúsculamente visibles desde la altura. La cuesta es nuestra: espléndida, majestuosa pero, sobre todo, gratuita. Es la primera vez, además, que recuerdo haberla pasado a esas horas de la noche. Y sin filas infernales de vehículos casi detenidos, además.
Una espesa neblina se traga la visibilidad, produciéndole a los ojos sensaciones engañosas, de falsa seguridad al no poder distinguir entre la gris nubosidad las alturas de vértigo que recorre ese hilo vial por los cerros, del paso señalado en los registros con una fría codificación RE-47, en los mapas ruteros. Un pasillo más de esta gran casa nuestra, sin embargo.
Un gran camión con acoplado permanece detenido junto al borde del abismo escondido en la neblina, claramente con algún desperfecto, a juzgar por las sombras de unos hombres le rodean en la oscuridad, alumbrados con el amarillento fulgor de sus lámparas e intentado buscar algo que sólo puede ser una inoportuna falla mecánica. Me produce un vahído extraño ver cómo el gran vehículo doble está tan cerca del vacío, a más altura de la que el mareo soporta.
La niebla del exterior me inspira, sin embargo: lleva a experimentar esa extraña seguridad dentro de nuestro vehículo, en especial después de haber visto los pobres tipos del camión a la intemperie. Efectivamente, al interior del automóvil manteníamos un grato calor ambiental, no sólo el que emite la calefacción o el propio cuerpo humano: también lo lograban la música de cintas y nuestra probada amistad de viajeros habituales.
Así las cosas, por los cerca de 20 ó 30 minutos de viaje a través de la cuesta y en esas condiciones, uno se siente atrapado en la comodidad de su mundo, mientras que afuera del cascarón sucede una realidad diametralmente distinta a la que se disfruta en tan engañosa placenta.
Siendo medianoche, faltan aún 200 kilómetros de viaje... O tal vez más. Nadie lo tenía claro hasta que, unos minutos después, estamos detenidos en una de las gasolineras de los alrededores de Los Vilos, otro sitio donde ya se nos ha hecho una tradición parar a proveernos de algunas necesidades nuestros viajes, así como ocupar los servicios al viajero. Todavía no hemos visto alguna de las flores que yacen por allí escondidas en las sombras externas, pero queda mucho que avanzar aún.
Revisamos nuestro equipaje y me permito esta pausa para tomar mis primeras fotografías de la travesía, comenzando a notar de inmediato algunos problemas en la cámara que llevo, relacionadas con el fotómetro. Aunque en aquel momento no lo sabía, ésta sería la primera de una serie de fallas que detectaría en los días que siguieron.
La estación gasolineras y de servicios de Los Vilos está absolutamente llena de vehículos y viajeros, muchos de ellos infinitamente mejor preparados para este tipo de travesía que nuestro automóvil familiar, que haría las veces de todo terreno gracias a nuestra audacia irresponsable. Realmente, se notaba allí la imagen de estación de servicio con que se ha decorado esta clase de establecimientos, dedicando su negocio al completo abastecimiento del viajero más que a la sencilla venta de combustible. Es el lugar óptimo para permitirse un descanso, pues siento la espalda como un tronco, aunque me baja un tanto la misantropía al ver a tanta gente reunida en torno a la estación y en un enorme caos. Esto parece más bien la parada de una larga y agotadora procesión pagana... Y en cierta forma, lo es.
Un perrito negro y roñoso, típico quiltro chileno de caminos, se nos acerca rogando un poco de comida a Pablo y Cristián, que mascan compulsivamente sus arroces como si fuese un apetitoso banquete individual. Dentro de los iluminados locales de la gasolinera se ve gente devorando hotdogs, sándwiches y hasta platos de restaurante. Familias completas, parejas, viajeros de todas las edades y estratos sociales, saciando sus hambres. Nosotros, en cambio, hemos desarrollado a lo largo de tantos viajes por éste y por otros territorios del país, un gran control del apetito y, por sobre todo, un gran sentido de economía con relación al tiempo y a los gastos que genera un viaje largo. Eso lo he observado sólo en otros viajeros de carreteras experimentados, así que puedo presumir que la mayor cantidad de la gente que aquí se acumula hambrienta, son relativamente primerizos.
Hacia la 1 de la noche, estamos cerca de irnos y regresar a la ruta. De pronto, unos metros más allá, un tipo a bordo de una de esas grandes camionetas que estuvieron de moda entre la clase media y media alta de nuestro país por esos días, echando marcha atrás da un seco golpe a un vehículo familiar cuyos dueños -lamentablemente para él- estaban muy cerca, los suficiente como para detener un súbito intento de escape de la escena del crimen de este mal conductor. Mientras mis amigos comen sus arroces como cabritas (o popcorn, dirían los siúticos) en el cine, observamos el desarrollo de la extraña polémica, con peligro de golpes y hasta llegada de funcionarios de carabineros incluida.
- ¡Qué suerte que no nos tocó a nosotros -no puedo evitar comentar, mientras mis compañeros de viaje asienten con la cabeza -. Un pencazo como ese nos habría liquidado todo el viaje.
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Variedades blancas de la pata de guanaco, vistas durante nuestro viaje.
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Alfombras de patas de guanaco blancas y moradas, al costado de nuestra ruta.
EN COQUIMBO
Inesperadamente, Cristián ha sacado de un bolso una botella de pisco y entre los dos compartimos unos tragos para el frío y la espera, mientras Pablo, manejando, se limita a mirar y percibir los humores del licor con algo de celos, reprimido en su condición de chofer intachable. Por mi parte, accedo a probar un poco del espirituoso elíxir, pues hace un rato ya se me ha pasado el mareo de los “terremotos” y no creo que esto sea abusivo.
Gastamos el aliento etílico conversando largo y tendido sobre nuestra anfitriona al interior de La Serena en el Valle del Elqui: Susana, una hospitalaria pero misteriosa mujer que nos recibió también durante el verano y cuyo estilo de vida es bastante acorde a la imagen mística y esotérica que el turismo popular le imprime deliberadamente a esta zona de Chile, aunque ella es bastante rebelde respecto de esta fama metafísica que se impregna en el valle. Hablamos más bien de lo que nos sorprende en torno a ella y a su lugar allá en el Elqui, mas no de aquello que nos procura dudas o suspicacias. Preferimos comentar su forma de vida, sencilla, sin grandes ostentaciones, tan cerca de la tierra y de la naturaleza. Tiene allí todo para ser feliz.
Mirando detenidamente hacia afuera, puedo distinguir con dificultad -casi aguzando la vista- que entre los cerros macizos de la oscuridad nocturna se salpican manchas más blancas, como matorrales. Eran las primeras flores no habituales que aparecían fantasmalmente dentro de nuestra ruta, allí, ocultas en las tinieblas. Flores blancas, puras y escondidas, como el propio secreto del Desierto Florido en el trascurrir indetenible de los tiempos.
Habíamos avanzado suficiente en pocos minutos como para creer que ya entrábamos a tierra derecha, cuando apareció nuevamente, ante nosotros, un taco gigante de vehículos, peor que cualquiera de los atascamientos que habíamos visto con anterioridad. Grande al punto de que, de un momento a otro, nos vimos en la absoluta necesidad de detenernos por completo, con motor apagado. Eso nos permite bajar del vehículo y estirar las piernas otro poco antes de volver a dar con un lugar de parada, a la espera de que en esta carretera pueda volver a circular el tráfico, por ahora detenido como la sangre en las venas de un muerto.
Así, por segunda vez en la misma noche, desconozco absolutamente el lugar del viaje en el que nos encontramos... La oscuridad, el remolino de las horas y el propio cansancio confunden. Como dice una expresión citadina chilena, en esta noche nada claro hay "entre Tongoy y Los Vilos", salvo pequeños caseríos y caletas al final de caminos polvorosos y perdidos en la enormidad noctívaga. Los parques están del lado costero, y las ciudades al interior. La carretera ahí es sólo una estría monótona, más aún en la oscuridad y la lentitud de esos instantes.
Tras probar al límite la paciencia, encontramos por fin una carretera expedita, como quisiéramos verla siempre. Y así serían alrededor de las 4 de la mañana cuando las luces de las ciudades de La Serena y Coquimbo aparecen ante nosotros, como una colmena de brillos amarillos y lejanos; acaso un reflejo de la bóveda estrellada sobre la tierra rojiza de estas regiones. Flores encendidas en enjambres, entre la oscuridad de la noche coquimbana.
El área urbana se ve despejada, no así el rojizo cielo de lluvias pendientes que ha comenzado a extenderse con inusitada rapidez sobre nuestra ruta, negándonos los brillos estelares. Y decidimos, luego de mucho andar, establecernos cerca de la salida Norte de Coquimbo, por las cercanías de otra de esas estaciones de servicio que ya antes han acogido fragmentos de nuestros principales viajes por el Norte del país.
Ciudad colonial ayer saqueada por piratas o bucaneros, hoy es nuestra parada y hospicio… Nuestro refugio de viajeros.
No soy de los que disfrutan durmiendo dentro de un vehículo, ciertamente, pero quien tenga la costumbre de viajar grandes tramos y hasta altas horas de la madrugada sabe bien que la necesidad a veces se vuelve incontenible e inevitable. En algún lado, en algún lugar, en algún secreto sitio de esas tierras de milagros de vida, está nuestro destino, y el sacrificio de una noche parecerá sólo un detalle en el mapa que se traza con esta aventura.
Éste era, entonces, el lugar indicado para iniciar una búsqueda, o acaso para terminarla... La flor de la inexistencia en sus jardines imposibles, podría esperar porque el peso de la noche, esta vez, nos ha vencido.
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Un llano habitualmente árido y seco, aparece ante nosotros totalmente verde.
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Pampa de Totoral totalmente florida, en fotografía publicada por "Chile a Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. El paisaje está a la altura de los llamados Cerros Bayos, y al fondo de los mantos de flores de esta pampa se encuentra la Hacienda Castilla, cuya agricultura se sustentó en aguas de napas subterráneas.
HALLAZGOS DE VIDA
El frío de la mañana condensa nuestro aliento y empaña los vidrios, de los que cuelgan gruesas gotas de la lluvia nocturna por el exterior. Puedo ver a través de la película opaca del parabrisas un cielo sumamente nublado, que amenaza con nuevas agresiones de lluvias, como negándose a renunciar a la temporada de invierno del Hemisferio Sur.
Un viento muy fuerte agita con violencia mi cabellera enredada al descender del vehículo, y hasta parece herir mis irritados ojos aún medio dormidos, tan cansados por este corto y difícil sueño. Sin embargo, sopla con tanta fuerza que colabora en la recuperación de la lucidez, obligándome a volver en mí y olvidar si algo de cansancio me queda aún en el cuerpo.
Los azulillos, las orejas de osos y esas florcitas blancas que inician la exposición floral del desierto de Sur a Norte, deben estar balanceándose agitadamente con ese movimiento de los vientos costeros. Nos esperan; las buscamos. El encuentro no puede esperar más.
Partimos al supermercado que se encuentra cerca de la terminal de buses serenense con la intención de comprar algo de comer y aprovisionarnos para lo que ahora se viene. Una hora después estábamos ya atravesando el puente de salida de La Serena rumbo al Norte, mientras devoramos improvisados bocados en el camino. Leche, queso, pan, jugos; cosas ligeras y rápidas son suficiente por ahora. Hemos venido a cumplir con muchos desafíos, sin duda, pero no con la expectativa de comer bien.
Paulatinamente, va mejorando ese día de tan incierto amanecer. Empero, aún corre afuera un fuerte viento y las nubes flotan amenazantes, indecisas sobre si vaciarse o no contra la tierra.
Pablo y yo conocemos bastante bien este sector de la salida de la ciudad, producto de nuestros muchos viajes anteriores, de modo que advertimos de inmediato la diferencia en el paisaje cuando la carretera se ha acercado al mar. Notamos que ese sector rocoso y de aspecto originalmente estéril, adornado la mayor parte del tiempo por cactos resecos sobre tierra áspera, ahora expone un inusual verdor que lo cubre hasta la corona de sus cerros, apenas más abajo de las abundantes bandas nebulosas que humedecen sus cimas. Y allí, entre esa cubierta verde que escondía la tierra otrora seca y arenosa, veíanse manchones de amarillos y fucsias que sólo en la imaginación hubiésemos creído posibles sobre semejante yermo. Eras nuestras flores; nuestras primeras flores nítidamente visibles. ¡Definitivamente, estaban allí!... Nuestro primer contacto con el objeto central de este viaje.
Por momentos, el paisaje se me hace desconocido y el verdor se extiende hasta la parte más alta de los montes costeros, como una alfombra colosal, majestuosa. Esto es como si la misma fotografía mental de mis recuerdos sobre esta zona, ahora me fuera expuesta retocada por un artista del paisajismo. Y no sólo del paisaje verde, sino que cada vez más colorido, más festivo. Más y más florido.
Al descender del vehículo, nos enfrentamos con todo un ecosistema impensado: animalitos diminutos corriendo nerviosos entre la biología vegetal, a veces peligrosamente cerca de nuestros zapatos. Intento sacarle algunas fotografías a estos paisajes y a esta fauna diminuta de lagartijas, roedores, arañas e insectos, pero los problemas de mi cámara continúan acosándome. Felizmente, Pablo y Cristián tienen mejor suerte con las suyas.
Sin una cámara útil, entonces, me concentro en el suelo por donde pasean raudos varios escarabajos negros, algunos con trazos o manchas blancas en sus caparazones y haciendo maratón en parejas, con el pequeño macho persiguiendo a una gran hembra, claramente para procurarse un apareamiento rápido y furtivo. Casi parecen saber que cuentan con un escaso tiempo, hasta que las flores se marchiten y desaparezcan sus jardines. A estos bichos creo que les llaman popularmente vaquitas, por sus tonalidades y diseños naturales, y huyen despavoridos cuando alguien proyecta su sombra sobre ellos, desapareciendo entre las plantas que hoy son su casa. Proporcionalmente, para ellos esto debe ser una enorme selva, habitada además por gordos lagartos que completan todo un microcosmos de vitalidad orgánica; un oasis bullente de vida minúscula, que existe tanto tiempo como puedan sobrevivir las flores del desierto.
Cristián me llama de pronto. Noto una fuerte emoción en su voz, casi infantil: ha recogido un curioso saltamontes de diseños atigrados y lo sostiene sorprendido por su tamaño y fascinante atractivo. Su textura es extraña, como el relieve de una piedra, supongo que por necesidades de mimetismo. Este tipo de criaturas me habrían parecido de veras inexistentes por esta zona de habituales piedras candentes, casi calcinadas al Sol. De pronto, sin embargo, el cautivante insecto le escupe un extraño líquido verde y urticante en las manos, y mi amigo lo deja caer con repulsión. Ha sido víctima de las trampas defensivas de esta naturaleza siempre victoriosa y salvaje.
Llega a ser difícil poder caminar entre estos campos florales de huilles y terciopelos, no sólo por el respeto que exige cada paso a estos bichos que la habitan, sino también por la propia necesidad de no pisar esas flores hermosas, que se mecen al viento soplado desde algún lejano e invisible suspiro universal, mismo que sólo hacía unos meses no levantaba de este suelo otra cosa que calor sofocante y puñados arena muerta.
En la distancia, Pablo parece embelesado por lo que descubre a cada tranco y gasta rollos y rollos de película para todo detalle de ese cuadro de ensueños que se extiende ante nosotros. Semeja un hipnotizado; un ser seducido, además, por el olor de las flores que impregna el ambiente casi como el perfume mismo de la fascinación humana. Olores suaves pero cautivantes, realmente indescriptibles.
Habría bastado esta sola sensación casi mágica e inspiradora para justificar todo este viaje y sus sacrificios.
Más bichos aparecen al paso... Un gran hormiguero asoma por allá, como una erupción de vida desde las entrañas mismas de la tierra. Tiene forma de un pequeño volcán y desde él entran y salen unas enormes hormigas negras cuyas solas mandíbulas empujan el temor de todo potencial intruso. ¿Cómo llegaron tan rápido estas hormigas hasta acá? ¿De dónde vienen? ¿O será que siempre están acá, como las semillas de las flores, esperando pacientemente una lluvia para emerger otra vez a la superficie, cada dos o cinco años? Esto me resulta un completo misterio… Un encantador misterio.
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Un escarabajo meloideo o "vaquita" (Pseudomolos), en fotografía de "Chile a Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. Estos insectos abundan en los días del desierto florido. Aunque de adultos viven entre flores, en estado larvario se alimentan de huevos de langosta y abejas silvestres.
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Cactus copao, famoso en la Región de Coquimbo por sus sabrosas y suculentas frutas esféricas, rodeado de un colorido manto de pétalos morados y fucsias. Fotografía publicada por el portal de Emol.cl.
LOS DOMINIOS DEL COLOR
Estamos de viaje por países encantados de las flores. No lo duda quien ha llegado hasta allá, como nosotros. Mientras más paseo entre sus paisajes deleitosos, más me apresan y me aturden sus desenterrados tesoros. Ni siquiera esos pastiches con postales el paraíso en la tierra que reparten los folletos de los religiosos "puerta a puerta" logran a plasmar un acorde de la música silenciosa que estoy presenciando. No hay forma de representar una realidad rotunda que supera con tanta elocuencia todo talento pictórico o plástico.
Esto es como una bomba de coloridas plastilinas y acuarelas, todas mezcladas por el capricho enérgico. Flores amarillas, violetas y blancas se agitan expulsando hacia toda la creación esa exquisita fragancia, y olas de pétalos ondulan sobre el tapiz botánico, algunas de fuertes tonos anaranjados, especialmente los terciopelos y las añañucas. Uno que otro pájaro vuela entre ellas, a baja altura y como haciendo surf sobre sus océanos de iris.
Pienso, medito y observo… Quisiera que nunca terminara esa sensación de éxtasis. Esta caricia a todos los sentidos no tiene cotejo ni parangón.
Tras el andar a la deriva por los mares de flores, nos sentamos en los restos de una muralla de piedras, algo como un tambo o pirca, junto a un árbol bajo a un costado de la carretera. Poco después, al alejarme para tomar una imagen con la videocámara, descubro que forman unas líneas demasiado geométricas como para ser naturales o ruinas menores: aquellos eran en realidad los restos de una vieja casona, como tantas de esas que pueden verse en el Norte Chico de Chile, pero ahora en escombros que yacen medio sepultados por el barro arenoso del invierno sobre el que hoy crecían los campos de flores. Quizá -sólo quizá- aquél que fuera dueño de esta residencia en ruinas, se estableció allí motivado con el objetivo de encontrase habitando en medio del fenómeno que hoy presenciamos nosotros, en lo que fuera su lugar hasta hace, cinco, diez, cincuenta o cien años. Quién sabe. Poco puede deducirse de los restos que allí quedan.
Por cierto, un alto de textos, revistas y reportajes nos acompañan con nuestras provisiones y abastecimientos, todos ellos relacionados con el Desierto Florido. Cada fragmento de nuestro archivo trae alguna información útil a este viaje. Además, algunas ciudades adyacentes a estas comarcas saben explotar el fenómeno y han sacado guías especialmente producidas con el tema. De hecho, al entrar a los límites de la región atacameña, un enorme cartel presenta el lugar al viajero como el territorio “donde florece el desierto". Y las flores que observamos son las mismas de nuestros impresos y guías: no hay necesidad de mentira ni exageración en esta propaganda.
Siendo más de 200 las especies que pintan de color el Desierto Florido, podíamos reconocerlas claramente en nuestros catálogos y archivos. De las muchas a nuestro alcance en esos minutos, por ejemplo, vemos algunas violáceas como las patas de guanaco y los huilles, hermosas estrellitas amoratadas de seis pétalos y una infinidad de formas y dibujos. La naturaleza ha hecho alardes de creatividad extraordinaria en estos diseños.
Otras flores abundantes son propias de una planta que parece arrastrarse por el suelo caliente: crecen en forma de cuerno o trompeta y con un aspecto parecido al que he observado en los documentales sobre plantas carnívoras, sin serlo. Son las orejas de zorro, de colores oscuros pero cubiertas de una capa de pelos blanquecinos que corren en dirección hacia el interior de la flor, haciendo que las moscas que llegan a ella atraídas por su fuerte olor a carne descompuesta, caigan en esta trampa dificultándoles salir hasta que la flor se marchita y muere. Sólo entonces, las moscas y otros bichos salen volando cargados del polen de la planta, esparciéndolo entre las otras de su especie. Aunque no crece en praderas alfombradas como las otras flores que vemos, pudimos observar una gran cantidad de estos extraños ingenios naturales decorando el hermoso y alucinante Valle del Encanto, una quebrada cercana a la ciudad de Ovalle y declarada Monumento Nacional, donde el observador pasea y acampa contemplando grabados petroglíficos y otras muestras arqueológicas del año 2.000 antes de Cristo, presumiblemente de la misteriosa cultura de El Molle, en medio de una verde zona de camping cercada por la descollante belleza del paisaje y rodeada de cerros rocosos con formas primigenias.
Durante esta jornada, observamos también a la bellísima alstroemeria creciendo principalmente a los pies de los grandes cactos, como si se guarecieran intencionalmente entre sus furiosas espinas, buscando su protección. Estas maravillosas flores son especies herbáceas sin comparación: en su centro tienen colores amarillentos y suelen presentarse en muchos otros tonos con el lila por color dominante. Hay una variedad rojiza que la gente llama con el sugestivo nombre de mariposa de Los Molles, sugerente asociación que se debe a su notable forma y a la distribución de sus pétalos. Mientras más las encontramos, más nos convencemos de que procuran refugio entre los cactos de los cerros, tal vez cuando las alambradas de espinas atrapan las semillas diseminadas por los vientos. Os sugiero contemplar esta maravilla de nuestra tierra alguna vez en la vida: sólo mirándolas se tendrá un esbozo de la sinceridad de este consejo.
De las especies más populares y representativas en el Desierto Florido, destacaban sin atisbo de duda las extraordinarias añañucas amarillas y albas, cuyas flores se alzan sobre el suelo como campanas de duendes que buscaran saludar al cielo. En cambio las añañucas de color rojo crecen, según mi impresión, en zonas más altas que las variedades de color claro, especialmente en las laderas de los cerros y los costados de las cuestas cercanas a la costa. Su visión es una expresión de verdadera poesía flanqueando caminos de roca y senderos estrechos que invaden el paisaje agreste.
Los terciopelos, por su parte, son las coquetas flores que dan el grueso del color amarillento al espectáculo visual. Se acumulan en verdaderos racimos con forma de trompetas pequeñas, indescriptiblemente hermosas. Algunas otras variedades que observamos de esta flor tenían tonos de anaranjados y hasta marrones. Algunos lugareños las llaman también cartuchos, supongo que por su forma tubular.
Entre las flores blancas más abundantes, si mal no recuerdo dominan las postales los llamados carbonillos. Los azulillos, en cambio, vencen al clima en vastas zonas luciendo como tapizados florales de aspecto cianoso y de impactante atractivo cromático. No me extrañaría que correspondan a uno de los colores azules más cautivantes que la naturaleza haya concebido, luego de las esmeraldas y las turquesas. Sólo el azul profundo de la bóveda celestial en el Elqui y ese pedazo de su cielo que cayó sobre las minas de roca lapislázuli al interior de las localidades Combarbalá y Monte Patria, podrían comparárseles. Las crónicas coloniales cuentan que los indígenas locales llevaban grandes cantidades de curiosas piedras azules como regalos o trueques para los primeros españoles que llegaron a estas tierras. Estas flores son, quizás, el reflejo botánico de aquellas piedras misteriosas, hoy fundidas con el paisaje.
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Orejas de zorro. Fuente imagen: veoverde.com.
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Variedades rosáceas de la flor alstroemeria o mariposa de Los Molles, creciendo entre cactos costeros. Imagen publicada en el sitio Ecolyma.cl.
EL VALLE DEL HUASCO
Hemos sabido durante esta misma aventura, que una parte muy importante de las flores que engalanan al Desierto Florido crecen en los alrededores del cañadón del río Huasco, en la Región de Atacama. Necesitamos confirmarlo, por supuesto: somos cosarios de tierra buscando tesoros en imágenes. Nos enteramos también que, por la costa de esta zona, habrían ejemplares de la hermosa garra de león, que crece en colonias redondas de flores de un rojo fulgurante, pero lamentablemente cada vez más escasas.
A mayor abundamiento, la garra de león corresponde a una variedad muy particular de las alstroemerias, y fue catalogada cerca del año 1870 por el ilustre naturista de origen alemán Rodulfo Amando Philippi. Tal es su belleza que muchos coleccionistas la apetecen sin piedad ni consideración ética. Me recuerdan las flores de las plantas cardenales: colonias de florescencias menores agrupadas en una forma esférica. Hasta entonces, no habíamos visto ninguna de ellas, ni sabido de alguien que las haya encontrado en su tallo etéreo, como la punta de una vara mágica. Queremos hallarla, y partimos tras su huella. En algún sitio debe haber una garra de león guardando el secreto de su infalible hermosura. Nuestra intención es respetarla en su estatus de peligro de extinción, sin embargo, haciendo estricta obediencia a las guías turísticas que casi suplican no cortarlas. Sería un gran logro poder ver una de ellas y captarla con nuestras cámaras atrapando su imagen.
Camino a Vallenar se encuentra otra postal del paraíso: un mar ondulante de pequeñas flores amarillas y lilas que crecen prendidas a largas espigas oleando al viento. Un viento que ya circula tibio a aquellas horas, bajo el Sol que se asoma entre las nubes un tanto disipadas, cada vez más fundidas con el azul celestial. Vemos incluso algún solitario caballo que permanece pastando entre esta alfombra vegetal, suficientemente alta para cubrirle completas las estilizadas patas, viéndose así como si su cuerpo mutilado y espectral flotara sobre los prados.
Intento obtener las últimas fotografías del rollo, pero siento con horror mientras manipulo la cámara, cómo éste se corta dentro de la misma y me deja imposibilitado de sacarlo al aire libre y con la luz del ambiente. Eran, por supuesto, los días en que aún resultaba un lujo oneroso contar con una cámara digital como las que ahora son tan populares y accesibles.
Así pues, finalmente, luego de velar por accidente todo el rollo intentado rescatarlo, entro en un ataque de ira contra esta maldita cámara que tantos problemas me ha causado desde que la tengo y con particular crueldad durante este viaje. Monté en cólera y la destruí contra una roca que encontré entre las flores. La verdad es que la hice añicos, ante las risas nerviosas de mis acompañantes... Y unos minutos más tarde, quedaba abandonada dentro de una bolsa en la estación de servicio de la entrada a Vallenar. Fue el trágico y abrupto final de una difícil relación.
Son cerca de las 16:30 horas y sostengo casi como un juego cruel un trozo del lente de la destruida cámara, mientras observo a través de él este extraño paisaje en las riberas del río Huasco, camino hacia la costa del Pacífico… Un escenario vasto e imponente, sobre el cual el Sol deja caer sus rayos radiantes, aunque aún con lapsos de dificultad.
El sendero es sinuoso y a ratos en muy mal estado, aunque se percibe como un típico camino rural donde el asfalto nunca es extrañado durante un buen viaje. Por la tierra pasan corriendo esos mismos escarabajos negros que vimos poco antes, y son tan vistosos que intentamos esquivarlos cuando cruzan el sendero con su pequeña imprudencia, pasando temerariamente cerca de las ruedas del vehículo.
Hay algo de humedad allá afuera, y junto al río se elevan grandes cintas verdes con aspecto de juncos o totoras de ciénagas, como las que he visto también en algunas zonas de La Serena. Son suficientemente altas para tapar la vista del río abajo, cuyo escaso caudal permanece casi perdido dentro de este cañón que ha sido excavado por los millares de años en que ha corrido por él la corriente del Huasco, lleno de vida, y lleno de generosidad por la vida de otros.
Al llegar al sector de Huasco Bajo, pasando nuevamente por un caserío de calles parcialmente asfaltadas, nos desviamos hacia el Norte. Es la dirección en que, según suponemos con buenos argumentos, podremos encontrar algún ejemplar de la esquiva garra de león y otras de las flores más espectaculares de la temporada del Desierto Florido. A esas alturas, mi amigo Pablo hubiese vendido el alma al Diablo por una fotografía de la rojiza maravilla. Lo advierto por la obsesión con que la busca en el paisaje, inspeccionando cada rincón con la vista; esculcando fugazmente escondrijos aun cuando sigue atento a la conducción.
El camino hacia allá, sin embargo, es de aspecto mucho más rural y campestre que los anteriores. La civilización no parece haber llegado completa hasta esas zonas, a juzgar por las marcas del suelo, que se me figuran como de carretas viejas, tan viejas y tradicionales como las rejas de empalizadas que contornean la ruta a ambos lados.
Entramos a un sector entre los cerros aún sin volver a divisar el océano. A lo lejos, sin embargo, se ve una gran aglomeración de personas, vehículos y volantines. Nos asombra y confunde: ¿Qué será? Parece un espejismo causado por el aislamiento, sobre la altura de un pequeño cerro. Se veía cada vez más colorido mientras nos acercábamos, con muchas banderas chilenas, toldos pajizos y niños jugando, pero aún no identifico lo que veo.
- Es la Fiesta de la Pampilla en una versión local -me comenta Cristián mientras nos detenemos entre los innumerables vehículos que allí están estacionados-. Es la celebración más tradicional de las Fiestas Patrias por estos lados
- ¡Vamos, pues! –exclamo sorprendido- ¡Si hasta había olvidado que estábamos en plenas Fiestas Patrias!
Un gran tumulto entra y sale de los tendales instalados en el recinto. No obstante, la cumbia que suena desde sus ramadas y fondas está muy lejos de ser realmente folclórica, por mucho que se llene de banderitas chilenas en toda la decoración. Eso es muy típico de nuestra idiosincrasia, un poco hipócrita. Caballos, taca-tacas y el fuerte olor de los asados dominan el lugar; los niños corren jugando sobre los pastos que lo cubren todo, hasta donde da la visión, pasando entre las flores que pueden verse allí pues el lugar es más bien un momentáneo vergel gracias a la misma virtud de las lluvias pasadas que también llenó de flores el entorno. En lugar de este pasajero campo, además, encontramos miles de pequeños gusanitos negros que viven entre el pasto, como otra huella latente y palpitante de vida entre los reinos del Desierto Florido.
Ha sido éste el único sitio de nuestro viaje en donde verificamos que el hombre ha logrado superar en colorido al paisaje, y donde cientos de banderas y guirnaldas dieciocheras flamean con sus tres colores al viento atacameño. Las escarapelas se abren como flores de papel ante la mirada de un Sol de fiesta y festejo "a pasto verde", literalmente, para que los comensales bailen su cueca de zapateos mudos entre una y otra cumbia.
Estamos en Fiestas Patrias, por la huifa y ripios de caramba ay sí. Así que salud, entre los reinos de las flores… Nos hará bien esta pausa en el viaje.
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Caballos pastando entre el verdor de los llanos, en 1997.
AÑAÑUCAS Y VÍRGENES
En dirección al Norte que estamos tomando, ha de encontrarse en los mapas el curioso poblado de Carrizal Bajo. Según nuestros cálculos, el lugar nos saldría al paso más o menos hacia el final de la luz que podrá ofrecer este día al viajero. Queríamos poner los pies, además, en esa famosa caleta que tan conocida se hiciera en los años ochenta, cuando se descubriera en ella un espectacular desembarco de armas para grupos subversivos que se habían propuesto derribar por la fuerza al Régimen Militar, en un proyecto que fracasó de manera estrepitosa y por circunstancias aparentemente absurdas, según se ha sabido después.
Camino a este lugar se encuentran también unas cavernas naturales en la orilla del sedero principal. Este tipo de formaciones son relativamente corrientes en la zona, y fue justamente en una de ellas que los subversivos establecidos en Carrizal Bajo ocultaron las miles de armas rusas que habían ingresado al país. Las cuevas que se hallan al Norte del Huasco parecían formadas por derrumbes, y se veían bastante limpias e intocadas. Puede que sea extraño que haga esta última observación, pero de seguro si tales grutas hubiesen estado cerca de alguna gran ciudad, se habrían encontrado llenas de botellas vacías y probablemente hasta fecas humanas. Siempre es igual.
Frente a las cuevas rocosas de este sector se eleva una alta duna, sobre la que crecen las mismas flores que en todo alrededor, especialmente añañucas y terciopelos. Buscándolas entre los manchones verdes que brotan sobre las arenas y los muchos cactos, pasean mis dos amigos llegando hasta la punta de la duna. Parecen dos niños felices, tan alegres y entusiasmados como aquellos que acababa de ver en la pampilla dieciochera, de modo que debo gritarles en tono de reclamo para que bajen y aprovechemos la poca luz natural que nos queda para completar este tramo del viaje. Poco consigo, sin embargo: el embrujo del paisaje los tiene absortos por un buen rato más.
El camino va bordeando las playas de este sector, más allá, con tramos de costas casi vírgenes en aquel entonces, milagrosamente ajenas a la basura y la mugre de los malos viajeros, aunque calculo que no por mucho tiempo pues ya en esos días se planificaba la construcción y mejora de carreteras costeras que pasarían por allí, delineando gran parte del litoral nortino. Por mientras, esto parece el sueño de un expedicionario: las playas son paradisíacas, con atardeceres de cuadro al óleo. La marea se ve increíblemente calma, bajo un cielo de sueños en los lapsos crepusculares próximos a las 18 horas de la tarde.
Los colores más rojos aquí no son de garras de león, sino proporcionados por una exquisita variedad de la flor de la añañuca, de color escarlata y a veces naranja rojiza, que crece orgullosa y arrogante sobre el arena. Es llamada, además, flor de la sangre por razones que parecen obvias a la vista, aunque los científicos la identifican como la Rhodophiala phycelloides.
La tradición popular explicó por largo tiempo y a su modo la existencia de esta bella especie floral. Una leyenda dulcemente recogida y descrita por el investigador Oreste Path, dice que en el sector conocido como Monte Rey (hoy Monte Patria) vivía una hermosa princesa indígena llamada Añañuca, que se enamoró de un minero con alma de viajero que pasaba por el pueblo buscando un tesoro. Él también se encantó con la muchacha, permaneciendo a su lado hasta que, durante el sueño, un gnomo le reveló el lugar en donde se encontraba su tesoro perdido, tras el cual partió con la incumplida promesa de regresar a los brazos de Añañuca. Nunca sucedió esto, y la doncella murió de dolor y soledad, esperando. Los lugareños la enterraron y esa noche llovió torrencialmente. A la mañana siguiente, toda la región estaba tapizada de esas flores rojas que vuelven a salir al final de cada lluvia, subsistiendo por el resto de la temporada de las camanchacas. Son ellas: las añañucas, cuyo atractivo sólo es proporcional al sufrimiento que les dio el soplo de vida según este bello mito.
La alfombra floral llega hasta el borde de la playa, señalando el límite de las mareas. En ellas pueden verse todos los colores y formas imaginables de la flora que convive con la añañuca: campanas, estrellitas, chispas y escobillas de colores. Muchas también tienen la descrita costumbre de crecer entre los cactos, a los pies de las rocas y de los matorrales. No vemos, sin embargo, la garra de león. En su lugar hay, si no me equivoco, ejemplares de las flores conocidas como lenguas de loros o la Chloaea bletioides de los científicos.
A todo esto, ya me llama mucho la intención el que tantas flores del Desierto Florido tengan nombres con referentes zoomórficos, casi como lo hacían en estas mismas zonas las culturas Diaguitas y El Molle en la inspiración de las formas y alusiones de sus artesanías: pata de guanaco, mariposas de Los Molles, orejas de zorro, lenguas de loro, etc. Hay allí, quizás, algún ancestral impulso o un arquetípico recuerdo totémico de adoración zoológica, similar a la que se desprende de los cultos originarios.
Tal vez, todo esto no sea más que sólo el fulgor de inspiración de los hombres que han sucumbido a la grandilocuencia de la naturaleza, por estos reinos maravillosos.
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La hermosa flor añañuca, en imagen publicada por sindramas.cl.
ENTRE MAREJADAS NOCTURNAS
Y la garra de león, en tanto, ¿dónde está? Esta flor sí que se está volviendo inexistente, aunque me ha permitido un pequeño golpe de suerte: buscándola afanosamente en el borde costero, he encontrado por accidente un sitio en donde abundan los ejemplares del cacto copiapoa, la Copiapoa delbata o de Carrizal, de forma redonda como tambor y que crece a poca altura del suelo, con colores claros y espinas cortas. Está en serio peligro, tal como la misma garra de león, y -hasta donde recuerdo- sólo lo he encontrado antes con esta abundancia en un pequeñísimo tramo de la Ruta 5 Norte camino a Copiapó; en ninguna otra parte la he vuelto a ver con estas mismas concentraciones de especímenes.
Una de las especies de la copiapoa fue descubierta por Philippi, llevando su apellido. Como es el mismo descubridor de la garra de león, sentimos que, al menos "semánticamente", estamos cerca de ella. Su hallazgo fue hecho precisamente en el sector de Carrizal Bajo, por lo que nos aproximamos al escenario de grandes eventos científicos.
La noche cae más rápido de lo que hubiésemos creído, empero, y esta vez nos sorprende en un momento muy prematuro del viaje, cuando ya estamos llegando a lo que queríamos dar por destino de esta jornada. La oscuridad ya se ha posesionado de todo el paisaje exterior y de cada uno de sus rincones. Las olas revientan en la mediana distancia, susurrando un canto de brisas marinas que lleva miles de millones de años, sonando ininterrumpidamente en esos territorios perdidos, como una melodía de Génesis haciendo ecos eternos en las Eras del tiempo sin tiempo.
El pueblo, allí ante nosotros, tiene un aspecto terrorífico, aguzado por las tinieblas de Atacama. Parecía estar sumido en un apagón o algo parecido, bajo la oscuridad más absoluta, como si no hubiese iluminación pública alguna. Y no sólo eso: durante todo rato que paseamos por sus calles, no vemos personas, sino uno que otro perro asustado con la presencia de tres extraños.
Esto ocurre, por singular contrasentido, en dichas fechas de flores y festejos patrióticos. La razón se halla allí misma: la gente de Carrizal Bajo prefiere marchar en masa hacia el interior de la región, a celebrar las fiestas como mandan las ansias, dejando tras sí el aspecto de una caleta abandonada, con las ventanas tapadas y las fachadas de las casas irreconocibles. Sólo encontramos algunas almas al entrar a un viejo y oscuro almacén, para comprar algunas cosas y preguntar si, efectivamente, estábamos en Carrizal Bajo y no en un pueblo fantasma que durara sólo unas cuantas horas hasta antes de que vuelva a salir el Sol, o peor aún, en un delirio de nuestra imaginación alborotada por el cansancio y la estimulación floral.
Confieso que pocas veces he vuelto a tener una sensación tan extraña como la que experimenté allí esa noche, donde sólo el ritmo de las marejadas nocturnas interrumpido por los ladridos de perros invisibles e imaginarios llantos de espantajos, cortaban ese silencio funerario del pueblo. Su vetusta iglesia de belleza siniestra e intimidante marcaba la entrada a la caleta y desde su interior, con aspecto de antiguo monasterio olvidado por la humanidad, salían algunas luces de fulgor ígneo, como de velas o antorchas. Ni una sola figura de carne y hueso se observa dentro; sólo las ánimas incorpóreas del paso del tiempo y del aparente abandono.
No sé si sería por el estado de nuestros nervios y los engaños de la inteligencia perturbada, pero aquella vieja construcción se veía entonces realmente terrorífica, como una mansión habitada por espectros del recuerdo. Hermosamente temible, mejor dicho, como el escenario de un cuento de Poe.
Mientras recorremos este lugar arcano, nos encontramos de pronto en una superficie texturada bajo nuestros pues, como de minúsculos adoquines oscuros. Avanzamos por esa calle y llegamos súbitamente a la orilla de un negro océano. Alcanzamos a detenernos casi encima: un metro más nos habría costado una caída en esas aguas negras.
No sé cuánta profundidad pueda tener esa parte del borde costero, pero en la oscuridad la percepción varía y lo que es potencialmente peligroso adquiere dimensiones monstruosas de amenaza consumada, exageradas por la sobreexcitación de los sentidos.
- Nunca había sentido tan encima la noche –comentó en aquel momento Pablo, mirando la majestuosidad del infinito como si éste amenazara con desplomarse sobre nosotros. Mas, no tuve comentario para contestar su intento de iniciar una conversación y romper el tenso silencio.
Sin embargo, aquel episodio no sería lo más atemorizante que los asechaba aquella larga, larga noche de septiembre.
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Cuevas y grutas naturales al Norte de Huasco, por el camino costero.
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Añañucas amarillas que encontramos por las dunas del camino a Carrizal Bajo.
Para ir a la primera parte de este artículo, clic aquí. PERDIDOS EN LA OSCURIDAD
Volvemos con proa hacia la Ruta 5 Norte por el camino que bordea la Quebrada de Carrizal. Tendremos que recorrer unos 50 kilómetros, según conjeturo. Pero del sendero rural sólo encontramos los restos medio visibles de lo que éste fue alguna vez: durante el último invierno, continuos aluviones y barriales de infierno literalmente hicieron desaparecer el camino que, a ratos, se nos pierde de la seguridad de los focos y de la propia vista, incrementando la comezón de la angustia.
Seguimos en esta penosa pero extrañamente sugestiva marcha por largas horas. De cuando en cuando, un salto del camino permite que las luces alumbren al horizonte tan extraviado como nosotros: hacia la llana vastedad del paisaje, que se ve barrido por el desastre hasta donde llega el brillo eléctrico de nuestros focos.
No estamos en cualquier parte: esta es la zona cuyos terrenos debiesen pertenecer al Parque Nacional Llanos de Challe, otro de los vergeles paradisíacos y verdaderos símbolos del período de Desierto Florido, pero también escondido ahora de nuestra humana percepción entre las tinieblas nocturnas.
De vez en cuando, un pequeño riachuelo de aguas exhaustas cruza el camino -o más bien dicho, el sendero- de lodo seco que orienta nuestra ruta. Cristián baja constantemente del vehículo a verificar si nuestro inapropiado modelo de ciudad será capaz de cruzar por esos hilos fluviales, pues el camino ha llegado a un punto en que no puede ser peor, obligándonos a avanzar con una desesperante lentitud y redoblando las precauciones para cuidar la muy baja parte inferior del automóvil, expuesta a golpes contra los lomos de tierra y las enormes rocas que se nos aparecen como burlándose de nuestras ya suficientes aflicciones.
Mientras más recorremos, más claro nos queda la magnitud del desastre que aquí tuvo lugar, casi como un viaje hacia la intimidad más sombría y diabólica de la madre naturaleza, la misma que tiene el talento de llenar los desiertos de flores, por extraña paradoja de creación y destrucción simultánea. La oscuridad es tan grande que ya podemos asumir con toda seguridad que estamos perdidos, sobre todo cuando recuerdo las muchas veces el camino parecía bifurcarse sin señalización ni indicaciones, por lo que debíamos continuar confiando en nuestra ambigua e imprecisa intuición de viajeros.
Curiosamente, al tiempo de suceder esta extraña parte de nuestra aventura, la brújula que llevo siempre conmigo en los viajes largos estaba totalmente loca, girando sobre sí misma como lo haría un tocadiscos. ¡Ni el magnetismo terrestre está con nosotros!... Completamente abandonados a nuestra suerte, entonces.
Continuamos atravesando rocas y barro seco en la profunda oscuridad salpicada por manchones de cactos y flores ocultas en la vera de este sendero. Cerca de una hora más tarde, sin embargo, justo frente a nosotros, comienza a aparecer una imponente y reluciente Luna, lejana sobre las moles oscuras de las sombras de las altas montañas, revelando un paisaje arcaico, en una impresionante postal arqueozoica. Estamos bien y aliviados, sin embargo, pues su aparición frontal indica que nos dirigimos en dirección correcta hacia el Oriente, con el mar a nuestras espaldas. Algo de tranquilidad vuelve a la cansada tripulación de este pobre y sobreexigido vehículo cruzando los parajes atacameños.
Cada vez que bajo la ventanilla, confirmo que extraño ya ese olor de las flores que nos habían acompañado en la mayor parte de este día agónico. Veo entre las sombras algunas plantas más, como matorrales que han crecido sobre el barro seco, pero las flores aquí no se encuentran de manera tan fácil como en otros segmentos de nuestro viaje.
Creo adivinar mi encanto con tan lúgubres momentos: toda esta situación se me figura como estar siendo testigo de las primeras noches de la vida en la Tierra, y digamos que con un paisaje de otra época, de la Noche de los Tiempos para parafrasear a Lovecraft y a Barjavel. De hecho, hasta esa Luna medio asomada en espectaculares nubes doradas sobre el cielo nocturno, semeja un extraordinario paisaje antediluviano, en el que parecemos estarnos introduciendo como exploradores locos o suicidas.
No recuerdo ni deseo recordar cuántas horas más de seductora penuria pasamos en esa jornada, buscando retornar a la carretera y a la civilización. Es el precio que se paga, quizás, en el Desierto Florido: la cuota por el derecho a ver el paraíso con ojos indignos, con miradas profanas.
A ratos, la angustia nos crece como en la de esos extraviados en el desierto que se encuentran de bruces con un esqueleto calcinado y pulido en el suelo, en un anticipo de su inminente destino. Quizás, esa misma clase de señal o símbolo nos hizo el encontrar, junto al camino, las ruinas de lo que fuera antes una pequeña aldea o algo así, totalmente destruida ya, al punto de que mientras nos detenemos para mirarle iluminándola con los faros del vehículo, nos cuesta reconocer las formas de lo que alguna vez había sido una arquitectura organizada. Ese lugar debía ser Canto del Agua, un antiguo caserío usado como estación de la desaparecida línea férrea que bordeaba el mismo camino que ahora llevábamos nosotros y por el cual ya no se veían rieles ni durmientes, sólo memorias perdidas y fantasmas de la nostalgia esperando el paso del tren perdido.
Nada de vida se observa ya; ni rastros de civilización. Nada... Completamente abandonados, me repito en la cabeza una y otra vez.
Inesperadamente, a lo lejos y luego de mucho nuevo andar, vemos unas esperanzadoras luces distantes, presumiendo que se trate acaso de una ciudad o poblado. Al acercarnos lentamente, vamos cambiando de opinión y llegamos a pasar por su lado descubriendo que se trata de una enorme planta con aspecto tenebroso: un recinto con grandes y ruidosas máquinas que se mueven solemnemente en la lejanía, entre miles de luces propias. Sin embargo, lo hace como si todo allí estuviera automatizado, y no se asoma ni un homo sapiens en todo el sector. En los edificios, a través de las ventanas distantes, se alcanzan a ver los interiores vacíos, ausentes de toda silueta humana asomándose un segundo siquiera por ellas. El conjunto parece más bien una base extraterrestre, una ciudadela de ciencia ficción.
Los planos camineros nos confirman que trata de la planta minera Los Colorados... Y no sólo eso: ya estamos cerca de la Ruta 5. Un fluido intangible de alivio llena el interior de nuestro vehículo desde aquel instante.
Tras dejar atrás aquel consolador indicio de civilización, por fin encontramos la carretera y llegamos a la ciudad de Copiapó, el ancestral oasis de la epopeya minera argentífera iniciada por Juan Godoy.
Pese a la extenuación y el agotamiento, le hemos ganado a la inmensidad. Y, después de todo, esta complicada y angustiosa travesía nocturna ha sido también parte de las maravillas impensadas de este viaje.
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La esquiva y atesorada garra de león, también llamada mano de león en algunas zonas, en fotografía publicada en la página web de la Fundación R. A. Philippi. Denominada Bomarea ovallei por los científicos, ha sido depredada de tal forma por coleccionistas y malos viajeros que está en peligro.
UN CACTO MISTERIOSO
Volver a la urbanidad nos regresó también a nuestro tiempo, a nuestro mundo real, pero imbuido del fenómeno natural en el que nos hallamos como visitantes y peregrinos.
Era temprano ese bello día en pleno período Fiestas Patrias y la luz de la mañana nos revelaba que todo se hallaba vestido de una verdadera fiesta floral en la ciudad: los locales comerciales lucen enormes pósteres alusivos al fenómeno que observamos y en las dependencias de atención al público de la gasolinera hay cuadros fotográficos delicadamente enmarcados, con maravillosas fotografías de las variedades de formas y colores que ofrece el Desierto Florido, del que ya hemos sido testigos privilegiados.
Aquí en Copiapó, el período floral es más notorio incluso que el tradicional convencionalismo decorativo de las fiestas de la Independencia en que nos hallamos. Las flores han desatado en toda esta zona una verdadera devoción de fe. Son, además, el reflejo de la llegada de la primavera hasta aquella ciudad y región que tanto presume con su frase “donde el desierto florece”.
Esto parece más bien el ambiente de una gran fiesta o carnaval religioso local. La gente decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles, restaurantes y servicentros se llenan de imágenes ilustrando el fenómeno. Todo pareció adquirir colores nuevos: los azules se ven más azules y los rojos más rojos. Y todo cobra vida, de alguna forma: llegan esos insectos que parecen extraviados en la región y hasta los cactos en los cerros antes resecos de la zona aportan lo suyo, con magníficas florescencias rojas o blanquecinas, quizás de entre las más hermosas de todo el reino vegetal y que, entrando en verano, se convertirán en sus suculentos frutos, algunos apetecidos por su dulzor, como es el caso del llamado copao, muy popular en el Valle de Elqui.
Allá pues, entre nuestros turnos ocupando las duchas de otra estación de servicio, Cristián y yo caminamos hasta un local de recuerdos de la zona a unos pasos del sitio donde estamos aparcados. Es uno de esos típicos puestos de souvenirs para turistas, atendido por una mujer más bien joven y muy simpática que ofrece, entre otras cosas, artículos como minerales de la región, cristales naturales pulidos, llamas en miniatura y figuritas de bronce. Caigo tentado en el impulso de comprar un par de fósiles de las serranías de la zona: un trozo de madera petrificada y una blanca roca con huellas oscuras de lo que alguna vez fue una planta parecida a un helecho; quizás el equivalente a las flores que aquí crecían hace millones de años y que no necesitaban entonces esperar el paso completo de tres a cinco calendarios para ver la luz tras una temporada de lluvias.
Cristián compra algunas piezas de estas coloridas piedras pulimentadas y de tan hermosas tonalidades que, por un segundo, veo fugazmente en este viaje otra inesperada maravilla cromática pero que no está directamente relacionada con las flores. Sin embargo, a pesar de que la muchacha nos hace algunas rebajas mientras atiende a otros viajeros, advierto que mi amigo y cofrade se ha desmedido en sus gastos, quedándole sólo unos cuantos billetes para terminar el largo camino que aún nos queda. Creo que su probada fama de seductor y su necesidad de complacer con recuerditos de viajes a los corazones juveniles que le esperan en Santiago, están perjudicando su más delicado sentido de economía de andariego.
Hace mucho calor, y el cielo copiapino tiene un intenso azul. Es un buen estado climático para proponerse partir hasta el sector de Totoral, ilusionados aún en la posibilidad de contemplar flores aún más espectaculares que las observadas hasta ahora, algunas sumamente esquivas con los viajeros a causa de su peligrosa escasez.
La referida localidad se ubica poco más al Sur de Copiapó, pero alcanzarla debemos acercarnos nuevamente hasta las playas erosionadas por la hostilidad del clima cálido combinado con la frialdad de la Corriente de Humboldt. Playas rocosas y de aspecto prístino, ahora convertidas en vanidosos jardines gracias a la inclemencia de la cálida Corriente del Niño y sus lluvias generadoras de fuerza vital.
La etimología se enreda un poco en estas cosas. La versión oficial dice que los pescadores peruanos de Paita habrían colocado el nombre de "El Niño" al fenómeno de aguas cálidas en alusión al Niño Jesús, realizándose incluso procesiones al respecto... Sin embargo, es inevitable preguntarse si el curioso acontecimiento tendrá que ver más bien con alguna asociación a un niño orinándose tibiamente sobre aguas frías, como efectivamente sucede con esta corriente cuando transita por las aguas casi heladas del Pacífico y desencadena las precipitaciones que llegan a ser feroces y castigadoras. Alguna vez hemos escuchado esta misma versión de boca de un profesor.
Por otro lado, en Punta Totoral hacia donde pretendemos dirigirnos, tendremos que pasar necesariamente por la quebrada del mismo nombre. Allí se suponen refugiadas otras maravillas botánicas vistas por sólo unos pocos. Entre ellas están algunos de los últimos ejemplares del cacto llamado ñapín, pequeño pero hermoso, productor de flores blanquecinas también únicas en su atractivo. Está cerca de la extinción, encontrándose -según se sabe- únicamente en éste lugar y en la Quebrada de los Choros, entre otros puntos muy específicos de la región, casi en el límite de misma. Ambos sitios principales están separados por cerca de 150 ó 200 kilómetros, lo lleva a concluir que el pequeño ñapín, o Neoporteria napina de la ciencia, alguna vez fue relativamente abundante en todas estas comarcas ahora llenas de flores, aunque hoy esté en inminente peligro y reducido a sólo esas dos concentraciones territoriales aisladas entre sí.
Parte de la culpa en la tragedia del ñapín puede tenerla la mano humana combinada con su propia e inherente belleza, pues los coleccionistas de cactos a veces lo solicitan pagando altas sumas por él. Y yo, que también coleccionaba cactos en esos años, ni siquiera había visto alguna vez un ñapín y hasta tenía mis dudas de poder reconocerlo, pero podía al menos identificarlo en imágenes: semeja un minúsculo tambor armado por algo como una coraza de glóbulos como escamas verdes en su tallo, de cada una de las cuales explota una estrella de espinas cortas.
Tenía la fuerte esperanza de encontrarlo, en esos momentos… Y, felizmente, la suerte no me frustró.
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Un pequeño ñapín, en imagen publicada por fpa.mma.gob.cl. El bello cacto es otra planta nativa chilena amenazada por coleccionistas y por la destrucción de su hábitat.
PASEANDO POR EL EDÉN
Corre un viento atacameño suave y tibio, que mueve en interminable coreografía a las alfombras de flores fucsias que hay en todo este paisaje. Semejan un reflejo en el suelo de la misma danza perpetua de las olas, como si esa armonía se excediera del límite marino y pretendiera extenderse hacia tierra firme cumpliendo con algún extraño principio de energías naturales dominando estas comarcas.
Creo distinguir cómo aparecen entre ellas algunos grupos de pensamientos y lirios, no lo sé con exactitud, que también cargan de perfumes seductivos este ambiente idílico. Otra vez el paisaje nos atrapa y nos aplasta, como una enredadera trepadora apoderándose de una escultura hasta hacerla invisible.
Desaparecemos por entre estos escenarios florales como los conejos y palomas de un gran mago cósmico. Y constato allí, casi disuelto en este entorno, cómo han crecido verdaderos campos de terciopelos amarillos y anaranjados, que parecen las pinceladas de un óleo divino. ¿Cómo puede perderse este espectáculo la mayoría de los habitantes de este país ingrato y desagradecido, que prefieren salir a los balnearios de otras tierras lejanas desconociendo los pequeños y nada onerosos detalles con que contamos, como éste que tengo ante mis ojos?
El recorrido por el valle y sus costas cautiva por la elegancia rústica de sus praderas multicolores. Mirar estas postales en vivo es siempre como la vez primera: sobrecogen y provocan una potente inyección de asombro al alma.
Cristián cae en la compulsiva fiebre: la del fotógrafo eufórico. La había controlado un poco más que Pablo, pero no pudo resistirla más, y lo entiendo. Probablemente, si mi mala cámara no estuviese hecha añicos, estaría en el mismo frenesí por atrapar estas imágenes para el papel fotográfico. La mera memoria no basta para retener el golpe rotundo de encanto que acá se experimenta, entre los jardines del desierto.
Esta zona es básicamente de vastas llanuras en esta época floridas, como el Llano de Hornillos y el de la Jaula. La lejanía y placidez del horizonte acentúan más aún el embrujo de los paisajes, donde las llamadas patas de guanaco o doquillas, de hojas gruesas y carnosas que algunos ingenuos confunden con especies de cactos, elevan tupidas flores moradas desde pequeños roqueríos y manchando de a miles los vastos terrenos que se extienden ante la vista. La escena se pierde en la mirada hacia la cordillera de la costa, mientras algunos niños juegan con sus padres entre ellas, distinguiéndose diminutos en la distancia, como las figuritas de un diorama animado.
Junto al camino y hasta donde llega la vista, huilles violetas y azulillos comparten espacio con otras pequeñas florcitas semejantes a estrellas abiertas de color celeste, de aspecto muy frágil de cristal o porcelana, recordando esas flores intocables descritas en los cuentos de María Luisa Bombal. Se expanden en la perspectiva siguiendo las sinuosidades y caprichos de la geografía, destacando con su uniformidad las formas casi sensuales de la misma.
Unas plantas de hojas carnosas y de textura acerada se retuercen por el suelo con sus propias colecciones de pétalos. Otras minúsculas flores albinas salpican matorrales verdes como si fueran espejismos de nieve, acompañadas por una extraña planta baja cuyas ramas serpentean por el suelo rematadas en otra flor de cinco puntas, muy grande y puntiaguda, de un fuerte color amarillo que casi hiere las retinas. Hay más florescencias que ya he observado antes y en otras temporadas: crecen en las ramas izadas de alguna planta y comparten, simultáneamente, colores amarillentos y albos, pero con pétalos de una textura también muy delicada, parecida al más fino terciopelo o felpa. A sus pies, cubriendo las arenas en sus tupidos grupos, se alzan otras que se me figuran como un amarillento girasol enano, entre las alfombras de lila y blanco llenos de lisonja y orgullo.
La ruta a Totoral por estos colchones gigantes de flores, sale desde un lado de la carretera principal hacia el poniente. Es un camino viejo y rural que continúa bordeando la Quebrada de Boquerón y, mucho más adelante, la Quebrada de Totoral propiamente dicha. Muchos de los caminos que se desprenden de uno u otro lado de la carretera en este sector, lo hacen bordeando un río o una quebrada. Eso, sin embargo, resulta en un beneficio para el turista, el viajero y el caminante, pues es en torno a los hilos de agua, por pequeños que puedan parecer, que la vida se desarrolla en el bajo Atacama, exponiendo así sus más bellos paisajes.
Vemos unos burros que pastan tranquilamente abajo de la quebrada pantanosa, entre las plantas de tallos más altos. No sé de dónde salieron, pues hasta parecen ser el resultado de la misma generación espontánea que ha soltado escarabajos, abejas, saltamontes y hormigas por este desierto.
Allí, observando los animales en el agua, subí a una pared rocosa para lograr una mejor vista del lugar, y descubro de pronto que es una roca con mucha pirita dorada, esa que con mucha razón ha sido llamada oro de los tontos. Casi paso por tal... Casi. El Sol brilla con destellos similares a los de este falso oro, sobre los miles de granos incrustados en la blanca roca; una variedad ilusoria de flores, flores fantásticas, o bien flores de luz.
Pero aún queda viaje pendiente. Lo recuerdo de súbito, cuando escucho la voz de mis amigos exigiéndome regresar para retomar el viaje tras esta parada.
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Matorrales floridos en nuestro camino. Atrás, Pablo toma fotografías.
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Llanos de flores del desierto en imagen de "Chile a Color" de 1981, Editorial Antártica.
LA ALDEA DE TOTORA
La localidad de Totoral ha sido, por sobre todo, un sitio labriego pero siempre asombroso y enigmático, cuyo origen es tan antiguo que se pierde en la lejana oscuridad de tiempos precolombinos. Existe acá incluso un antiquísimo cementerio indígena, testimonio del increíble pasado que arrastra este misterioso lugar.
La abundancia de la totora que da nombre a este pueblo y a varias otras toponimias de la zona, se nota en la primera mirada a sus viejas, viejísimas casas y murallones de barro. Incluso los lugareños venden artesanía típica de la zona que -como se podrá adivinar- es principalmente de material de totora.
Una pequeña pero hermosa plaza nos obliga a acercarnos con un hechizo mágico y placentero, pues entre sus tupidos árboles que sin duda han crecido allí sin control, se alza al cielo maravillosamente azul una vetusta iglesia, de esas que parecen estar cayendo a pedazos con el retumbar de cada paso. Cerca de acá, además, una antigua piedra sacra consagrada a antiguos cultos indígenas, marca el sitio más ancestral de toda la aldea.
Es sorprendente la cantidad de puntos de atención que puede encontrar el visitante en unas pocas cuadras de este caserío de dos calles principales. Su subsistencia depende especialmente de las aguas que brotan de napas subterráneas alimentadas por los hilos hídricos de la quebrada... En cierta forma, es un pueblo con la fragilidad de las propias flores del entorno.
En tanto, Cristián comienza a tener los mismos problemas con su cámara que detonaron mi reacción final del día anterior. La máquina fotográfica que carga es de la misma marca que la que destrocé a golpes: de una compañía rusa ya desaparecida, famosa justamente por la mala calidad de sus productos. ¡Claro!, si pertenecía a los tiempos de la tiranía bolchevique, no cuesta imaginar al pobre e inexperto obrero que la construyó con la punta de un AK-47 en la cabeza mientras un matón le pone prisa.
En su esperanza de salvar el rollo evitando velarlo, Cristián pide que lo encerremos con su mala cámara en la oscura cajuela del vehículo, donde permanecería un largo rato tratando de rescatar la película, para guardarla a puro tacto dentro de un pequeño frasco negro. Pasamos las maletas y bolsos al interior, sobre los asientos, y cumplimos con su petición. Sólo esperamos que en este día tan caluroso, éste no sea su último deseo allí encerrado en el maletero de un vehículo.
Mientras él realiza su acto Houdini, Pablo y yo seguimos recorriendo algunas de las antiguas construcciones del lugar, empezando por la iglesia. Las paredes y hasta las rejas exteriores son de totora y madera; un pueblo que representaría la fantasía de un pirómano, quizás. Las calles están ligeramente decoradas con adornos alusivos a la temporada, pero casi se pierden entre la primacía de los colores grises y marrones del elemental paisaje urbano. Algunas banderas, sin embargo, se agitan al viento colorida y tranquilamente.
Según calculo por el aspecto de los mapas carreteros, el caserío está a la entrada de la Quebrada de Totoral, allí en donde se encuentran los cactos ñapines escondidos entre trincheras de flores. Ya hemos visualizado parte de la quebrada y de su cargado arroyo que, a ratos, deriva algún brazo hacia el camino muy básico que recorre esta parte de la geografía nortina. Sin embargo, acá se tiene la impresión de estar más cerca de una tierra de pantanos bajos que las cercanías litorales del Norte Chico de Chile.
Finalmente, regresamos al vehículo y sacamos a Cristián del portamaletas luego de completar un recorrido por el lugar. Sale de allí por completo sudado, medio asfixiado y enceguecido tras tanto rato cautivo de su propia desesperación, manipulando cámara y rollo fotográfico en la oscuridad. Empero, ha logrado salvar sus imágenes: un premio a esa paciencia y perseverancia suyas que yo, particularmente, no tengo.
La corriente de la quebrada está crecida, según confirmo mientras avanzamos por ella hacia el litoral, pareciendo más bien un río que nos escolta, permanentemente a nuestra derecha. En algún momento del camino, éste se interna en el cañón penetrando por una amplia boca de la quebrada, en otro de los hermosos cuadros paisajísticos que pueden verse en esta parte de la región tapizada de vergeles gracias al fenómeno de marras.
En una parada, me di tiempo para subir a otro pequeño cerro de la quebrada. Busqué intensamente algún cacto que tuviese apariencia del tan apetecido ñapín, pero no había ninguno a la vista… Nada. Sólo las flores alivian mi curiosidad.
Mi última esperanza de encontrarlo se esfumaba, pues la quebrada continuaba sólo hasta un poco más allá, disolviéndose con el terreno costero. Sólo habían grandes cactos de cerros y las flores de ensueño, mas no ñapines... Hasta temí que ya estuviese extinto, cumpliendo con los peores pronósticos que se han hecho sobre la especie.
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Totoral en septiembre de 1997, con banderas preparándose para Fiestas Patrias.
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Interior de la pequeña Iglesia de Totoral, como lucía en septiembre de 1997, pleno período del Desierto Florido. Su aspecto ha cambiado mucho desde entonces.
PEQUEÑA CONQUISTA
Penetrando más decididamente por la amplia abertura de la Quebrada de Totoral, se da con un camino tan pedregoso y poco visible que casi se pierde de la atención de quien lo transita. Y allá lejos, hacia el otro lado del sendero, alcanzo a distinguir también a otro grupo de peregrinos viajeros que nadan en el cauce de lo que ahora era más bien el río Totoral, considerando el volumen de sus aguas. Están junto a un vehículo todo terreno, pero dentro de un sitio de acceso tan difícil que realmente no me explico cómo llegaron allí. Ni soñar con intentar lo mismo en nuestro carro familiar.
El cielo sigue luciendo su semblante prometedor y despejado, salvo por unas cuantas nubes ligeras que no consiguen aplacar el calor solar. Sin embargo, el camino se vuelve progresivamente malo conforme nos acercamos hacia la costa. Al menos la vegetación floral de esta zona, coronada por plantitas de hojas rojas y flores amarillentas, alienta a continuar la travesía. Las acompañan esas flores compuestas de pétalos amarillos, y otras azules muy parecidas a los terciopelos, pero de otra especie distinta.
Sigo frustrado con el asunto del ñapín. La historia de la garra de león también se me repetía y eso no incitaba al mejor ánimo, digamos. Los momentos del viaje pasan como episodios de una maravillosa pero efímera historia con poco tiempo para escribirla. Momentos que, con toda seguridad, serán únicos y no volverán. La oportunidad de volver a salir tras estos tesoros naturales se hace distante y difusa, entonces: es ahora o nunca. Un titubeo más me costará marcar con otra nota de frustración parte de esta inolvidable aventura, hasta la próxima temporada de Desierto Florido.
Se acercan las horas del atardecer. El cielo azul va cediendo gradualmente al color crepuscular del fin del día y el Sol se sonroja otra vez. La percepción se va haciendo confusamente lenta y rápida a la vez, cuando se está en un viaje de estas características y en estas horas de tránsito. Todo depende de lo que vaya apareciendo por el camino. Por lapsos, así, el sentido del tiempo se perturba y se enmaraña.
Fue en la Caleta Pajonal, ya junto a las playas de arenas suaves, cuando caminé hasta el interior del camino costero observando las muchas flores del paisaje, entre las que sin duda destacan las hermosas añañucas ya comentadas. El mar resuena a mis espaldas y una suave brisa acaricia la piel con sensaciones simultáneas de calor y frío. Su repetición somnífera nos inserta otra vez en un ritmo secular de tiempos perdidos, arcaicos y primigenios… Esas épocas sin épocas.
Repentinamente, veo que entre las añañucas y casi a ras de suelo, crecían pequeños cactos globulados sospechosamente parecidos a los ñapines que busco... Al menos a los que he visto en fotografías e ilustraciones. Fue enorme la agitación que sentí al descubrir que se trataba de ellos, pero mermaba un tanto cuando me entraba la razonable duda de que la vista y el entusiasmo no me engañaran. Costó convencerse, pero era cierto: uno de los secretos objetivos de este viaje, aparentemente, estaba siendo cumplido pese a todas las posibilidades en contra.
Pequeños, tímidos, con un atractivo indescriptible y un misterio propio: así es esta especie vegetal. Efectivamente, la zona en que los encontré no está registrada en los catálogos ni las referencias botánicas de existencia del ñapín, de modo que he procurado mantener silencio de la ubicación precisa de este lugar y a ratos e intentado olvidarla yo mismo. Esto será un secreto entre el ñapín y yo; un juramento.
Me permití recoger del suelo un par de ejemplares que estaban en evidente mal estado y al borde de expirar, pues el viento y los pasos de los escurrimientos de agua de lluvia habían desenterrado varios de ellos, arrastrándolos y luciendo marchitos o moribundos junto a unos manchones pedregosos del suelo rocoso, donde les sería imposible sobrevivir. No interfiero la normalidad de la naturaleza ni desato progresiones de efectos en cadena como la mariposa de Bradbury, pero a varios de los ñapines desenterrados los volví a colocar en tierra. Me siento comprometido con esta planta. También dejo libre mi conciencia.
A partir de ese momento, dos pequeños ñapines, tomados de los moribundos que habían sido arrastrados hasta el borde del camino, continuarían acompañándome en el resto del viaje dentro de vasos plásticos a modo de maceteros.
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Revisando frenos y ruedas en la Quebrada de Totoral, ese año... Hoy me pregunto cuántos más habrán sido capaces de meter autos familiares como éste entre cañones y quebradas de Atacama.
LA PEREGRINACIÓN
Otra imponente quebrada suele aparecérsele en el camino al peregrino de las flores de Atacama. Semeja la marca hecha en seco por la punta de un cuchillo gigantesco sobre el terreno, por la zigzagueante mano de Dios. La única forma de pasarla es contorneándola, pero nos detenemos regularmente a observarla y fotografiarla sorprendidos.
A pesar de que, en mi caso, he visto este lugar en algunas postales o imágenes sin saber a cuál correspondía exactamente, no deja de asombrarme que estos espectaculares sitios se encuentren en mi Chile y sean tan poco conocidos... Quizá sea mejor que permanezcan así, aun cuando este relato saque risas en unos cuantos años más, desde el momento en que los insensatos hayan llenado estos sitios sacros de la geografía con trazados carreteros y autopistas licitadas.
Al final del largo y serpenteante cañón, brota una enorme extensión de tierras enverdecidas: jardines de los que sobresalen sólo dos misteriosos cerros o lomas gemelas… Dos peñones bajos, rocosos e idénticos entre sí, que parecen mirar el mar como dos enamorados congelados en su fascinación con la vastedad del atardecer nortino.
Y al costado de esta geografía única, se encuentra la hermosa Quebrada de Palmira, ese sublime enclave floral que tengo en una vieja fotografía que me acompaña, tomada de una publicación del Instituto Geográfico Militar en los años ochentas. Me emociona conocer, por fin, un lugar del que sólo tenía noticias por una imagen impresa.
Por el último tramo de playa nos observan algunas pocas familias o parejas que también han llegado a este retirado sitio como viajeros, acampando en un pequeño sector de arenas frescas, todos ellos con vehículos muy apropiados para haber arribado a estos parajes. De hecho, me parece que nos observan incrédulos de que hayamos podido llegar hasta acá en nuestro citadino automóvil, cargado a tope y con tres indolentes a bordo.
Sin embargo, la sombra del infortunio nos vuelve a atacar sólo unos minutos después, al comenzar a caer rápidamente la noche por esos terruños también de apariencia prehistórica e intocada.
Hemos tratado de seguir los infernales senderos señalados en el mapa carretero, desde Caleta del Medio por entre la llamada Sierra Pinuno y la Quebrada de Palmira que aún no lograba ver con claridad desde nuestra ubicación. Es muy sencillo describir en abstracto nuestro plan de avance, pero cuando nos encontramos de frente con una compleja red trazados apenas visibles sobre el suelo agrietado, toda la teoría se va por el resumidero. Creo que, exactamente como hacía un día atrás, nuevamente estamos en apuros... Perdidos. Esa es la palabra
Tras largas horas, la oscuridad vuelve a imponérsenos y ya no me queda duda alguna de que otra vez estamos extraviados por nuestra propia audacia y temeridad... ¡Y el mismo camino parecía tan sencillo en los mapas!
En un momento, al principio de esta parte del viaje, Cristián hizo detenerse a una familia que paseaba en un buen vehículo para consultarles si ésta era la orientación correcta para volver a la Ruta 5, a lo que respondieron positivamente. Sin embargo, con el pasar del rato nos hemos encontrado con varias rutas laterales y caminos derivados, marcados como insignificantes senderos polvorientos que pueden ser la diferencia entre seguir extraviados, extraviarse más aún o, finalmente, recuperar el camino. Y de la Quebrada de Palmira, mejor olvidarse. Se quedó atrás con las garras de león y el santuario de ñapines.
Ha avanzado la noche, y no puedo engañarme. Sabemos que estamos perdidos en tiempo y espacio, nuevamente. Otro vortex; un vórtice dimensional...
- ¿Cuántos kilómetros nos estaremos desviando? –pregunto, en un momento, pero nadie responde.
Cuando ya nos parece estar relativamente cerca de la carretera, un vehículo se aproxima en sentido contrario: una vieja camioneta que hacemos parar con casi desesperadas señas. Nos advierte su conductor que debemos seguir este mismo camino para llegar a la Ruta 5, nuestra salvación, y es lo que hacemos. Sólo entonces vuelve la tranquilidad a nuestro vehículo.
Salimos a la carretera encontrándonos en los últimos instantes de nuestro cuasi naufragio con varios otros vehículos que parecen proceder desde distintos lugares de la zona y que han enfilado por este sendero matriz, convergiendo allí como en un embudo.
Para nuestra increíble sorpresa, hemos salido al Norte de Copiapó, casi 20 kilómetros antes de su entrada septentrional, por encima del famoso paso de la Piedra Colgada con el enorme y amenazante peñasco que da nombre al lugar al costado del camino. Eso significa que nos hemos desviado más de 50 kilómetros de la ruta original, y por caminos fantasmales... ¿Era esto en verdad un vórtice, como bromeamos en algún instante de cansancio? Si uno quiere ser aventurero e irreflexivo, no puede hacer menos que acostumbrarse a este tipo de inconvenientes que son parte de la andanza. La noche sobre el paisaje agreste, nuevamente, me ha dejado en claro su poder y su dominio sobre nuestro destino.
Horas después, camino a Vallenar y casi en el cruce mismo de la carretera sobre el río Huasco, una patrulla de carabineros nos obliga a detenernos y le cursan una infracción a Pablo. En efecto, venía a exceso de velocidad, ganándose el primer castigo por infracción de su vida. No recuerdo a cuántos kilómetros iba, pero no era mucho por sobre lo permitido. Afortunadamente, lo tomó con humor y nosotros también: por un largo rato el ambiente se llena de burlas y chistes sobre su deshonrosa caída como conductor.
En Vallenar, en tanto, encontramos poco ambiente dieciochero al llegar. Bien por un lado, pero nos complica el hallar una ciudad tan lánguida y dormida en plenos días de fiestas.
Lo último que recuerdo de aquella larga jornada, es ver a Pablo jugando con un oso de plástico en miniatura que encontró de regalo dentro de un paquete de bocadillos chatarras, mientras se lamenta del parte que ha recibido hace sólo un rato.
- Bueno... -comenta en tono irónico y resignado- Por lo menos me gané un osito.
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Hermosa imagen de la Quebrada Corriente de Palmira, cerca de la Hacienda Castilla, publicada por "Chile a Color" de Editorial Antártica, en 1981. Por años, esta fotografía me sedujo e inspiró a viajar al Desierto Florido hasta que, en 1997 y llevándola con nosotros, por fin pude estar allí, aunque el sector de Palmira ya no ha vuelto a tener el esplendor de aquellos años y que se ve en la imagen, según nuestra impresión.
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Cerritos del sector de Palmira hacia la costa, tal como se veían en 1997.
LEJOS DE TODO
Por la mañana, asoma un día espléndido, con un Sol dorado acuñado sobre ese cielo permanentemente azul; azul intenso, como si el propio mar se hubiese invertido y derramado sobre la bóveda celeste.
El comentario obligado de este nuevo día siguen siendo las circunstancias de la multa que le han cursado a Pablo y una serie de bromas derivadas de lo mismo.
Poco más abajo de la localidad de Domeyko, en nuestra ruta, está el mítico caserío de Cachiyuyo, popularizado por el comercial televisivo de la publicidad de una compañía de telecomunicaciones y que acabó creando un dicho popular alusivo al pueblo.
Curiosamente, el pesado cartel de bienvenida a los viajeros en Cachiyuyo y que se lucía escrito en varios idiomas, había caído arrastrado por las mismas lluvias que hicieron florecer el desierto. Es un lugar típico de ese sector de nuestro país, por lo que sin duda está demás agregarle recomendaciones a los turistas fuera de las que ya tiene. Una vieja cancha de fútbol resecada por el Sol, una típica estatua de la Virgen María en la cima de un pequeño cerro (algo típico del Norte de Chile), más líneas férreas tan viejas que no se puede saber si están en uso u olvidadas, completan lo pintoresco de este sitio. Tengo tiempo de visitar corrales con llamitas lanudas y acaloradas, echadas a la sombra de verdes árboles de pimientos. Una calle larga atraviesa el caserío, al final de la cual se encuentra el famoso "teléfono" de la compañía que hizo rodar en el lugar ese comercial que permitió a los demás chilenos saber de la existencia de Cachiyuyo. En la distancia, con el ritmo acompasado y vibrante de la distorsión de las imágenes por el calor, se ve una gran bodega o estación abandonada de ferrocarriles.
No necesito decir que toda esta zona tampoco está ajena a la infinidad de maravillas naturales que nos han acompañado: poco antes de entrar a la famosa Cuesta Pajonales, por ejemplo, vemos nuevos matices de este paisaje espectacular que se ha apoderado del desierto. Miles de manchones amarillos se extienden hasta donde puede captar la vista sobre las floridas superficies de los alrededores, y al fondo, en la línea montañosa del horizonte, las copas de altos cerros parecen tragadas por la humedad de una nube densa y lenticular, con aspecto de ameba gigante engendrada quizás por los vientos costeros.
Más nubes comienzan a apoderarse paulatinamente del camino mientras ascendemos por la cuesta, al punto de que, ya en la altura, la espesa y fría niebla obliga a los conductores a continuar el trayecto con cautela, por la poca visibilidad y lo resbaladizo del asfalto que culebrea al borde de los precipicios. Esto permite, sin embargo, poner mayor atención a la increíble vegetación que se ha apoderado de las alturas del sector antes seco a morir, pero ahora con plantas rociadas y aspecto casi como de selva patagónica, esa de suelos siempre mojados en los bosques del Sur de Chile, inclusive con plantas parásitas que crecen como verdes telarañas sobre las otras. Y entre toda esta enceguecedora neblina, a la lejos, se ve un frío e inocente disco solar blanco, penosamente asomado entre la densidad vaporosa, hasta que comienzan a aparecer las coloridas tierras despejadas de más abajo.
Y ya cerca de la ciudad de La Serena, encontramos otra zona increíblemente bella, atravesada por la Ruta 5… Es extraordinaria, increíble e indescriptible. Si no sigo agregándole adjetivos, es porque ya he abusado demasiado en este texto con los sinónimos de la palabra hermoso, pero de veras lo son: aun para el más letrado lingüista, nuestro español tan rico en conceptos descriptivos quedaría caduco al intentar aproximarse siquiera al boceto de una belleza como ésa. ¡Ni siquiera las cámaras de fotografía y video con que contábamos en nuestro viaje fueron capaces de captar con fidelidad lo que allí había! La belleza natural simplemente había desbordado a las capacidades técnicas de nuestros artefactos.
Como he dicho, bastaría la existencia uno de los lugares como estos en nuestro viaje para justificar la totalidad de tan hermosa peregrinación de la flores de la primavera en el desierto. Cientos, miles, ¡millones!... Sí: millones de flores que se extienden en tapices enormes, divinamente grandes, de todos los colores imaginables, sorprendentes incluso para mí que trabajaba habitualmente con colores y tonalidades por mi profesión.
Flores celestes acampanadas, buscando el Sol en el cielo de la tarde, cubierto de una que otra nube intrusa y envidiosa. Otras azulinas y magentas, que me parecen lirios o algo así; fucsias, blancas con aspecto de estrellas, amarillas, anaranjadas... Campos enormes, arrancados desde el jardín de Dios o del patio del Diablo, ya no sé a estas alturas. Acaso se trate de nuestro “campo de flores bordado”, de los versos de Eusebio Lillo en la Canción Nacional.
Y entre toda esta maravilla verde y floreciente, algunos pequeños roedores silvestres corren asustados, mientras los insectos levantan el vuelo o emiten sus extraños cantos de cortejo desde secretos rincones, entre las plantas mecidas con la brisa de la respiración del desierto, hoy disfrazado de carnaval.
Algunos vehículos con más peregrinos se han detenido, y varios niños juegan entre las flores, mientras me pregunto por qué esta maravilla debe ser tan efímera, tan cruelmente efímera… Y luego me respondo que es precisamente por eso que estamos frente a una maravilla lejos del mundo vulgar y pedestre.
El olor de las flores agitadas por Céfiro de nuevo nos cubre por completo; se pulveriza sobre nosotros y nos impregna tiernamente, como lo haría el fuerte abrazo perfumado de la mujer amada. Usualmente, soy un alérgico a todo tipo de polen, pero la naturaleza del Desierto Florido ha sido generosa conmigo en esta temporada: siento así cómo esos aromas de la tierra emergen, encantan y seducen. Acarician los sentidos hasta adormecerlos sobre cojines de plumas forrados en seda.
Es algo casi curativo, sanador. Casi embriagador, también. Nos devuelve la vitalidad y hasta alegra nuestra existencia por el tiempo que dure el recuerdo.
¡Oh, mi Chile amado! ¿Cómo pagarte estos favores?
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Recién llegados al famoso teléfono de Cachiyuyo...
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En un aromático campo de flores de colores blanquecinos, cerca de La Serena. Cristián en el automóvil y yo atrás con una cámara grabadora.
PROFANO, UFANO Y MÍSTICO
Atrás quedó ya la obra maestra de la evolución y avanzamos de vuelta en la urbanidad. Unas horas más tarde, estamos en la famosa Recova, el principal mercado popular de la colonial ciudad de La Serena.
He decidido hacer una excepción a mi vegetarianismo de aquellos días, y pido una paila marina en uno de sus locales comerciales del complejo comercial junto a Pablo y Cristián, aunque debo recordarle a este último que ya está casi sin dinero por sus tendencias al derroche y así debe ser socorrido por nosotros con los gastos de estos últimos días de viaje.
Hace calor en esos momentos. Es otro día de prematura primavera o anticipo de ésta. Desde un cómodo y sombreado balcón con vista a la calle, saboreo mi plato sin quitarle los ojos al vehículo, pues el tipo que está cuidando abajo los automóviles de los clientes se encuentra tan borracho (celebraba, según él, que esa noche iba a tocar en la ciudad el grupo musical "Los Jaivas") que resultaba más un peligro que una garantía de seguridad. Lo veo pasar junto a sus demás colegas una y otra vez portando una botella plástica con el gollete cortado a tijeras, llena de piña picada gruesa y sumergida en un acuario de lo que parece ser pisco. En esta región principalmente pisquera, mucha gente bebe este destilado como si fueran bebidas gaseosas; equivale al vino pipeño en Cauquenes o a la cerveza en Valdivia.
A pesar de que La Serena no es una ciudad ruidosa, el sonido de la urbanidad daña un poco mis oídos, tal como el olor de la civilización lo hace a mi olfato. En los pasados días de aislamiento entre los campos florales del desierto, me habitué al ruido del viento, al aroma de las brisas pasando entre las flores. Las bocinas, los vehículos que transitan por abajo, la conversación de la gente alrededor, el ruido de los platos, los zapatos y los televisores son sonidos que se me han vuelto desagradables en estos pocos días. Los olores urbanos también: sin ser graves ni penetrantes, parecen agredir nuestra nariz aún adormecida por los vergeles florales.
Cuando nos vamos de La Recova, nuestro vehículo está rodeado por los ebrios cuidadores, aunque intentan mantener la compostura y la falsa rectitud al ver que nos aproximamos. Nuestro "encargado" está tan curado que no pudo recibir mi propina y terminó sólo unos pasos más allá vomitando litros y litros de esa cosa dulce que bebe tan alegremente, mientras los demás le observan risueños y algo avergonzados... Afortunadamente no soy escrupuloso, por lo que puedo aguantar la visión de un ácido y tibio "postre" como ése, sin afectar el recuerdo de la sabrosa paila marina que acabo de echarme en las entrañas allá en el segundo piso del mercado serenense que da hacia el lado de calle Zorrilla, donde -a unos cuantos metros- terminaba la época del famoso lupanar de Las Motores, todo un símbolo de la bohemia local.
Las carcajadas por lo sucedido en el estacionamiento nos duran bastante rato más. Marchando desde allí hacia la ciudad de Vicuña, al interior del Valle de Elqui, recordamos con insistencia al tipo y su catarata regurgitarte, con largas risotadas.
El camino del valle ha cambiado bastante desde el último verano, cuando estuvimos allí por vez anterior. Han avanzado enormemente los trabajos de la construcción del Embalse Puclaro, afectando todo el paisaje y cambiando de manera radical la fisonomía de estos parajes. Pueblos elquinos como Gualliguaica y los caseríos bajos cercanos a El Tambo desparecieron bajo sus aguas, debiendo ser trasladados fuera del perímetro del tranque. Tiempo más tarde, tras períodos de sequía, han vuelto a quedar al descubierto parcialmente algunas de sus estructuras ruinosas y fantasmales.
Al llegar a la casa de Susana, nuestra anfitriona del poblado de San Isidro, cerca de Hierro Viejo y al oriente de Vicuña, comenzamos a discutir quien grita el primer "aló" hacia el interior de la casa. Es casi una costumbre este debate en todos nuestros viajes. Ella sale con sus ojos entreabiertos, evidente señal de que dormía o reposaba al momento en que la imprudentamos...
- ¡No puedo creer que estén aquí! -nos comenta alegremente, aunque su rostro parece siempre afectado de una extraña expresión o rictus de melancolía.
Susana es una mujer adulta, pero con ademanes de alguien mayor aún. Luce una cabellera increíblemente oscura, negra como el azabache y sin ninguna cana, contrastante con una piel blanca y lozana, como la de aquellas representaciones de ángeles de las catedrales antiguas. Es, además, una mujer solitaria, silenciosa, extraña y a veces incomprensible, con quien habíamos formado lazos de amistad durante el verano, cuando nos mostró increíbles señales de generosidad y simpatía a pesar de que apenas nos conocía en esos instantes. Su desprendimiento hacia nosotros lo justificaba en la existencia de lazos espirituales que sólo ella comprendía y que aseguraba existentes entre todo nuestro grupo de amigos.
Pero hay algo más: Susana pertenece a alguna sociedad de orientación esotérica cuya identidad nunca hubo de revelarnos, aunque hizo algún esfuerzo por intentar acercarnos a sus creencias y a sus ideas exóticas, sin llegar a forzarnos o hacernos sentir incómodos. Convicciones en donde pretendidos extraterrestres son llamados maestros, un sabio misterioso es llamado águila y hasta dice tener contacto con un famoso mago de las tradiciones populares medievales. Muy atractivo... Muy tentador, y muy propio del tipo de cosas que uno suele encontrarse en el Valle de Elqui. Mas, todo resultó quizás en un rotundo fracaso, porque nuestro horizonte era otro, y cuando se cruzan cuerdas distantes, como en los planos interdimensionales de un cuento de Cortázar, el conflicto se desata: lo bello se vuelve burdo, lo divino se transforma en profano, y la grandeza se convierte en un desfile de liliputienses; lo que ayer parecía perlas pierde su brillo y lo que relucía como diamantes se vuelve cristales quebradizos.
Hela ahí, sin embargo, una Susana fiel a nosotros, inmensamente leal, a pesar de las distancias y las diferencias. Lamentable sería el que sólo una o dos veces más volviéramos a verla, superados por las realidades tan dispares y las circunstancias de este atomizante mundo, para perder todo lo que había entre ella y nosotros, en fechas posteriores. ¿Creerías que aún pienso en ti, mi amiga Susana, a pesar de que hasta reí de tus palabras más serias en la complicidad de mis amigos, a pesar de que no acepté tu ofrecimiento y a pesar de que sabía bien que mi camino físico y metafísico inevitablemente chocaría alguna vez contra el tuyo? ¿En realidad no sabías que esto iba a ocurrir, que las cosas iban a terminar así, y que es más peligroso jugar con el fuego de otros planos que con el fuego de esta dimensión, que quema, solamente quema?
El Desierto Florido fue escenario de nuestro último gran encuentro con Susana, pues los nexos comenzarían a decaer desde aquel momento, por infeliz suerte. Prefiero recordarla como aquella tarde en las riberas del río Elqui, quizás más por aquellas banalidades: con sus negros cabellos un poco revueltos por la siesta e intentando recobrarse de la sorpresa de vernos llegar volver tras ocho meses de ausencia. Es parte de nuestra epopeya por el reino de las flores del desierto.
Una pequeña higuera crecía en el jardín de Susana. Ojalá, algún día, florezca para ella esa misma higuera.
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Detenidos junto a la autopista. Cristián a la derecha y yo en el vehículo.
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Cerros del sector de La Serena, habitualmente rocosos y estériles, pero tapizados de flores durante el fenómeno, en otra imagen de "Chile a Color" de Editorial Antártica, publicado en 1981.
LA FLOR DEL ELQUI
Con Susana marchamos hasta el costado de los cerros de Vicuña, por el sector Norte, hacia donde parece emigrar todo el mundo acá en el fértil valle agrícola. Han instalado allá su versión local de la Fiesta de la Pampilla, en un paisaje carnavalesco muy parecido al que recuerdo haber visto en mi infancia en el Cerro Chena de la Región Metropolitana, con el famoso "Dieciocho Chico" de Fiestas Patrias.
Por aquellos cerros llegamos en algún día de febrero en nuestra primera visita a Vicuña, unos años atrás, intentando encontrar el lugar de un supuesto avistamiento de "platillos voladores" con aparición de alienígenas y todo. Nuevamente, otra típica historia de las que pueden escucharse en el Valle de Elqui, con su fama esotérica y misteriosa. Pero nuestra "expedición" acabó en una chabacanería absoluta, cuando eliminamos el peso de las cantimploras y las botellas de agua, poniendo en su lugar litros de pisco comprado a los convenientes precios de la zona, además de una improvisada pasada por un decadente bar campesino llamado “21 de Mayo”, para beber cervezas calientes y espumosas. Aún recuerdo la dificultad con que descendíamos totalmente mareados por los bordes de los secos cerros, casi como por un peligroso tobogán de tierra.
Hoy, este paisaje también está cambiado: enverdecido por las lluvias y tan lleno de gente, que se nos hace irreconocible con respecto a cómo lo vimos aquella bochornosa vez. Sin embargo, borrachos todavía hay allí y ahora por cientos: las ramadas tocan indecisas sesiones de cueca y cumbia; la gente pasea con jarros de chicha en las manos y, de cuando en cuando, aparece tambaleando algún ebrio terminal, próximo a desplomarse sobre el pasto.
Pese a todo, el lugar es tranquilo. Muchas de nuestras amistades están acá, casualmente casi todas ellas mujeres. Incluso nos encontramos con algunas amigas de Santiago, como aquella que llamamos simplemente Cota, que es visita frecuente de estos lados de la Región de Coquimbo.
Un círculo de gente conocida comienza a rodearnos, de este modo, mientras relatamos por ahora muy superficialmente algunas de las maravillas que hemos visto hasta hace sólo unas horas atrás. Sorprendente, constatamos que nadie acá ha salido a mirar los encajes florales que decoran la región desde sólo unos kilómetros más allá... ¡Nadie de los presentes!
Vuelvo a repetirme la sentencia definitiva que tengo como patrón de medición de nuestra extraña idiosincrasia: el chileno no tiene idea del país donde vive. Tan acostumbrados estamos a lo importado, a lo artificioso, que creemos que la belleza y lo sublime sólo puede hallarse en lo que se oferta como tal y no en lo que se busca. Por algo decía el jesuita Fray Manuel Lacunza en el exilio, ya en el siglo XVIII, que sólo pueden saber lo que es Chile “quienes lo han perdido”.
Por cierto, a estas alturas nuestro fiel y probo vehículo se ve inmundo y tiene un ruido raro proveniente desde uno de sus amortiguadores o de alguna parte de la suspensión, como si hubiese una pieza quebrada. En ese estado llegamos con él, un rato después, hasta la casa de nuestra amiga Carmen. Como su inquieta familia cambia de residencia con tanta frecuencia, cada vez que hacemos una visita debemos llevar un nuevo papel con un mapa o los datos del domicilio para ubicarla dentro de la ciudad. Como siempre, sin embargo, nos reciben allí amablemente, tal como lo hace Susana, pariente directa de Carmen.
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El fiel Nissan, esperándonos al Sol. Pablo al extremo derecho, yo más atrás.
NOCHE EN VICUÑA
Por la noche, hemos decidido estirar las piernas sin más vehículo de por medio y atravesamos el pueblo a pie, acompañados de nuestras varias amigas presentes. Asistimos a un pub de pretensiones turísticas ubicado frente a la plaza principal de Vicuña, ante la insistencia de nuestras acompañantes. Es una vieja casona de estilo colonial o algo parecido, arquitectura solariega bastante común en este lugar, cuyas viejas habitaciones han sido adaptadas para un lugar de reunión más juvenil.
Mientras bebemos unas cervezas y gaseosas, llegan más personas conocidas y de pronto, los tres somos el centro de la conversación de una larga mesa. Incluso nos observa desde otros sitios allí adentro gente desconocida, la mayoría de ellos motociclistas que ha llegado en caravana a presenciar fenómeno floral y que, literalmente, se tomaron Vicuña aquella noche con sus ruidosos motores. Su atención se debe a que ellos recién enfilan hacia la aventura de la que nosotros ya venimos de vuelta.
Nuestras amistades escuchan atentas los relatos y los intentos que hacemos por explicar las características de los lugares en donde hemos estado estos últimos días, entre reinos de flores mágicas, tal vez fantasmagóricos, cuales espejismos y Fata Morganas que por el resto del tiempo dominan esos territorios.
Habría pasado un rato cuando comienza a temblar el piso con una sonajera de percusiones que me ensordecen y me impiden continuar conversando. Con Pablo y Cristián nos miramos comprendiendo de inmediato la situación: es una de esas "batucadas" que ya comenzaban a ponerse de moda por esos días, con fantasías afros como la Capoheira y la Samba de performance, en uno más de nuestros permanentes períodos de aculturización. Desde algún lugar del local, alguien ha decidido colocar a estos percusionistas para amenizar el ambiente con una ola de tarros que no me permiten continuar conversando. A nadie de las otras mesas parece molestarle, sin embargo, lo que me demuestra lo lejos que me encuentro de ser el tipo de persona ideal para hacer de público permanente de estos lugares a los que no frecuento, no aptos para asociales ni misántropos. No puedo evitar recordar con nostalgia, allí mismo, las mesas cojas de "Las Tejas" de San Diego, donde comenzó nuestro viaje: ese salón por el que paseaba algún artista callejero como el Huaso Egidio con su viejo acordeón, o bien un básico grupo de cumbiancheros pidiendo unas monedas en un gorro al final de cada sesión.
Desde una mesa contigua, una mujer me observa constantemente. Es atractiva, rubia y de rostro delicado según logro ver de reojo, pero su insistente mirada comienza a incomodarme y a volverse desagradable a medida que pasan las horas. El peso de esas miradas es como un elástico que a uno lo tensa constantemente, obligándolo a volverse buscando la fuente. Diría que a estos lugares, la mayoría viene a buscar pareja, pero me parece que su interés también está en tratar de oír la aventura que estamos contando con detalles: nuestro viaje por las flores. De ahí las miradas atentas e insistentes.
La persona que nos atendió vuelve con una cuenta inflada. Nos cobran una botella de cerveza "fantasma", que nunca pedimos ni bebimos. Luego de un rato de discutir, me inclino indignado en mi asiento y arrojó un billete a la mesa haciendo saber con arrogancia mi molestia. Quien nos atendía se retira en silencio, de seguro fastidiado por mis comentarios y actitud, mientras Cristián observa risueño toda esta escena. Ésta es la señal que necesitaba para irme.
¡La Noche, los Reinos del Nox no se pueden gastar encerrados en un sitio sin magia, sin simbología, sin enseñanzas!... Para eso está en ataúd, al final de nuestros días. Meterse a él antes de morir es un acto vil y antinatural.
Terminamos la noche de recorrido por Vicuña y de repaso de nuestra reciente aventura, con la vuelta a la casa de Susana. Carla, una chica pálida, de largo pelo liso grandes ojos negros y muy cercana a Carmen, ha procurado estar bastante rato para estar sentada junto a mí durante esta noche y hasta se permite la iniciativa de tomarme la mano mientras caminábamos entre esas calles estrechas, delineadas por las viejas murallas de adobe que hay hacia Hierro Viejo, varias de ellas en ruinas, pasando entre caballos asustadizos arrancados desde algún corral y caminando sobre espigas secas crecidas a los pies de paredes de adobe.
Ya en la espaciosa casa de nuestra anfitriona, siento desde el living, mientras comparto un trago con Carla, cómo Pablo -algo pasado de copas, por primera vez en todos estos días- se agita y se ríe ruidosamente entre la gran cantidad de parras del patio, como si le persiguieran Cristián, Cota o los demás presentes en una alegre jugarreta.
Mientras tanto, Carla y yo permanecíamos en la hospitalaria intimidad de esa sala adornada con reliquias, antigüedades y con el ambiente de museo que tanto gustaba a su dueña, Susana… No crean que pasó algo audaz, por cierto, pero ahorraré detalles de igual modo. Todo esto era, quizás, consecuencia del romance ambiental de las flores del desierto que en ese instante impregnaban mi existencia.
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Fotografía mía con patas de guanaco en color morado, la variedad más abundante.
ADIÓS A LAS FLORES
Ya es la mañana del último día de toda esta travesía por un mundo paralelo de corta duración. Le doy uno de mis ñapines a Susana, mientras le cuento puntillosamente lo que fue mi camino para encontrarlo. Ella me dice algo extraño al respecto: una de esas confesiones suyas de las que uno no sabe si prepararse para echarse a reír en tono burlón o bien asentir con la cabeza en la complicidad de una profunda y comprensiva afinidad espiritual:
- Plantaré este cacto en un lugar especial. Los Maestros siempre me han dicho que debo colocar muchos cactos por los rincones de la casa. Son del tipo de plantas más receptivas y beneficiosas para un buen ambiente como el que necesito.
¿A quiénes se refiere con los Maestros? A veces, Susana me da señales de que se trataría de seres extraterrenos; y otras veces, de entidades mediadoras, inexistentes, ilusorias pero reales, habitantes del imposible y, sin embargo, están allí, donde no se las creería presentes. Serían, en tal caso, como las flores del desierto, o las legendarias flores de la higuera: milagros, maravillas que existen en donde no deberían. La duda será para siempre.
Nos despedimos afectuosamente, culminando nuestra breve visita al Valle de Elqui. Debemos partir ahora hacia la realidad, saliendo de este sueño floral para regresar al cemento y el asfalto capitalino.
Nos dicen adiós como si partiéramos a un largo e incierto viaje; como si fuésemos visitantes de otro mundo y de otra era, distinta al presente; a su presente. A veces creo que lo somos: quizás provenimos de una realidad tan distinta que el contacto con la de ellos asusta.
Carmen nos acompañará hasta La Serena, en donde estudia. Allá se despediría de nosotros emotivamente, obligándonos a prometer nuestro pronto regreso.
Una breve detención en la ya desaparecida tienda de papayas confitadas "Duncan", cerca de La Serena en el sector de Algarrobito, nos permite respirar por última vez los aires del valle del río Elqui. Es un lugar muy bello, decorado con armas antiguas y leones de piedra que reciben a los visitantes en un jardín secreto. Unos hermanos siempre atienden, entre las que se encuentras bellas muchachas de ojos negros y piel morena, con la típica belleza nortina, aun cuando nos han contado de parte de su ascendencia nórdica en tono de infidencia. Precisamente, una de ellas nos recibe aquella tarde.
Observamos al Sol de la tarde refulgente, reflejado sobre el océano. El mar se ve, así, prendido de un resplandor bruñido, como de bronce pulido. También ha florecido, en cierta forma.
Saliendo de Coquimbo hacia el Sur, el camino expone esos pastos verdes y claros, con matorrales y manchones amarillos y dorados que nos despiden de esta larguísima y demandante procesión.
El atardecer nos sorprendería cerca de Los Vilos, en un extraordinario nuevo campo de flores doradas, ahora de esas llamadas yuyos, que se extiende kilómetros y kilómetros a uno y otro lado del camino atravesando cercas de madera, caminos de tierra, arbustos y llegando hasta las faldas de los lejanos cerros. Un par de caballos con las patas perdidas entre las flores nos observan sigilosos, casi ocultos entre un paisaje amarillo como el de los cuadros de Van Gogh, particularmente la famosa obra titulada “Trigal con cuervos”. Camino allí por un pequeño sendero polvoriento, y me interno unos pasos en ese campo majestuoso, con millones de yuyos mecidos por la brisa crepuscular mientras comprendo que mi aventura ya se acaba, con esta obra inmensa de la naturaleza... Sensaciones inolvidables vuelven a quedar registradas en mi banco mental, acompañándome hasta ahora, mientras escribo estas palabras intentando retratarlas.
He ahí el final de un viaje; la conclusión perfecta para una peregrinación extraordinaria, mientras cae la oscuridad de camino hacia nuestros hogares, en Santiago.
Las flores volverán a los desiertos de Chile cada vez que el capricho de la Gran Voluntad desparrame sus lluvias sobre los desiertos más secos de la creación, y los peregrinos de las flores volverán a ellos buscando sus propias encrucijadas y revelaciones.
Pasaremos en el tiempo todos los que alguna vez estuvimos allí, en los jardines de Atacama, pero el Eterno Retorno se encargará de premiar la paciencia de los futuros viajeros una y otra vez, repitiendo este milagro de vida, de muerte, de espera y de resurrección. Y en nuestras tumbas, también de vez en cuando, alguien dejará algunas de estas mismas flores, reclamando el derecho a la eternidad: ese derecho que se ganaron las flores del desierto, al descubrir el secreto profundo de la eternidad cíclica.
Y como las flores, algún día nosotros también volveremos hasta allá, atrapados y empujados por la fuerza universal e imperecedera del desierto florido en la preciosa perpetuidad de la sinfonía del devenir.
Nació y fue bautizado como Eugenio León Hernández en 1924, pero la historia de la música popular lo tendrá para siempre en el recuerdo como Hirohito, su pseudónimo artístico; y también como el Viejo Lolero, apodo cariñoso que se le regaló por el título de su más famosa canción.
Crecido profesionalmente en un ambiente abundante en cuecas, cha-cha-chás y orquestas bailables tropicales de la vieja bohemia de barrios como Mapocho, Vivaceta, La Chimba y Quinta Normal, Hirohito consiguió fundar con sus cumbias cómicas un estilo de letras ladinas. Como sucediera también con sus contemporáneos musicales como Los Caporales o Los Perlas, y poco más tarde Los Huasos Cochinos y Los Hijos de Putre, su estilo pícaro e irreverente acabaría siendo escuela para muchos otros músicos de canciones graciosas y también de comediantes, en esos años en que el doble sentido era tal: doble sentido, y no el lenguaje explícito y directo de risa burda que es ahora, cuando parece haberse perdido ya ese genio pícaro en nuestra sociedad.
Este verano se cumplirán 5 años desde su fallecimiento, en febrero de 2010, así que vaya para él este pequeño homenaje y recuerdo que tenía pendiente publicar desde el propio día de su triste partida, y al que adjunto una lista de audios con sus más conocidas canciones al final de este mismo artículo.
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Hirohito en sus últimos años. Imagen del diario "La Cuarta".
EN LOS INICIOS
Este poeta bribón probó suerte en la música tras haber sido vendedor de zapatos, para lo que se alió a amigos instrumentistas iniciando así un proyecto que haría historia.
Hacia fines de los cuarenta, el grupo musical que más tarde sería conocido como Hirohito y su Conjunto formaba parte del circuito de músicos urbanos de Barrio Mapocho, específicamente en célebres fiestas callejeras y particulares que tenían lugar por La Chimba riberana y que hasta hace no mucho tiempo todavía eran recordadas por algunos de los antiguos comerciantes y vecinos.
Como él lo comentara en algunas ocasiones, sus primeras incursiones de divertidas cumbias bailables en vivo las realizó más específicamente por allí por vieja Plaza Borgoño (hoy Plaza Neruda), por el lado del ex Instituto de Higiene correspondiente al actual edificio de la Policía de Investigaciones. Si bien comenzó aporreando la batería de la banda acompañado de otros tres músicos y de bailarinas, no tardó en hacerse dueño absoluto del micrófono. Esta plaza y el sector completo están muy cambiados con respecto a esos años en que fuera usada como escenario de orquestas en vivo, al igual que el terreno del “Luna Park”, otro vecino ex territorio bohemio del pueblo y que se hallaba cruzando la avenida Independencia.
Aunque León aún no tomaba tan en serio su carrera en esos años, los vecinos ya le apreciaban y le invitaban a las fiestas que tenían lugar por entonces en esos clásicos barrios. Vio con ello eventuales proyecciones al grupo y comenzaron a presentarse en un boliche de calle Estado, donde un amigo le permitió tocar muchos años en su restaurante. Flaco, narigón y de grandes gafas, no le costó demasiado producirse una imagen que lo hiciera reconocible y le acompañara toda su existencia.
Después de las experiencias más callejeras y ya haciéndose un nombre, Hirohito profesionalizó su trabajo y adoptó para sí tan imperial apodo nipón, abriéndose paso en el medio. También realizó presentaciones por Vivaceta, en el entonces famoso “Bossanova” de la mítica Tía Carlina, el prostíbulo convertido en centro de eventos allí donde, según diría él mismo en una entrevista, había sólo “minas con manilla”.
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Casa donde funcionó el burdel de la Tía Carlina devenido después en el famoso club y boîte "Bossanova", en Vivaceta, poco antes de su demolición. Este lugar estaba asociado a los inicios de muchas bandas de la clásica bohemia santiaguina, como Hirohito y su Conjunto (fuente imagen: Revista El Guachaca).
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Hirohito y su Conjunto, en su época de furor del "El viejo lolero".
"EL VIEJO LOLERO"
Más tarde y por recomendación de un amigo abogado, Hirohito fue reclutado en el sello Sol de América para grabar las primeras pistas de sus muchas canciones hacia inicios de los años setenta, entre las que estuvieron algunas propias y otras prestadas como “Pajarillo, pajarillo”.
Asumiendo ya el alias que lo acompañaría por toda la vida, el avezado e ingenioso músico y su conjunto o “combo”, lanzó el pegajoso “Viejo lolero”, su más famosa canción también llamada impropiamente “Ula ula” y que decía en su letra inicial:
El que no baila es cola, el que no baila es cola, El que no baila es cola, el que no baila es cola
Ula ula, ula ula, aprende a bailar el ritmo de la pirula Ula ula, ula ula, aprende a bailar el ritmo de la tu-tula
La sencilla letra de “El viejo lolero” presenta también una estructura con juego de palabras en sentido “cochinón”, como le gustaba definirla a su autor, que ha sido usada después para las rutinas de músicos y humoristas muy posteriores (como el dúo Melón y Melame, por ejemplo):
Michupín y Michupai tocaban en una orquesta, Michupín tocaba el piano, Michupai la corneta.
Él dijo una vez, entrevistado en el diario “La Cuarta” del miércoles 6 de septiembre de 2006, que idea de escribir y componer el "El viejo lolero" le había surgido casi espontáneamente en una fiesta aburrida que intentaba animar, cuando gritó “¡el que no baila es cola!” para encender los ánimos del público y así todos se pararon y salieron al baile acusando recibo, especialmente los varones, rito que solía repetirse cada vez que alguien colocaba la misma canción en una celebración o encuentro.
El tema, que catapultó su popularidad, apareció en un disco single acompañado de una versión propia del “Ritmo de chunga” de Pérez Prado, y ha llegado a ser tan popular que todavía se canta y festeja en la cultura nacional. Incluso le valió al propio Hirohito el cariñoso apodo del Viejo Lolero, como hemos dicho. Posteriormente, la canción fue editada en formato LP con el tema de esta misma pieza como título, donde iban otros temas como "Barrilito", "Sácate el cocodrilo" y "Volaré".
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Portada del LP "El Viejo lolero".
LA ÉPOCA DE GLORIA
La orientación fiestera y para bailables del trabajo de Hirohito se reflejaba, además, en la gran cantidad de temas sin letra y exclusivamente instrumentales que grabó, intercalados entre las canciones con esas letras humorísticas que también tenían un fuerte acento jaranero y alegre en su ritmo.
En esta misma línea, otra célebre canción suya también grabada en esos días por Hirohito y su Conjunto, reconocible por lo ingenioso de la letra cantada con su aguardentosa y áspera voz, es sin duda “Me ando, me ando”, que cuenta -en el mismo juego de sílabas que permite las segundas lecturas o sentidos- la tragedia de un pobre tipo que sigue eterna y fatigosamente a su enamorada por todos lados, en secreto.
Usando este engaño estructural de palabras y frases de manera parecida al tema "Simeona" del dúo Los Caporales, decían Hirohito en sus primeras líneas:
Yo por ti me ando me-ando varias cuadras. Yo por ti me ando me-ando todo el día. Yo por ti me ando me-ando hasta encontrarte. Por tu amor me ando me-ando noche y día.
Me-ando por verte de tu casa a la mía. Me-ando el camino que lleva a tu trabajo. Me-ando pues no tengo plata pa’ la micro. Me-ando meando, todo el día me andaría.
Y a continuación, en el puente del coro:
Por eso que me-ando tanto, por ti tanto me andaría. Y me-ando todito el día, por tu amor yo me-ando tanto.
Hirohito siempre conservó el mismo carácter alegre y juvenil que reflejaban sus cantos en "El viejo lolero", "Me ando, me ando" y todo su repertorio. Tapó con él también sus penas, como la muerte de una hija, algo que nunca superó del todo y que hirió su alma para siempre, según reveló alguna vez en otra entrevista. Además, mantuvo su devoción por el vino, aunque más moderado que varios otros casos de hombres que pasaron por el mismo ambiente. Fue una compañía que tuvo toda la vida, al parecer, pues una vez confesó: "La única forma que tenía para bailar cueca era curado"; y también "me casé curado, si no me di ni cuenta” (Diario “La Cuarta” del miércoles 24 de febrero de 2010). Según él, se había excedido de copas de tinto en su matrimonio accidentalmente, de puros nervios.
Pero pasaron los años, y la popularidad comenzó a quedar atrás; muy atrás, desvaneciéndose con esa misma edad de bohemia y de orquestas de salones a la que había pertenecido su carrera… Devuelto al anonimato, su época parecía irremediablemente perdida ya, hasta que un increíble suceso lo devolvió a los escenarios.
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Don Eugenio nunca soltó el pandero... Imagen del diario "La Tercera".
EL REGRESO Y EL ADIÓS
Fue en 2000 que sucedió algo inesperado, a sus 76 años: comenzó a ser buscado e invitado a un programa de televisión, "Casi en serio" conducido por Leo Caprile, quien llamó ante las cámaras a que se presentara el autor del tema "El viejo lolero", que nunca había perdido vigencia y que a veces era usada como cortina en el mismo show.
Don Eugenio llegó hasta allá y fue saludado de inmediato por la audiencia televisiva, lo que literalmente permitió redescubrirlo en los medios pues el público más joven desconocía quién era la voz seca y raspada de esas populares canciones como “El viejo lolero”, “La vieja Julia” (con una famosa versión de Los Hijos de Putre), “Los zapatos nuevos” y otras por el estilo.
Recibió así una gran atención y muchos músicos nuevos lo reconocieron públicamente como su inspirador a partir de ese momento, como sucedió con la banda hardcore chilena Los Mox!. Comenzó a ser entrevistado por otros medios y se convirtió en una especie de icono de la cultura “kitsch”, realizando una famosa presentación en una fiesta de la Disco Blondie en 2006, donde fue ovacionado. Se volvió también figura del legendario guachaca, y fue homenajeado e invitado a cantar en vivo por la banda funk nacional Chancho en Piedra. Inconciente quizás de su propia popularidad según lo que han dicho algunos amigos posteriormente, Hirohito siguió presentándose en eventos y algunos programas de televisión, recibiendo siempre el cariño del público.
Además, en el mismo año 2006 recibió un reconocimiento de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor, otorgado por ser uno de los socios más antiguos de la organización, con más de 50 años contados. En la ocasión, la Sociedad le dio su galardón en una emotiva ceremonia donde también fueron reconocidos Lalo Parra, Valentín Trujillo, Silvia Infantas y el dúo folclórico Los Hermanos Campos. Y, poco antes de su partida, se había presentado especialmente como invitado en una fiesta del Teatro Caupolicán, siendo aplaudido y ovacionado por nuevas generaciones, que también le reconocían por su “El viejo lolero”, cual patrimonio viviente de la música popular y homorística chilena. Allí se despidió para siempre de su público.
Retirado gradualmente otra vez de las pistas tras este hermoso segundo aire, don Eugenio dedicó sus últimos años a cantar -pandero en mano- con algunos amigos y vecinos en un club de abuelos de su barrio cerca de San Pablo, en la pintoresca Población El Polígono de Quinta Normal, relativamente cerca de donde había tenido su casa-museo también Abraham Lillo, el Toni Caluga, lamentablemente siniestrada. La gente lo identificaba en las calles y festejaba con él ese nuevo tiempo de fama que le había reservado con gratitud la existencia.
Hirohito, el feliz animador de las noches que comenzara a construir su historia artística en los días de circo de la capital, falleció de neumonía en su propio hogar en la mañana del 23 de febrero de 2010, cerca de los 86 años. Murió al lado de su amada compañera y esposa de toda una vida, doña Felicia Parra.
Sus restos reposan hoy en el Cementerio General… Sus restos, recalcamos, porque si existe el Cielo, de seguro el alma de este querido y pertinaz viejo “cochinón”, nuestro Viejo Lolero, debe tener horrorizados a los santos y alborotados hasta el rubor a los ángeles, con su irreverente e hilarante cancionero de cumbias marrulleras.
Fotografía de la Pata del Diablo tomada en los años 30. Perteneciente a don Sergio Campodónico y publicada en la revista cultural "Dedal de Oro" del Cajón del Maipo, en la imagen se alcanza a apreciar el casi tercio de toda la "huella" que hoy permanece bajo el nivel del suelo.
Coordenadas: 33°40'6.04"S 70°20'55.82"W
En Chile existen varias formaciones con aspecto de huellas enormes sobre rocas, por alguna razón insistentemente llamadas de forma popular como Patas del Diablo. Conocemos casos en el sector de Las Chilcas cerca de Llay Llay junto a la autopista, uno reportado por el lado cordillerano de la zona de San Fernando y de Chimbarongo, en unas rocas de Peumo allá en el Cachapoal, otro en la cumbre del cerro Lonquén de Talagante, en la Piedra de la Pisada del Fundo Llancay de San Pedro y otro más en rocas cerca de Vilcún en Cautín.
Hay, también, ciertas huellas de dinosaurios que han sido interpretadas por la leyenda como pisadas del Diablo, en el caso de unas rocas de las que se habla por el sector de Villa Alemana y otras del camino de la Termas del Flaco, por ejemplo. Del mismo modo, hay otras Patas del Diablo en España, en América Latina, en Estados Unidos y distintos puntos del planeta.
La más importante de todas las nacionales parece corresponder, sin embargo, a la famosa Pata del Diablo ubicada en el Cajón del Río Maipo. Y aunque es sólo una de las varias leyendas alusivas a las correrías y presencias del demonio en este sector cordillerano de la Región Metropolitana, la famosa roca con el extraño estampado en forma de huella gigante representa allí a la principal de todas estas historias y fábulas locales protagonizadas por el Príncipe de las Tinieblas.
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Vista del sector de El Toyo, con la huella en color rojo junto al sendero peatonal.
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Vista hacia el otro lado del río, con el Puente Colgante sobre las aguas del Maipo.
UBICACIÓN Y ASPECTO
El sector exacto de la Pata del Diablo es en el costado de una curva del Camino al Volcán o Ruta G-25 de los planos carreteros, pasando unos 2,5 kilómetros del poblado de San José de Maipo hacia El Melocotón. Esto es, más precisamente, justo al lado del paradero 46-A de la locomoción colectiva, frente al Puente Colgante del Toyo que está más abajo sobre el río, correspondiente a una estructura de madera y cables muy rústica a la que se recomendaba pasar no más de 4 ó 5 personas a mismo tiempo, aunque actualmente se encuentra parcialmente cerrado al público y mal estado. El cerro principal que define el sector en la curva, además, es el Cerro Las Lajas.
También se trata de una vuelta peligrosa en la ruta, donde hoy es difícil encontrar estacionamiento pues hay sólo un más bien pequeño espacio tras el paradero. También se pierden un poco los accesos hacia un camping del río y al puente colgante, por la vera opuesta. Una maltratada animita recuerda justo allí, frente al paradero de la Pata del Diablo y cruzando la calzada, a un fallecido de nombre Juan Carlos Casanova Cáceres, desde principios del año 2002 y presumiblemente por alguno de los varios accidentes y desbarrancados que han sucedido acá. En fuentes como "Mitos de Chile: diccionario de seres, magias y encantos" de Sonia Montecino Aguirre, Luz Philippi y Diego Artigas, puede verificarse que antaño existía allí, junto a la Pata del Diablo, una pequeña peña adyacente a la desaparecida línea férrea.
La Pata del Diablo puede verse estampada en la roca junto a la caseta del paradero, contorneada por un pequeño senderillo peatonal. Con cerca de dos metros y medio de altura, aproximadamente, y situada en posición vertical, en verdad semeja las formas suavizadas de una colosal huella humana de pie derecho, con el redondo dedo pulgar especialmente bien impreso sobre la superficie, además del relieve correspondiente al arco de la planta. Sólo la zona de los dedos menores se ve un poco deformada, aunque en fotografías antiguas se distingue que antes era más nítida y definida, por lo que no sabemos si ha intervenido en ella la erosión o la acción humana. El talón, en tanto, hoy está oculto bajo la tierra de la superficie, a causa de las modificaciones en los niveles del terreno para la modernización del camino, quitándole cerca de otro metro a su tamaño y escondiendo un bulto en la roca que se halla justo abajo y que reforzaba el aspecto de una huella con desplazamiento de material, como de un paso que "resbaló" sobre el primitivo suelo antes que se endureciera.
Se ha dicho algo ya de estas curiosas concavidades, y se ha hablado de formaciones debidas a caprichos naturales, desde un lado más científico. Geológicamente hablando, se ha establecido también que nuestra Pata del Diablo está en un sector de antiguo sedimentación submarina e influencia de las acciones volcánicas. La roca granulosa donde se encuentra, de hecho, es relativamente frágil comparada con otras del sector, con cierta semejanza de una argamasa natural muy prensada y compactada, pero que puede descascararse o molerse con no demasiado esfuerzo.
Otros prefieren especular sobre intervenciones humanas, huellas de criaturas prehistóricas y popularmente hasta de supuestas pruebas de que una humanidad de gigantes habitó alguna vez la tierra, como sucede con el caso de la Huella de Dios petrificada en las colinas de Mpuluzi en Sudáfrica o las famosas secuencias de pisadas del río Paluxy de Texas. Algunos "emprendedores", además, en su afán de rastrear terrores fantasmales para ofrecer recorridos turísticos o propaganda de investigación paranormal, la asocian también al Túnel Tinoco del antiguo tren que pasaba por estos poblados hacia el interior del Cajón del Maipo, como si hubiese alguna clase de relación entre ambos puntos del camino, cuando en realidad dicho túnel se encuentra internándose varios kilómetros más por la misma ruta.
Sin embargo, verificaremos que la principal explicación del folklore y la tradición la asocia indivisiblemente a la presencia del Diablo en los dominios del misterioso y atractivo alto Río Maipo.
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Nuestra época juvenil, entre amigos ejecutando parodias de ritos en la Pata del Diablo y haciendo sorna de la Fiesta de Halloween. Imagen del año 1997-1998. En el fondo, con estas reuniones intentábamos dignificar un poco este sitio ya entonces bastante maltratado por vándalos del graffiti y del tag, como se observa en la fotografía.
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En uno de esos mismos encuentros. Nótese el enorme tamaño de la figura de la "huella" con relación a mis amigos allí presentes, considerando además, que una parte de ella se halla oculta bajo el suelo desde los trabajos de mejoramiento de la ruta hechos hace unos 30 años.
LEYENDAS DIABÓLICAS
Desde que se fundara la Villa de San José de Maipo en 1792 por el Gobernador Ambrosio O'Higgins y comenzaran a establecerse los primeros poblados urbanos a principios del siguiente siglo, se ha tenido mucho tiempo para explicar a través de la imaginación y la fábula mezclada con temores y misterios, la presencia de misterios locales cajoninos, como esta extraña huella junto al antiguo Camino al Volcán de los antiguos arrieros, carreteros y viajeros que iban desde o hacia territorio argentino. De seguro, en algún momento, acabó sirviéndoles de indicación o de hito en la ruta.
Según la creencia que comenta en breves líneas Oreste Plath en su "Geografía del mito y la leyenda chilenos", por ejemplo, se cuenta en la zona que la huella habría sido impresa allí por el Diablo cuando dio un paso con salto apoyándose en esa roca al pasar, de un solo tranco, por encima del Río Maipo.
Image may be NSFW. Clik here to view.Otra leyenda más detallada cuenta que llegó hasta el pueblo de San José de Maipo u otro cercano, el mismísimo demonio disfrazado de un seductor y elegante hombre vestido de negro, que causó de inmediato curiosidad entre los habitantes de la zona. Comenzaron a correr rumores sobre sus capacidades de provocar muertes a distancia y hacer caer mujeres en sus bajas pasiones, quedando siempre impune en sus fechorías, hasta que fue sorprendido tratando de abusar de una joven monja hija de una influyente familia (según algunas tradiciones, hija del alcalde, patrón o de un benefactor local, depende de la fuente) y de la que estaba prendido de amores, en un cercano convento de clarisas o carmelitas en El Toyo (también varía según la versión). El Diablo había ido allí de visita o bien pidiendo alojamiento por una noche tempestuosa. La madre superiora o un sacerdote a cargo de la sede religiosa lo reconoció en el acto cuando escapaba, rescató a la muchacha de sus garras y expulsó al siniestro intruso valiéndose de rezos y de agua bendita, obligándole a retornar a su verdadera forma de gigantesco demonio, en cuya huida dejó estampada una huella al saltar hacia la otra ribera del Maipo por encima de donde está ahora el puente colgante, y así escalar los cerros del borde en aquella noche de tormenta, rayos y lluvia.
Una tercera leyenda es menos optimista y más sencilla, asegurando que el Diablo simplemente irrumpió en la casa de las monjas y secuestró a una de ellas, muy joven, de la que estaba enamorado y que venía acosando ya tiempo, dejando así sus repulsivas patas marcadas en el borde de cerro durante su escape nocturno con la cautiva, de la que nunca más se supo. A veces se agrega el detalle de que era una monja vinculada al servicio religioso en la casona del Hospital San José de Maipo, que se levanta majestuosamente sobre el pueblo en el borde de las laderas.
Hay una variante de la leyenda, comentada -entre otros- por Félix Coluccio y su hija Marta Isabel Coluccio en el libro "Presencia del Diablo en la tradición oral de Iberoamérica", según la cual la huella fue dejada allí por el Diablo para dar un salto sobre el río cuando escapaba de la luz del día, luego de concertar un encuentro para el que fue invocado pero que, finalmente, resultó burlado y engañado.
Más detalles de esta última historia son publicados en la revista cultural "Dedal de Oro" del Cajón del Maipo, en el otoño de 2012, por don Humberto Calderón Flores. Dice allí que unos trabajadores le solicitaron al Diablo hacer un puente (la leyenda se refiere al puente colgante) y que éste les pidió sus almas a cambio, además de ofrecer una barra de oro puro en la transacción. Sin embargo, los obreros cajoninos lo engañaron reclamándole ladinamente que no era oro de verdad, a la hora de saldar las cuentas y recibir la barra. En la discusión, ellos dieron golpes a la barra con el filo de un hacha intentando "demostrarle" al señor de los avernos que el material no era oro; empero, hicieron las marcas formando una cruz, símbolo ante el cual el Diablo se espantó y debió salir corriendo despavorido y furioso, dejando por accidente su huella frente al lugar de los hechos.
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La Pata del Diablo junto al camino. Al fondo, el río Maipo.
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La Roca de la Pata del Diablo tal como se observa hoy.
UN ATRACTIVO DESDEÑADO
Mal implementada, con nula información sobre estos mitos y pésimamente señalizada está la Pata del Diablo en nuestros días, a pesar de ser (o debería ser) uno de los principales referentes turísticos de este tramo del Cajón del Maipo y muy especialmente del poblado de San José de Maipo, existiendo un importante camping y piscinas con el nombre de la misma roca más abajo, cerca del río.
Al otro lado del mismo río está una medialuna de rodeos, rutas de cabalgatas y el Fundo El Toyo, por lo que los atractivos turísticos sobran a pesar de lo escasamente potenciado y lo desdeñado que se aparenta este lugar, aunque los cajoninos por años se han enorgullecido de esta extraña presencia diabólica, difundiendo su leyenda y hasta escribiéndole canciones populares. Además, los cambios del terreno y el crecimiento de pequeños árboles continúan tapando parcialmente la enorme huella.
Tengo asociado este sitio a travesuras de juventud, con mis amigos de toda la vida. Solíamos visitar la Pata del Diablo en nuestras frecuentes aventuras hacia el interior del Cajón del Maipo, hacia el sector del embalse y de las termas, además de cruzar a pie el puente colgante cuando estaba totalmente abierto. A partir del año 1997, parodiando la impostora Fiesta de Halloween que la publicidad ya se encargaba de meter en la imitación nacional de esos días, solíamos ir hasta la roca con velas, cálices de utilería y libros de fantasía para invocaciones, simulando un absurdo y bizarro ritual nerd de medianoche para "pedir mala suerte y desdicha", acompañados de jarras de vino blanco y las lecturas burlescas de las letanías infernales de los textos de San Cipriano, mientras la gente que pasaba por el lugar a pie o en vehículos nos miraba intrigada y algo asustada. Irónicamente, en nuestros días una empresa de turismo cultural ofrece un tour equivalente a algo así como un Halloween alternativo para aquella misma noche por el Cajón del Maipo, que incluye una visita a la piedra de la Pata del Diablo y un paseo por ésta y otras leyendas de la zona.
Con el correr de los años, la llegada de la madurez y los distanciamientos geográficos entre nosotros, la cofradía de la Pata del Diablo comenzó a ausentarse a sus ritos anuales, hasta que estos se extinguieron. Fuera del chiste, sin embargo, era cautivante la escena de la Pata del Diablo iluminada por nuestras velas al pie de la roca aquellas vísperas del Día de los Muertos, sacándola de la permanente invisibilidad nocturna sólo reducida en las noches de Luna llena. Nunca he sabido de alguna clase de iluminación que se le haya instalado a la misma, por cierto, y a decir verdad, desde entonces sólo la he visto seguir deteriorándose y perdiéndose.
Alguna vez escuchamos que fue en los años ochenta, producto de los controles y minuciosas precauciones tomadas en la ruta de las caravanas militares hacia la casa presidencial de El Melocotón, que la Pata del Diablo fue perdiendo atención turística. Sin embargo, en los últimos años también ha seguido mermando su importancia, como se refleja en las señalizaciones carreteras y en la propia toponimia. Por inapropiada decisión de las autoridades locales, además, desde los noventa se insiste en repintar toda su concavidad con colores rojizos que, en nuestra opinión, afean y dañan su textura rocosa original que antes era sólo espolvoreada de blanco o gris para hacerla más visible, aunque esto se hace también porque muchos insensatos pseudo artistas de la pintura aerosol suelen pintarrajear constantemente la atractiva figura de piedra. Como las brochas de pintura cubriente no se han ceñido estrictamente a la forma de la huella en la pared rocosa saliéndose de sus márgenes, esta intervención altera la percepción de sus verdaderas líneas y de su parecido original a una huella humana.
Una buena implementación turística con bancas, estacionamiento, señalización, más la restauración de la roca, incorporación de vigilancia y quizás hasta alguna caseta de venta de recuerditos dedicada especialmente al sitio, podría darle a la Pata del Diablo un destino y un futuro mucho más promisorio dentro del Cajón del Maipo, y de mejor semblante que las leyendas diabólicas sobre presencia en este lugar.
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Acercamiento a la "huella".
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Detalle del la marca interpretada como dedo pulgar del pie.
Hoy es el llamado Día de la Adoración de los Reyes Magos o Pascua de los Negros, denominado así porque en él se les permitía celebrar carnavales navideños a los esclavos negros y a mulatos, en tiempos de la América Colonial. En la tradición cristiana, se conmemora la llegada de los Reyes Magos de Oriente hasta el nacimiento de Belén con los regalos que reconocían al Niño Jesús como el Rey de Reyes e Hijo de Dios anunciado por los profetas bíblicos.
Sin embargo, en la memoria de los territorios de Tarapacá la fecha guarda relación con un singular suceso histórico ocurrido en los tempranos años de las repúblicas del continente y cuando dichas regiones aún pertenecían a Perú.
Francamente, creí por largo tiempo que la historia que comentaré aquí debía ser sólo un mito heroico o un “gol” metido en la narración histórica, aunque por entonces no conocía todos los antecedentes de esta epopeya, como ciertos datos que pude obtener allá mismo gracias a investigadores independientes de Iquique, entre los que está don Iván Navarrete, a quien conocí durante una de las fiestas de La Tirana de los últimos años.
Una descripción de los hechos la hace también Mario Portilla Córdova, del Centro Cultural Mural Pampino. Pero quien más detalles entregó en su tiempo fue, sin duda, el prestigioso escritor y tradicionalista peruano del siglo XIX don Ricardo Palma en su bello trabajo "Tradiciones peruanas", quien parece ser la fuente base para todos los que han recordado este episodio, aunque es justo decir que gran parte de su historia está reconstruida sobre un documento anterior: el relato que se hace de estos mismos acontecimientos y cuando recién habían sucedido, en el diario “El Peruano” del 22 de enero de 1842.
En efecto, la historia puede sonar tan curiosa e interesante que hasta parece brotada de la imaginación o del enaltecimiento desbordado al que muchas veces induce el relato y la memoria de acontecimientos con connotaciones heroicas y patrióticas.
El milenario escenario del oasis de la Quebrada de Tarapacá.
LA GUERRA PERÚ-BOLIVIANA DE 1841-1842
En la agitada historia militar del poblado de San Lorenzo de Tarapacá, en la quebrada del mismo nombre al interior de la Provincia del Tamarugal, hubo una ocasión en que las fuerzas bolivianas invadieron estos territorios dando un contragolpe al vecino y con el propósito de apoderarse de Tarapacá, Arica y Tacna, situación que fue contrarrestada por el alzamiento armado de los pobladores tarapaqueños que resistieron el intento de dominación, y que ha aportado a la historia del pueblo un pintoresco acontecimiento que se agrega a la maciza vanidad localista, que ha sido alcanzada por varias guerras.
El contexto de este conflicto fue la Guerra Perú-Boliviana de 1841, que habría tenido nefastas consecuencias territoriales para el país peruano de no mediar su fortuna hacia los últimos momentos, tanto a nivel bélico como diplomático.
Había sucedido que, tras la gran victoria de las fuerzas chilenas en los campos de Yungay en Perú contra las huestes del “protector” boliviano Mariscal Andrés de Santa Cruz, el 20 de enero de 1839, se puso fin a la Confederación Perú-Boliviana y el Ejército de Chile, dirigido por el General Manuel Bulnes, regresó un tiempo después hasta nuestro país. Sin embargo, las tensiones entre peruanos y bolivianos estaban por aflorar en esos mismos días.
El principal aliado local de los chilenos en Yungay, el Mariscal Agustín Gamarra, regresó a la Presidencia de la República tras el conflicto, recibiendo el mando de manos del Consejo de Gobierno ese mismo año. De inmediato, las hostilidades entre los ex aliados del desaparecido Protectorado comenzaron a arder de la misma manera que había sucedido en los enfrentamientos de 1828. Y así, con Gamarra a la cabeza, los peruanos se lanzaron en la audaz y delirante aventura militar de invadir Bolivia, en octubre de 1841. Una de sus motivaciones era la de intentar “reponer” al país altiplánico -surgido de la antigua Audiencia de Charcas- en el territorio del ex Virreinato del Perú, como lo había estado hasta 1776, cuando pasó a ser parte del Virreinato de Buenos Aires.
En esta desmedida intrepidez, Gamarra no sólo encontró la derrota de sus ejércitos, sino también su propia muerte en la Batalla de Ingavi durante el mes siguiente. Peligrosamente expuesto Perú y con eficaces contraofensivas bolivianas que ocuparon desde Moquegua hasta Tarapacá, fue Chile el país que logró intervenir diplomáticamente como mediador entre las partes, pudiendo volver la paz a los vecinos con la firma del Tratado de Puno de junio de 1842.
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Restos de los arcos coloniales del edificio de gobierno provincial de Tarapacá, cuando aún estaban en pie. Estas arcadas y columnatas terminaron derrumbadas en el catastrófico terremoto del año 2005.
INVASIÓN DE TARAPACÁ
Justo en ese período en que Bolivia se cobraba su revancha tras la derrota peruana, hacia el mes de diciembre siguiente al desastre de Ingavi, llegaba hasta la indefensa Tacna la Segunda División del Ejército boliviano bajo mando del Coronel Rodríguez Magariños.
Fue tal la facilidad con la que el militar boliviano pudo ocupar esta ciudad que, tras llegar a Chamiza el primer día de 1842 y con sólo cien hombres al mando del Coronel José María García y del Comandante Luis Mostajo, enviaron en misión secreta hasta el poblado de Tarapacá, que por entonces era la próspera e importante capital provincial, al Teniente Hilario Ortiz, con la instrucción de verificar la situación defensiva del lugar. Allí fue descubierto casi al instante y apresado por el Subprefecto de Tarapacá don Calixto Gutiérrez de la Fuente, pero Ortiz tenía instrucciones precisas de que si este impasse llegara a sucederle, debía ofrecerse de inmediato en el rol de parlamentario y persuadir a las autoridades peruanas en la quebrada de rendir toda la provincia a Bolivia, en vista de que sería imposible una defensa tarapaqueña contra los invasores, pues entre todos los vecinos apenas habían logrado reunir 5 escopetas, 3 pistolas y 2 sables .
El Subprefecto Gutiérrez de la Fuente, viéndose impedido de resistir la invasión, procedió a notificar una protesta a la jefatura militar boliviana y le anunció a regañadientes que se retiraba del poblado por carecer de material para poder sostener su defensa, pero llevándose prisionero a Ortiz por no haber cumplido ante él con los mínimos protocolos correspondientes a un enviado parlamentario. Seguidamente, salió a toda marcha hacia el entonces pequeño caserío portuario de Iquique, dejando sólo el polvo sobre los habitantes en total incertidumbre. Tarapacá quedaba, de esta manera, abierto la ocupación.
Así las cosas, el Coronel García invadió el poblado el 3 de enero de 1842, ocupando la casona administrativa sede del Cabildo como cuartel. Desde allí proclamó para los acongojados tarapaqueños un extraño mensaje que casi suena a sarcasmo inaudito:
“Los bolivianos traemos en una mano la paz y la otra en el olivo” .
Acto seguido, dirigió un oficio a Gutiérrez de la Fuente que ya había llegado a Iquique en el día anterior, donde le rezaba este insólito rosario que echaba por tierra la voluntad recién expresada en su proclama de pretensiones poéticas:
“Seguramente está Usted creyendo que soy un recluta ignorante de mis deberes, pues me dice en su nota que el oficial Ortiz no fue con las formalidades correspondientes a un parlamentario. Dígame Usted, señor mío, ¿qué ejército tiene o qué batalla va a presentarme para exigirme formalidades? Si en contestación a ésta no me manda a Usted al teniente Ortiz, yo en represalia enviaré a mi república familias enteras de las más notables que tenga la provincia. Y no le digo a Usted más” .
Vista actual de la Iglesia y el campanario de San Lorenzo de Tarapacá.
LA CONTRAOFENSIVA
Mas, echarse encima el orgullo tarapaqueño de tan imprudente manera, fue el peor ensayo negociador de García.
En Iquique, Gutiérrez de la Fuente se reunió rápidamente con el joven Sargento Mayor Juan Buendía y Noriega, futuro héroe peruano de la Guerra del Pacífico, y éste partió raudo a Tarapacá el día 5 de enero, acompañado de sólo 22 efectivos precariamente armados con fusiles, escopetas y lanzas, grupo al que después se le unieron otros seis lugareños, uno de los cuales, Mariano Ríos, llevaba para el combate sólo su corneta .
Los hombres llegaron silenciosamente al poblado el 6, justo en el Día de la Adoración de los Reyes Magos o Pascua de los Negros. Era justo el día en que se debían retirar los pesebres armados desde la temporada de Navidad, como reza la tradición católica, por lo que todavía quedaba en pie uno allá que sería fundamental en el desarrollo de esta historia.
Sigilosamente, improvisaron trincheras y barricadas de resistencia en una esquina situada en la misma cuadra del Cabildo usado como cuartel por el enemigo. De improviso, sin embargo, se desató la contienda en medio de la oscuridad de noche, impidiendo a García poder distinguir entre las sombras la envergadura del ataque, que comenzó a engrosarse cuando otros pobladores tarapaqueños se sumaron espontáneamente al grupo, obligando a los bolivianos a replegarse dentro de su fortín.
Sólo 30 fusiles tenían los peruanos a esas alturas, para liberar la aldea. Los cartuchos se agotaban y sus bajas ya se sentían, entre ellas la del valiente corneta voluntario, que ofrendó su vida en la desigual lid.
Tras una hora de intercambio de disparos, la situación se volvió dramática, pues la cantidad de pólvora era mínima y ya no quedaban balas de cañones ni de rifles, calculando que no podrían sostener la lucha por más de media hora, tras lo cual tendrían que salir despavoridos del pueblo tarapaqueño frustrando su liberación.
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EL MILAGRO DE LAS BALAS DEL NIÑO DIOS
La derrota parecía inminente y Buendía estaba al borde de retirarse, cuando apareció ante él un joven sacerdote que ayudaba en ese momento con la atención de los varios heridos. El cura se acercó rogándole que resistiera un poco más y que él se encargaría de traer plomo para las balas de proyectiles. Esto iba a ser lo que cambiaría su suerte aquella madrugada de verano, precisamente.
El clérigo corrió hasta sus aposentos en el pueblo y se arrojó sobre un enorme retablo del pesebre que representaba el Nacimiento de Cristo en Belén aquel 6 de enero. Entonces, se echó al hombro la pesada figura del Niño Dios que estaba hecha precisamente de plomo... Y así regresó el religioso hasta el grupo, rogando perdón divino al sacrilegio que había cometido, pero entregando a los hombres de Buendía el valioso material. Éste sería usado en los tiros de la victoria peruana de Tarapacá, cuando la ofensiva y el asedio por fin consiguieron la rendición de los bolivianos en lo que se ha llamado para la posteridad como el Milagro de las Balas del Niño Dios .
A todo esto, García había resultado mortalmente herido en la refriega y, ordenando en su agonía final a Mostajo batirse “hasta quemar el último cartucho”. A las siete de la mañana se acabaron todas las municiones bolivianas para seguir sosteniendo el combate, debiendo proceder a devolver el pueblo de Tarapacá a sus alegres y aguerridos habitantes.
“La audacia de Buendía -escribe Portilla Córdova como epílogo a esta increíble historia- fue premiada junto al patriotismo de los tarapaqueños que con escaso armamento pudieron vencer al agresor… ¡con balas del Niño Jesús!”.
Como dato interesante, cabe añadir que el valeroso sacerdote tarapaqueño que logró conseguir el plomo para los tiros de los héroes de la resistencia local, todavía estaba vivo en los tiempos en que Ricardo Palma inmortalizó el entretenido relato en su famoso libro sobre las tradiciones del Perú, según él mismo comenta allí.
La victoria peruana permitió recuperar la provincia y frustrar parte de la soberbia boliviana por sus conquistas territoriales, antes del advenimiento de la paz. Sin embargo, San Lorenzo de Tarapacá se reservaba episodios aún más epopéyicos en la línea de tiempo, con la batalla del 27 de noviembre de 1879 que, en el marco de la Guerra del Pacífico, coronó de gloria al Coronel Eleuterio Ramírez y a los bravos del 2° de Línea, tras la cual, a pesar de la destrucción de las fuerzas chilenas durante el combate, se produjo el retiro de los aliados y la incorporación del territorio a manos de Chile.
Fachada del local y de la casona hacia inicios del actual siglo.
Coordenadas: 33°25'53.86"S 70°38'53.39"W
La dirección avenida Recoleta 116, entre calles Artesanos y Santa María a un costado de la popular Plaza Tirso de Molina y al borde de la cada vez más dura Plaza de la Recoleta, ya no es la sede del famoso boliche veguino que albergara por tantos años: "El Chancho Viñatero", un palacio rasca de borgoñas, cervezas y pipeños mencionado en su mejor momento por el creador del Detective Heredia, el escritor Ramón Díaz Eterovic, y -según la leyenda- alguna vez visitado por el propio folklorista Roberto Parra, en sus años de correrías por las ferias y mercados chimberos.
Fue una pena enterarme en el recién pasado 2014 que "El Chancho Viñatero", o "El Chanchito" para sus amigos, ya llevaba poco más de un año cerrado, reemplazado por un negocio bastante distinto al que ofrecía sus jarras rebosantes de alegría y bandejas de jugosa suculencia, a los precios generosos que sólo en barrios como La Vega es posible encontrar dentro de la capital chilena.
Situada en los bajos de una antigua casona de dos pisos y del mismo estilo años 30 de la cuadra, con cierta fama pecaminosa sobre su pasado (real o inventada), la cantina y restaurante tenía características de posada. Hay testimonios de que incluso esta picada fue guarida y distracción para algunos opositores durante el Régimen Militar, en los años ochenta. Lo confirmo en un artículo de Ricardo Candia que circula desde 2007 en la red, refiriéndose a los años en que imprimían material político clandestino en la Imprenta Llareta y luego pasaban los nervios "en el Chancho Viñatero con dos jarros de borgoña en frutilla y unos churrascos", según sus palabras.
El modesto sitio, que en su gran marquesina verde se presentaba como "Schopería-Restaurant-Picada", siempre tuvo ese carácter popular y acogedor, de trabajadores, de empleados, y en los últimos años también de inmigrantes reclutados en territorio de La Vega y Patronato, especialmente peruanos.
Nunca supe la razón del extraño nombre, sin embargo, aunque sí era claro que en algún momento su carta se hizo especialmente cargada a la comida a base de carne de cerdo y también a los acompañamientos etílicos... Quizás de ahí la combinación de conceptos. Diría, además, que era territorio pacífico: pobre pero digno, amenizado por cerveza, vino tinto, arreglados con frutillas o ron para los más temerarios. Hacia sus últimos años, también comenzó a ofrecer terremotos en vasos de "medio", aunque no alcancé a probarlos, por desgracia. En la hora de almuerzo eran típicas sus comidas de casa y a precios muy convenientes; pollo arvejado, pollo asado, filete de pollo, carne al jugo, pernil con papas, tallarines con salsa, porotos con riendas, cazuela de vacuno, etc. Para salvar los bajones había completos, sándwiches varios, papas fritas y otros bocadillos rápidos. Dos o tres pizarras escritas a mano, más otras menores para plumones, solían anunciar las ofertas del día.
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El local del "Chancho Viñatero" y su edificio adyacente, recién sobreviviendo al terremoto del 27 de febrero de 2010 (nótense las grietas visibles en los muros).
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"El Chancho Viñatero" ya en sus últimos años, conviviendo con un local vecino de juegos electrónicos que pasó a ocupar parte de su espacio Norte. Su marquesina con el nombre del boliche había sido reducida, como se observa.
La atención era buena, como sólo es la hay en las auténticas picadas chilenas. Seguramente así lo procuraba su propietaria doña Ángela Abuyeres. Y sucedían situaciones curiosas allí en sus salas, como la frecuente entrada de perros, gatos y hasta palomas habitantes de la Plaza de la Recoleta al local, pues es una fauna que abunda en territorio veguino y los parroquianos parecían no molestarse con sus presencias, arrojándoles migas o granos de mote para que se quedaran un rato más haciendo compañía.
También solían entrar como comensales al local algunos de los varios indigentes que asistían al comedor solidario del muy cercano Convento de la Recoleta, siendo atendidos con dignidad y como un cliente más, entre los trabajadores del sector y muchachos universitarios que era posible hallar en las mesas, algo que sólo he visto antes y así de transparente en pocos locales, como es el caso de "El Tropezón" del barrio Estación Central, cuando concurrían hasta sus barras los abuelos y mendigos que esperaban cupo en los hospedajes del cercano Hogar de Cristo.
Aunque había ocasiones en que "El Chancho Viñatero" se excedía en horas con el jolgorio -más en el pasado que en sus últimos años de vida-, el local no arriesgó su humilde dignidad: cerraba temprano y empezaba a anunciar la bajada de cortina hacia las 22 ó 23 horas de cada noche. Nunca fue un sitio ruidoso, además, sino más bien discreto.
Tengo versiones encontradas sobre lo que sucedió con el querido boliche al final de sus días. Unos dicen que cerró gradualmente hasta no abrir más, y otros me aseguran que lo hizo abrupta e inesperadamente, sin explicaciones ni anuncios mediantes. Sí sé que hacia los días después del terremoto de 2010 y las celebraciones del Bicentenario Nacional, redujo su tamaño enajenándosele un tercio al recinto de los bajos del antiguo edificio, destinando así una de sus cortinas y una de las salas a un local comercial de juegos electrónicos que pasó a ocuparlos aunque también desapareció en con la extinción del "Chanchito". No haberme encontrado en Santiago en ese período me dificultó más aún saber qué sucedió, pero tengo a mano datos confirmando que el permiso de funcionamiento le fue revocado por la Municipalidad de Recoleta a inicios del año 2013, pues ya no registraba actividad en ese momento. Ahora, el local es ocupado por una tienda de productos para público femenino.
Así, pues, el venerado "Chancho Viñatero" de los reinos veguinos y recoletanos, no volvió a dar ni manteca ni copas, dejando en su lugar el vacío de un buen recuerdo sobre lugares perdidos.
Certificado del Rey Neptuno, Rey de los Mares, acreditando el cruce naviero de la Línea Ecuatorial, a bordo del vapor mercante “Claude Bernard” de la Compañía de Navegación Sur Atlántica, extendido el 19 de enero de 1959. Forma parte de las colecciones de reliquias náuticas en exhibición del restaurante "Ocean Pacific's" de Vitacura.
Hay muchos elementos tradicionales de la historia de los hombres de mar que sobreviven en nuestro mundo contemporáneo, varios incorporados a la vida civil de corriente tierra firme. Tenemos, por ejemplo, las medidas de velocidad en nudos, los "bautizos" o inauguraciones de objetos y lugares reventándoles encima una botella de champagne (a la usanza del primer zarpe de una nave desde un astillero), el concepto del "pirateo" (piratería) y su famosa bandera corsaria con calavera y huesos cruzados (el Jolly Roger) que pasó a ser el pictograma para representar peligro o veneno, además de las cartas en las botellas que arrojaban al mar los navegantes en sus viajes con mensajes simbólicos y los famosos amarres técnicos especializados o "nudos marineros".
En nuestra cultura chilena, en tanto, están a la vista casos como el de comer cazuela y/o empanadas los días jueves entre algunas familias modestas de puertos, proveniente de una política de "rancho" adoptada por la Armada de Chile en la primera mitad del pasado siglo; y el famoso caldillo de congrio convertido en un plato típico nacional, según algunos viejos lobos de mar que he tenido la suerte de conocer en viajes, provendría de una costumbre que tenían antes marinos de guerra, marineros y pescadores, al pedir que se les prepara esta delicia en restaurantes cada vez que tocaban tierra, por su frescor y capacidad de "componer" energías, mucho antes que fuese elogiado por poetas como Pablo de Rokha o Pablo Neruda y pasara a ser apropiado por cierto partido político que hoy lo presenta casi como su patrimonio cultural.
Se ve, entonces, que la cultura náutica es rica en crear y expandir tradiciones hacia el resto de la sociedad y los demás gremios o estamentos, al tiempo que aporta con símbolos, iconos y conceptos. De este modo, no es de extrañar que existan algunos ritos de expansión universal y alto contenido identitario dentro de las instituciones, compañías o rubros de actividad en los mares, invocando también elementos tomados de la propia historia náutica y de la mitología oceánica. Uno de los principales es la certificación del cruce ecuatorial, otorgada nada menos que por el mismísimo Emperador de los Mares, el Rey Neptuno... El Imperium Neptuni Regis, de los antiguos navegantes.
Para comprender un poco este asunto, debe entenderse primero que desde antaño vikingos, griegos y romanos realizaban rituales en el paso marítimo desde ciertos puntos o tramos a otros, los que con el avance de la cartografía y los conocimientos náuticos pasaron a ser definidos después por los paralelos. Poseidón o Neptuno era la deidad reinante en los mares en el mundo clásico, por lo que las rogativas y peticiones se le hacían directamente a él en las ceremonias de traspaso de las líneas.
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Certificado del padre Rey Neptuno, Rey del Mar, acreditando el cruce de la Línea Ecuatorial para el “Claus John”, de la Pacific Steam Navigation Comp., el 5 de abril de 1961. Forma parte de las colecciones de reliquias náuticas en exhibición del restaurante "Ocean Pacific's" de Vitacura.
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El mismo tipo de documento otorgado para George Joseph Sefcik por la American President Lines de Singapur, extendido el 16 de marzo de 1942. Fuente de la imagen: hartfordmichigan.com
Esta tradición nunca se extinguió en la cultura náutica: es mencionada por el Capitán Fitz Roy, por ejemplo, y aparecen testimonios de su práctica en las marinas imperiales de España, Portugal, Inglaterra, Alemania y Rusia, además de ser adoptada por franceses, italianos y hasta navegantes orientales. Así llegó (o se mantuvo) hasta los navegantes modernos, quienes realizan ritos y parodias al momento de atravesar la Línea del Ecuador o Latitud 0 en un viaje (Crossing the Line, en el anglo). Y si bien no se conoce con exactitud el preciso origen de las tradiciones concretas relacionadas con el paso ecuatorial, generalmente son todas realizadas en tono festivo y con gran acento entre sus miembros a la pertenencia dentro de la cofradía que la ejecuta, aunque algo brusco y rudo en sus formas.
Un testimonio o "certificado" acreditará este acontecimiento para todo aquel que lo vive y especialmente quienes lo hacen por primera vez, existiendo una gran cantidad de diseños y presentaciones para tal clase de documentos, hoy muy apetecidos entre ciertos coleccionistas cuando se trata de piezas clásicas o asociadas a navíos históricos, no sólo militares como ya veremos.
En el caso de la Armada de Chile, donde igualmente se "certifica" la ocasión del cruce de la línea, esta tradición se realiza con una jocosa ceremonia en la que también se invoca al Rey Neptuno (Neptunus Rex) y en donde se aprovecha de "bautizar" sumergiendo en una piscina de cubierta a los grumetes aún novatos que, por vez primera, cruzan la línea ecuatorial y cambian así de hemisferio a bordo de la respectiva nave. Al mismo tiempo, se realiza la universal representación histriónica por parte de los marinos caracterizados de Neptuno, de su Reina Anfítrite y de una Corte Imperial compuesta por representantes de la fauna marina (tortugas, tiburones, delfines, ballenas), seres mitológicos del océano (sirenas, serpientes marinas, caballos marinos), además de la presencia de un médico, un escriba y a veces asistentes, el diablo, piratas y otros personajes según la ocasión. Los grumetes "bautizados", después de rito reciben también su respectivo certificado en prenda y reconocimiento, por haber traspasado la Latitud 0 y ser aceptado en los Dominios del Rey Neptuno.
Pues bien: el ritual y la "certificación" del paso por la Línea del Ecuador, ya sea por Océano Pacífico, Atlántico o Índico, no quedó reducida sólo a protocolos tradicionales de instituciones de corte marcial, sino que se adoptó también en el mundo de la navegación civil, comercial y deportiva, tanto para celebrar el primer paso de un navío por la Latitud 0 como el de los elementos de su tripulación o aquellos pasajeros que debutan haciéndolo a bordo, ganándose así el pasaporte a los mismos Reinos de Neptuno, con la firma de fantasía del propio emperador mitológico en el documento.
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Certificado del "Imperium Neptuni Regis" extendido en nuestra época a los viajeros que van por mar hasta las Islas Galápagos en el Ecuador y al borde del paralelo del mismo nombre, en este caso por la agencia Ecoventura.
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No sólo las líneas navieras han usado el recurso lúdico de los Certificados del Rey Neptuno, sino también algunas líneas aéreas, como ésta extendida hacia los años 50-60 por la compañía australiana Qantas Airlines.
Con algunas diferencias y adaptaciones dependiendo del país de origen, la marina mercante hizo propia estas certificaciones entre su personal y algunas líneas de cruceros y transatlánticos ya lo realizaban para entretención de sus pasajeros en el siglo XIX, con ceremonias y fiestas propias. Los diplomas o certificados que resultaban de estas aventuras, de hecho, son buscados por anticuarios y cazadores de reliquias, pues suelen ser de atractiva composición gráfica y en algunos casos de tirajes muy limitados para determinados diseños o líneas navieras, además de muchos que quedaron asociados a importantes compañías de vapores ya desaparecidas.
Otro atractivo de estos certificados es que, además de sus ilustraciones alusivas al mundo de la mitología marina, suelen estar redactados en un simpático pero gracioso lenguaje, siempre haciendo referencia a conceptos, nombres y entidades divinas del mundo antiguo, además de fragmentos en latín. Hay turistas con afición a los viajes por mar que suelen atesorarlos como testimonios personales de aventuras, existiendo unos especialmente valiosos y con cierta identidad propia dentro de la tradición, como los que se dan en los viajes en naves alrededor de las Islas Galápagos y a veces con celebraciones incluidas, precisamente en Ecuador, el país que da nombre a la famosa línea de la Latitud 0.
Como dato curioso sobre el tema, cabe recordar que, recientemente, hacia octubre de 2014, se filtró en la prensa nacional una videograbación de estos "bautizos ecuatoriales" de novatos por el Rey Neptuno y su Corte en el buque "Blanco Encalada" de la Armada de Chile. Aunque es verdad que han existido denuncias de abusos en estos ritos en otros países, especialmente durante la Segunda Guerra, algunos periodistas chilenos -en su infinita e incontrolable ignorancia- interpretaron la ceremonia de la piscina y los tiburones de manera torcida y sensacionalista en los noticiarios, al punto de que la presentaron como abusos de poder e incluso bullying dentro de la institución, siendo que se trata en realidad de una de las actividades de camaradería más antiguas, famosas y universales del mar, avalada por estos famosos "Certificados del Rey Neptuno" que ya se han expandido por casi todas las formas profesionales de la gran navegación.
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Certificado de ingreso a los Dominios del Rey Neptuno extendido a Charles Cameron a bordo del USS "Utah" (Marina de los Estados Unidos), el 1° de diciembre de 1928. Fuente imagen: Wikipedia.
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Certificado para una tal Marie Naismith, en un navío de la Dominion Far East Line de Hong Kong, extendido el 15 de junio de 1945. Esta imagen me fue proporcionada desde una colección particular de fotografías bajadas de internet, por lo que desconozco la fuente original de la misma o su propietario (agradecería cualquier información al respecto).
Pocos santiaguinos conocen ya este dato: que la Recoleta Franciscana de la capital chilena, ha tenido varios "hombres santos", si así podemos llamar a aquellos con fama de milagrosos e incluso candidatos reales o sugeridos a la beatificación y la canonización. Los casos en orden cronológico son el de Andrés de Guinea, el de Pedro de Bardeci, el más conocido de Andresito García y algunos agregan también al líder sindicalista Clotario Blest, que tomó el hábito de San Francisco de Asís en sus últimos días de vida.
A pesar del desconocimiento casi general en nuestros días sobre el primero de ellos, Andrés de Guinea, existen varias menciones de su singular vida en libros de historia y de crónicas, aunque invariablemente como anexo o dato adicional a textos dedicados más bien la vida de los franciscanos en Chile, de la Recoleta o bien de su muy popular tocayo Fray Andresito. Aparece paseando, por ejemplo, en el "Repertorio de antigüedades chilenas" de Ramón Briseño, en "Fray Andresito en la tradición santiaguina" de Carlos Silva Vildósola y en "Presencia franciscana en Chile" de Marciano Barrios Valdés, por mencionar algunos.
Además de participar en las generaciones pioneras de la recolección franciscana junto al río Mapocho y en la vieja Chimba de Santiago, el recuerdo de Andrés de Guinea despliega particularidades tales como el haber sido un religioso de raza netamente africana, un negro originario traído a América en el siglo XVII. Pero también destaca por ser en Chile, acaso, el primer milagroso y con rasgos de santidad populares vigentes antes de morir. Se recordará que otros “prodigiosos” anteriores como los sacerdotes Martín de Aranda, Horacio Vecchi y el hermano Diego de Montalbán, a diferencia del lego franciscano al que nos referimos, eran jesuitas y sí han tenido sus respectivos procesos de canonización por martirio, aunque sin resultados hasta ahora. En cambio, Andrés fue marginado de esta posibilidad.
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Iglesia y plaza de la Recoleta, en el siglo XIX.
El origen y la cristianización de Fray Andrés de Guinea, o más informalmente conocido en su tiempo como el Negro Andrés, es descrito en los siguientes términos por el serio y docto don José J. Guzmán en el tomo II de su obra “El chileno instruido en la historia topográfica, civil y política de su país”, de 1836:
“El V. hermano Andrés, a quien la Divina Providencia por efecto de su bondad extrajo de la barbarie de la gentilidad de los negros de Guinea para conducirlo a gremio de la iglesia, fue hecho cautivo por los suyos y vendido a los portugueses para traerlo a vender a América. Luego que vino a esta ciudad de Santiago lo compró un caballero, e instruido en los rudimentos de nuestra Santa Fe, recibió el agua del bautismo y se puso por nombre Andrés”.
Según anota el mismo autor, sería precisamente a raíz de uno de los "milagros" que lo hicieron célebre en su entorno, que este esclavo africano pudo alcanzar su sueño de libertad para, a continuación, renunciarla devotamente entregándosela a los rigores y disciplinas del aspirante al humilde hábito franciscano:
“Abrazó con tanto empeño la religión católica que era un ejemplo de virtud a todos los que le trataban; pero en lo que más particularmente se distinguió en su firme fe y ardiente caridad a Jesús Sacramentado y para desahogar los ardores de su amor, obtuvo licencia de su piadoso amo, que debía ser buen cristiano, para ir todos los días a oír a misa. Quiso Dios manifestar la virtud de su siervo con el siguiente milagro: tenía Andrés en su casa el oficio de panadero y habiendo amasado un día y echado el pan al horno se fue a oír misa como lo tenía de costumbre. En estas circunstancias lo llamó su amo y no encontrándolo en casa se fue al horno a ver si había echado el pan. Efectivamente lo halló; pero todo quemado y hecho un carbón. Luego que Andrés vino de misa le mandó su amo a sacar el pan del horno y se lo presentó tan hermoso como una flor. A vista de este prodigio quedó el amo como pasmado y reconociendo que no era digno de servirse de un negro tan santo y virtuoso, le dio la libertad para que soltase los diques de su fervor consagrándose todo a Dios. Obtenida la libertad de su amo, tomó el hábito de donado en el convento de la recolección donde confesaba y comulgaba todos los días, arrasados sus ojos en copiosas lágrimas de amor a Jesucristo. Por premio de su ardiente caridad mereció tener afectísimos coloquios con su Divina Majestad apareciéndosele y visiblemente después de comulgar”.
Pero su vida devota y santa no lo eximió de una muerte prematura, como también ha sucedido con tantos otros hombres con prestigio de milagrosos en la historia teológica. Fue así como la sociedad chilena debió despedir al Negro Andrés, presenciando esa potencial santidad hasta sus últimos momentos antes de encontrar al fin la definitiva libertad del alma por allí al borde del Mapocho, como veremos. Esto ocurría a fines de abril de 1665, según quedó registrado en la inscripción que se hizo al pie de un cuadro con su retrato que es mencionado en “Reseña Histórica de la Recolección Franciscana de Santiago” de Fray Francisco Cazanova, en 1875. Curiosamente, además, 1665 fue el mismo año hacia el cual se inició el proceso de canonización para los tres jesuitas antes mencionados, sin que algún favor parecido alcanzara para el negro franciscano.
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De todos modos, incluso al final de sus días, en Andrés de Guinea se habrían manifestado otros sorprendentes sucesos según continúa relatándolos el historiador Guzmán, como un supuesto hecho que los fanáticos de lo paranormal se apresurarían a definir en nuestros días como un fenómeno de psicofonía o algo parecido:
“...el día de su muerte, estando su cuerpo en el féretro, se oyó en la capilla donde se hallaba depositado su cadáver una armoniosa y deliciosa música como de jilgueros, ruiseñores y calandrias que parecía a los que la oían, y no lo dudaban, ser música del cielo con que los ángeles festejaban el glorioso tránsito del alma de Andrés a la gloria”.
En cuanto a la mencionada pintura que se hizo de él posteriormente, ahora colgada en los muros del comedor de los sacerdotes, la inscripción con la vida del Negro Andrés dice lo siguiente (corregimos la ortografía y puntuación) agregando más detalles sobre su leyenda:
"Retrato de Andrés. Negro de Guinea que sus enemigos cautivaron y en dos veces lo libró Dios de que lo hubiesen muerto. Y los portugueses lo mercaron, se bautizó y vino a esta ciudad. Abrazó la religión y fue muy devoto de oír misa. Habiendo amasado un día y echado el pan en el horno, se fue a misa, su amo lo llamó y no lo encontró; fue a ver el pan y lo hallaron quemado. Vino de misa y su amo le mandó sacar el pan y lo sacó como unas flores. Visto este prodigio le dio su amo la libertad y luego tomó el hábito en esta santa recolección. Tenía don de lágrimas cuando se confesaba. Comulgaba todos los días. Un día, antes de comulgar quiso chupar tabaco y se le apareció un niño hermosísimo y le dijo que cómo quería chupar tabaco antes de comulgar, y desde ese día dejó el tabaco por Nuestro Señor Jesucristo. Nunca salió del convento y vivió santamente. El día de su muerte tembló la tierra, a la medianoche, en el techo de la capilla cantaron jilgueros. En la sepultura no se ha encontrado su cuerpo. Murió a fines de abril de 1665".
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El enorme cuadro es de autor anónimo según me informan (parece tener una firma y la fecha de 1732 o algo así, pero es poco inteligible), aunque tiene cierta semejanza de estilo con el muy posterior retrato de otro gran milagroso franciscano y ya mencionado candidato a Santo, Fray Pedro de Bardeci, que cuelga sobre su cripta de la Iglesia de San Francisco en la Alameda. El diseño y el estilo semejan un poco, aunque son de épocas distintas.
Image may be NSFW. Clik here to view.Sin embargo, en el caso del cuadro que corresponde a Andrés, el personaje aparece en lo que puede ser interpretado como una escena más bien doméstica, de alguna manera revelando una afición o algún rol específico en huertos y jardines del mismo convento recoleto, pues aparece con un canasto quizás de las célebres naranjas de sus arboledas frutales y una paleta en la otra mano.
Me resulta confusa la historia del cuadro, pues esta obra había estado inicialmente en el templo de San Francisco en la Alameda hasta que Fray Luis Olivares la hizo reparar y llevar edificio recoleto, dato que aparece confirmado en “Historia y devociones de la Recoleta Franciscana de Santiago de Chile (1643-1985)” de Fray Juan Rovegno S. (2001). No pude verlo ni fotografiarlo sino hasta después de varios intentos, tras consultar directamente en el templo de la Recoleta Franciscana y en el Museo del Convento de San Francisco.
El retrato todavía se encuentra en el comedor de los sacerdotes de la Recoleta, aunque Fray Francisco Julio Uteau comenta en su "Vida admirable del siervo de Dios Fray Andrés Filomeno García" de 1898, que otro retrato con una leyenda distinta a la que ya transcribí, estaba a la sazón en el claustro antiguo de los franciscanos, cerca de la portería del convento, por lo que me pregunto si habrá existido una confusión accidental entre la pieza de la Recoleta con alguna otra de la Alameda representando al mismo personaje.
Dos siglos después de la época del Negro Andrés de Guinea, sería otro afamado Andresito quien terminaría de disipar toda duda de la tradición milagrosa entre los hombres formados en la Recoleta Franciscana y a la luz de la imagen protectora de Nuestra Señora de la Cabeza, siendo hasta ahora su más famoso residente histórico para la fe popular, aunque opacando por su fama y con el propio alcance de nombres al ex esclavo liberto que paseó sus sandalias e hizo su leyenda en este mismo lugar.
Antigua postal del puente, cuando sus termas eran intensamente explotadas.
Coordenadas: 32°49'35.71"S 69°54'39.01"W
Este artículo me lo debo a mí mismo desde hace mucho tiempo, y quisiera terminarlo y dejarlo publicado aprovechando de comentar algunas cosas relativas al tema y corregir otras, de paso, sobre este sitio encantado de la Cordillera de los Andes al que le visualizo un enorme futuro como centro de atractivo cultural e histórico para los amantes del turismo inteligente, potencial por ahora contenido quizás en las represas de cierta apatía por parte de las autoridades correspondientes.
Antaño, la localidad de Puente del Inca con su extraña formación geológica dándole el nombre, fue un gran centro turístico y una estación de enorme importancia para el ferrocarril transandino, con un caserío crecido junto a la carretera, refugios, posadas y un complejo militar. Aún quedan las ruinas de sus salas termales y sus escalinatas, al costado Sur-poniente del puente, donde brotan de fuentes cálidas de aguas muy cercanas a la temperatura corporal.
Si no fuera por su aislamiento, quizás el Puente del Inca del Río las Cuevas hoy sería mucho más famoso y visitado internacionalmente, como lo fue alguna vez. De hecho, por su aspecto no tiene nada que envidiar a otros famosos y espectaculares puentes naturales del continente, como el de río Sumapaz en la región colombiana de Icononzo, o el llamado Puente del Diablo de Jujuy. Las estalactitas y estalagmitas cálcicas y calcáreas del conjunto son un valor adicional a su belleza, aunque el acceso se dificulta a veces en las temporadas más frías.
Conocí este sitio hará unos ocho años, gracias a mi amiga Claudia, mendocina residente en Chile que se había visto imposibilidad de regresar por esa ruta porque los fluidos de su vehículo se congelaron en allá en el refugio, durante una fría noche de nieve, necesitando compañía para ir a buscarlo. Pasé así un par de días en este singular sitio de casas de piedra con estufas de leña y salamandras metálicas, en la posada de su madre y la pareja de ésta, el señor y verdadero gentleman cuyano don Roque, que se encontraba allí dándonos una cálida atención. Con cerca de 100 habitantes (quizás menos), recuerdo a otros residentes del pequeño caserío, como la dueña de un restaurante vecino, y al Tucu, personaje del lugar tucumano de origen y vinícola de destino, que se ganaba algunas monedas cuidado vehículos y simpatizando con los viajeros. Supe de varias agencias de viajes que realizan visitas a este sector junto al gigante del Aconcagua, haciendo circuitos con otros lugares como Punta de Vacas, Las Cuevas, el Cementerio de Andinistas o el Monumento del Cristo Redentor.
Desde entonces, fui guardando pequeñas anotaciones que he ido encontrando en documentos, libros y crónicas sobre Puente del Inca y que he querido reunir ahora en esta entrada, para que muchos compatriotas que pasarán hacia Mendoza durante este verano y apenas mirando este sitio al lado derecho de la ruta, sepan de qué se pierden por no hacer una detención allí, mal aconsejados por la ansiedad de llegar pronto a destino.
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El cartel que recibe a los viajeros...
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Vista actual del puente. Fuente imagen: Taringa.
ORÍGENES GEOLÓGICOS
Situado en el Departamento de Las Heras, el Puente del Inca es una extraordinaria formación natural correspondiente a un enorme arco que pasa encima del Río Las Cuevas, afluente del Mendoza, un poco más al Este del control fronterizo en la Ruta 7 de Los Andes-Mendoza y cerca de uno de los vetustos túneles del tren transandino. Está entre los montes Banderita Norte y Banderita Sur, en el Valle de las Cuevas cerca de Uspallata, unos 180 kilómetros al Oeste de la ciudad de Mendoza.
El puente mide 48 metros de largo, 28 de ancho y de 6 a 8 de grosor, contorneados hoy por un sencillo pretil. Alcanza los 27 metros de altura, y se encuentra a unos 2.700 metros sobre el nivel del mar. Por la textura y forma de la roca combinada con las acumulaciones calcáreas de las aguas del río y de las termas, ha sido comparado con el mucho más pequeño puente-gruta de Saint Alyre en Clermont, Francia.
Éste es un sitio de imponente paisaje cordillerano y con gran actividad sísmica, donde el valle mantiene un ancho de 600 a 800 metros entre la base de una ladera y otra. Hay sectores en el entorno donde es posible encontrar conchas petrificadas de moluscos bivalvos y amonites similares a los que acá en Chile aparecen por el camino del Volcán San José, por ejemplo, confirmando que estos terrenos alguna vez estuvieron en el lecho marino prehistórico. El lugar se despeja naturalmente en los veranos y se cubre de albor por completo en los inviernos, bajando a gélidas temperaturas en algunas temporadas, según se recuerda. Llaman la atención también los colores vertidos por escurrimientos termales continuos sobre las rocas, ricos en hierro y sales, que pasean entre tonos blanquecinos, amarillentos, ocres, anaranjados y rojos cobrizos.
Charles Darwin sugería que el Puente del Inca simplemente fue excavado por la fuerzas del río haciendo un canal y socavando el terreno de depósitos calcáreos. El paso natural, a su vez, dejó encima "una costra de guijarros estratificados cimentados por los depósitos de las fuentes de agua caliente que surgen en las vecindades". Ha sido la teoría de mayor aceptación sobre su origen, al parecer, aunque con algunas variaciones.
Empero, otros autores ya en el siglo XX, como Wenceslao Díaz, creían que el puente se formó "por varias corrientes de lavas que salieron por entre las estratas calizas del lías y formaron las capas que constituyen el arco del puente". Explicaciones más nuevas, como la del académico Víctor A. Ramos, proponen que pudo deberse a la acumulación de material del terreno de las laderas y de las termas sobre un cúmulo de nieve de avalancha o un relleno glaciar después desaparecido, quedando así la estructura compactada y "suspendida" sobre el río. Otros, más audaces -los menos- han creído que puede tratarse de una construcción artificial efectivamente relacionada con antiguas rutas incas, y que pudieron hacerla de mimbre y madera hasta que quedó cubierta por una costra de sedimentación del río, gravas y material del propio terreno.
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Puente del Inca en la litografía de Aglio, 1824.
ORÍGENES SEGÚN LAS LEYENDAS
Las explicaciones en la leyenda, por su parte, se relacionan con el propio nombre dado al puente: dicen que fue construido por los súbditos incas y que formaba parte de una ruta ancestral relacionada con el célebre Camino de Inca en tramos cordilleranos. Puede que esta idea sea una combinación de historia y confusiones, pues no ha sido el único caso de un Puente del Inca conocido en estas latitudes, resultando particularmente interesante el caso del así llamado en Rumichaca, en la frontera entre Ecuador y Colombia, que es una combinación de estructuras naturales con intervenciones y mejoramientos ordenados por el Inca Huayna Cápac en su época, según se sabe.
Otro mito sugiere que un joven príncipe (o princesa, en otras versiones) hijo del emperador incásico, afectado por extrañas dolencias y síntomas de parálisis o depresión, fue por recomendación de los sabios hasta esta localidad y se curó en tiempos prehispánicos en sus milagrosas aguas termales, que brotan desde la roca. Ya sano, volvió a pasar campante de regreso por el puente de piedra, siendo llamado así Puente del Inca por su caravana imperial y creándose una ruta a la que iban los soberanos y hombres prominentes desde el Cuzco hasta estas aguas curadoras, cada vez que lo requerían. Por esto las termas eran llamadas también Aguas del Inca.
Una variante de este mito dice que el joven inca enfermo no podía pasar al otro lado del río, donde estaban las termas curadoras, y sus súbditos le hicieron un puente humano, tomándose de manos y pies, y permitiéndole al convaleciente príncipe que pasara pisando sus espaldas. Cuando llegó al otro lado y se volteó, sus hombres se habían convertido en roca sólida, naciendo así el Puente del Inca.
También se cuenta en otra leyenda, que el propio dios Inti llegó a construir el puente para que el muchacho alcanzara su curación, pero esta variación tiene, a su vez, otras dos versiones respecto del cómo sucedió eso: una dice que la deidad provocó un cataclismo haciendo derrumbar grandes rocas desde los cerros que cayeron con estrépito dando forma al puente, y otra señala todo lo contrario, al asegurar que lo hizo discretamente y en silencio, durante la noche, por lo que los miembros de la caravana sólo encontraron hecho el puente al despertar y luego de la frustración de haber dado por fracasado su viaje al no encontrar forma de pasar al otro lado.
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Ilustración del puente hecha por Bauzá, en la Expedición Malaspina.
¿CUÁNDO APARECE EN LAS CRÓNICAS COLONIALES?
Como se recordará, el territorio argentino de la Provincia de Cuyo donde está Mendoza, Uspallata y el Puente del Inca, se encontraba dentro de la jurisdicción territorial de la Capitanía de Chile hasta 1776, cuando fue enajenado para la creación del Virreinato de Buenos Aires, futura República Argentina. Ya en el siglo XVI, entonces, debió haber líneas de conexión entre ambos lados de la cordillera, especialmente para asuntos administrativos, correos y comercio, además de los viajeros que iban desde Mendoza (fundada en 1561) hasta Santiago o Valparaíso, y viceversa, por lo que el Puente del Inca debió ser conocido desde temprano al hallarse en aquellas rutas transandinas.
Invariablemente, libros históricos y guías turísticas argentinas aseguran -incluso en el propio lugar, con un panel de información- que el primer cronista que menciona al puente sería Alonso de Ovalle, en 1646. Sin embargo, puede que en la observación de las crónicas coloniales exista un error o bien una confusión nominal originaria, pues si se revisa un documento muy anterior, como es la crónica de Fray Reginaldo de Lizárraga, "Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile", vemos que en el Capítulo LXXII titulado "Del camino de Mendoza a Santiago de Chile", alude también a un Puente del Inca cuando comenta, hacia 1595:
"De unos ojos de agua que están a dos leguas o tres encumbrada la cordillera, nace el río del valle de Quillota, por la ribera del cual vamos prosiguiendo nuestro camino, pasándolo por poca agua, después de estos ojos de agua, el cual desde su nacimiento corre por muchos peñascos, y como va bajando se va haciendo mayor y aumentando con otros arroyos que se le llegan, de suerte que al Camarico no se puede vadear, no tanto por el agua que en este tiempo lleva, cuanto por las piedra grandes; vadéanle los caballos descargados, y con riesgo de se quebrar las piernas; este río ya grande a cuatro leguas más abajo, o poco menos, del Camarico, se angosta mucho entre dos cerros, que no debe ser la angostura de cuatro varas en ancho, por donde todo él pasa acanalado. En esta angostura hizo el Inga una puente, que hoy vivo con este nombre, la Puente del Inga, pero para pasar por ella es necesario ir el hombre confesado; para bajar ha de ser por una peña tajada, y para subir lo mismo, tan tajada que se pasa de esta manera: a pie con alpargates, porque no se deslice el pasajero, atadas a la cintura unas sogas, una adelante, otra atrás; la trasera tienen los que quedan atrás, y vanla largando poco a poco, porque el que pasa no resbale y dé consigo en el cárcabo del río, y en pasando arrojan la soga delantera a los que están de la otra parte; estos indios pasan más liberalmente que nosotros, sin estas sogas, porque parecen tienen diamantes en las plantas de los pies, y así le alzan arriba, de suerte que el pasajero lleva dos sogas atadas a la cintura: una delante para subir, otra detrás para descender, y por aquí pasan y han pasado mujeres y ninguna se ha despeñado; yo no pasé por esta puente, sino por otra de madera que se había hecho poco más arriba, mas desde a breve tiempo la mandó el Gobernador quemar, porque no se le huyesen los soldados a la provincia de Cuyo, permaneciendo aquella puente".
Si acaso se refiere al mismo Puente del Inca que nos interesa, por entonces y además de las dificultades que genera la nieve, quizás tenía alguna clase de acumulación de material de suelo y sedimento encima, que lo hizo peligroso para el cruce al reducir o perturbar el área transitable en su ancho. Es lo que especulo por lo descrito como forma de pasarlo y pensando en lo que sucedió, por ejemplo, con el puente colonial del Canal San Carlos acá en Chile, cuyo tránsito quedó casi imposibilitado por acumulación de tierra y piedras sobre el mismo.
De ser el mismo, entonces, quizás el error de apreciación o, cuanto menos, la falta de cotejo en las crónicas pasando por alto a Lizárraga y su posible descripción del Puente del Inca, podría deberse a que su libro debió ser redescubierto y publicado recién a principios del siglo XX, ya que no pudo meterlo en imprenta mientras vivió.
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Ilustración del puente hecha por Brambila, otro miembro de la Expedición Malaspina.
EN LA CRÓNICA DE OVALLE
Pasando ahora al Capítulo VII de la famosa crónica "Histórica relación del Reyno de Chile y de las misiones y ministerios que ejercita en él la Compañía de Jesús", del sacerdote Alonso de Ovalle y publicada en Roma en 1646, comenta allí algo interesante sobre el Puente del Inca y que ha sido tomado como la primera reseña que se hace del lugar en las crónicas coloniales, como vimos:
"Otra puente se ve en esta otra banda, que llaman del Inga, o porque lo fabricó este rey o, lo que es más probable, porque sus capitanes fueron los primeros que la descubrieron y pasaron por ella, porque no es posible que hubiese poder humano que a tanto se atreviese, como lo que allí obró el autor de la naturaleza. Ésta se forma de una altísima y profundísima peña, abierta por medio de alto a bajo como si la hubieran aserrado artificiosamente hasta lo más profundo por donde da paso al río, que con ser tan rápido y caudaloso no se da a sentir en lo alto más que si fuera un pequeño arroyuelo, que es fuerte argumento de la gran distancia que hay del suelo hasta lo alto, pues no siendo esta abertura más de seis u ocho pies de ancho, porque se puede pasar de un salto a la otra parte, es fuerza que pasando por ella todo junto un río tan caudaloso, y de tanto ímpetu y corriente, haga muy grande ruido al pasar por aquella estrechura de donde se sigue que el no salir arriba el ruido de tanta agua, es por estar sumamente distante. Yo he llegado al bordo de esta puente y mirando para abajo (aunque con gran pavor, porque pone grima tan inmensa altura y no he visto jamás despeñadero más formidable) no sólo no oí rumor ninguno, pero pareció de allí todo el río un pequeño arroyo, que apenas de divisaba con la vista".
En la misma crónica, se habla de la leyenda de un tesoro oculto en las lagunas cordilleranas cuyanas por orden del Emperador Inca (la Laguna del Inca) y sus huestes durante la conquista de Perú, por lo que cabe preguntarse si quizás este relato folklórico también está relacionado con el origen del nombre dado al Puente del Inca, como parte de la ruta de la mítica caravana.
Estas observaciones de Ovalle fueron reproducidas o señaladas con frecuencia en sitios webs y folletos impresos, con otra curiosa pero comprensible errata con el nombre del jesuita como Alfonso de Ovalle, y así se ha repetido incluso en un panel informativo turístico que existía en la propia localidad y el caserío donde está el puente. Afortunadamente, el error ha ido siendo corregido en publicaciones más recientes.
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Litografía color de Puente del Inca hecha por Brambila, publicada en Madrid en 1798. Las imágenes como ésta, hechas en la expedición de Alejandro Malaspina, pueden ser las primeras que se han producido retratando el lugar.
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La llamada "Casa de la Cumbre", también en litografía de Brambila, cerca de allí.
PRIMERAS REPRESENTACIONES GRÁFICAS
Dentro de las descripciones coloniales, también son importantes las acuarelas, dibujos y grabados litográficos del Puente del Inca, pero particularmente aquellos que parecen ser los primeros: los realizados por Felipe Bauzá y Fernando Brambila, ambos miembros de la famosa expedición de 1788-1794 del navegante italiano de servicio para la Corona Española, Alessandro Malaspina, que los trajo hasta estas tierras.
Publicado en Madrid en 1798, el grabado de Brambila muestra al Puente del Inca en un paisaje muy distinto al más bien erosionado y estéril de hoy, pues se observa con más matorrales y algunos arbustos formando parte del lugar. El dibujo de Bauzá, en cambio, parece más bien un boceto de apunte. Algunas de estas ilustraciones del puente hechas por ambos hombres, además, se pueden observar en la obra "Los pintores de la expedición de Alejandro Malaspina" de la autora española Carmen Sotos Serrano, publicado por la Real Academia de la Historia en 1982. Allí se informa que en España volvieron a hacerse ampliaciones de tales dibujos y que Brambila usó el mencionado boceto de Bauzá para elaborar sus grabados a color, incluyendo uno donde se ven arrieros cruzando el puente y cuya plancha original está en el Museo Naval de Madrid.
A pesar de la existencia de estas ilustraciones de fines del siglo XVIII, he encontrado algunas anotaciones y referencias indicando que las primeras representaciones gráficas del Puente del Inca son muy posteriores, casi de los tiempos en que Darwin pasó por ahí. Investigadores argentinos como Víctor A. Ramos, además, destacan algunas más: en su interesante artículo titulado "Darwin at Puente del Inca: observations on the formation of the Inca's bridge and mountain building" publicado en la "Revista de la Asociación Geológica Argentina" de Buenos Aires en abril de 2009, señala la del litógrafo A. Aglio en 1824, curiosamente hecha sin haberlo visto jamás, pues el imprentero la elaboró para la descripción que hace Peter Schmidtmeyer en su "Travels into Chile over the Andes in the years 1820 and 1821".
Siguiendo con estas viejas representaciones del puente, encontramos otra ilustración publicada con las observaciones de John Miers en 1826, que también he visto publicada en el "Viaje pintoresco a las dos Américas, Asia y África" de Alcides d'Orbigny, en 1842. Al parecer habría otras de este período, pero el caso concreto es que no serían éstas las primeras representaciones conocidas del Puente del Inca, sino las hechas durante la Expedición Malaspina.
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Postal fotográfica del Río Las Cuevas llegando al Puente del Inca.
La importancia de las termas del Puente del Inca ya eran tema relevante para la comunidad científica de fines del coloniaje. Hay varios informes tempranos sobre análisis de las composición química de sus aguas termales aunque, curiosamente, no todos coinciden exactamente en resultados. En 1807, por ejemplo, el profesor Pedro Arata publicó un estudio de estas aguas estableciendo relaciones de comparación con las de Bad Kissinguen de Alemania. Se creía, ya entonces, que tenían especiales capacidades de mejorar enfermedades como el reumatismo, la artritis o el estrés, y de hecho aún se las recomienda para éstas y otras dolencias.
La ubicación del Puente del Inca como hito y referencia en el tránsito del camino internacional Mendoza-Santiago, además de convertirse en refugio de dicha ruta, lo hizo importante también en los movimientos de los ejércitos patriotas a partir del exilio en la Provincia de Cuyo tras los desastrosos resultados del atrincheramiento en Rancagua, en 1814. En el resto de la guerra independentista, los jefes militares y las fuerzas de la Expedición Libertadora pasaron reiteradamente por allí desde la campaña de 1817 en adelante, como lo recuerda la placa de un monolito conmemorativo dispuesto en el mirador, desde el primer centenario de aquel hecho histórico:
"CENTENARIO DEL EJÉRCITO DE LOS ANDES. POR AQUÍ CRUZARON LA DIVISIÓN DEL CORONEL LAS HERAS Y LA MAESTRANZA A CARGO DEL CAPITÁN FRAY LUIS BELTRÁN. FEBRERO DE 1817".
Cabe comentar que, durante la Guerra Grande argentina, Puente del Inca volvió a verse involucrado en los vientos bélicos, hacia septiembre de 1841, cuando alojó allí lo que quedaba del Ejército al mando del General Gregorio Aráoz de La Madrid recién derrotado por los federalistas, en su camino al exilio en Chile asistido desde acá por Domingo Faustino Sarmiento. Muchos otros personajes históricos argentinos refugiados en nuestro país en aquellos aciagos días, debieron haber pasado por el lugar.
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La Expedición Libertadora, en su cruce de la Cordillera de los Andes, también pasó por Puente del Inca con una columna dirigida por don Juan Gregorio de Las Heras.
VISITAS ILUSTRES CON OPINIONES MUY DISTINTAS: DARWIN Y PALLIÈRE
En el diario base para las memorias de Charles Darwin, su conocido "Viaje de un naturalista alrededor del mundo", en tanto, se menciona algunas veces y sin demasiado detalle al Puente del Inca pues, tras acampar allí el 4 de abril de 1835, el inglés consideró ese día y por alguna razón, que no tenía valor ni atractivo:
"Media jornada de marcha hay del río de Las Vacas al puente de los Incas. En este punto hicimos rancho porque hay pastos para los mulos y porque es muy interesante la geología de esta región. Cuando se oye hablar de un puente natural, se imagina una quebrada profunda y estrecha a través de la cual ha venido a caer una roca inmensa, o una gran bóveda tallada como la entrada de una caverna. En lugar de esto, el puente de los Incas consiste en una costra de guijarros estratificados, cimentados por los depósitos de manantiales de agua caliente que brotaban en las inmediaciones. Parece que el torrente se hubiese tallado un canal hacia un lado, dejando detrás de si una parte que se desplomaba, parte que han unido al borde opuesto las tierras y las piedras en su constante desplome. Sin esfuerzo se distingue en este puente una unión oblicua tal como debe producirse en el caso citado. En resumen, el puente de los Incas no es en modo alguno digno de los grandes monarcas cuyo nombre lleva".
Así, pues, sin extenderse demasiado en describir el puente salvo para señalarlo sólo como referencia geográfica de sus rutas, anotaba tmbién el ilustre padre del evolucionismo al referirse a los tambillos cordilleranos que vio por este camino:
"Se han descubierto restos de casas indias en otros muchos sitios donde no parece probable que sirvieran de simple lugar de descanso; sin embargo, los terrenos circundantes son tan impropios para toda clase de cultivo como lo son cerca de Tambillos, o en el Puente del Inca, o en el paso del Portillo, lugares donde también he visto ruinas".
Empero, unos años después en su "Diario de viaje por la América del Sud. 1856-1866", el pintor de origen francés Léon Pallière escribiría una impresión radicalmente diferente, tras alojar allí en Puente del Inca acompañado del duque Guillermo de Macklembourg Schwérin y su ayudante de campo el barón Jorge de Brackenhein, en marzo de 1858:
"Antes de anochecer tomo mi cartón y me voy con el duque a ver el Puente del Inca, maravilla de la naturaleza, como la Gruta Azul de Capri, una de esas cosas que pertenecen a la naturaleza y no se pueden traducir sino débilmente en pintura. Sin embargo, ejecuto rápidamente un apunte (...)
El duque me deja y llegar el barón con su robe de chambre y una toalla en la mano. Encuentra el sendero para descender bajo el puente, y yo le sigo. La temperatura es caliente y húmeda. Son baños de agua tibia que cae espumosa en dos bañaderas naturales bajo el puente, que está cubierto de estalactitas a la mitad de su altura total. Debajo corre el agua helada; 30 ó 40 pies más alto se encuentra el agua tibia, hallándose el puente ocho pies más arriba".
Nada puede reflejar mejor la subjetividad de la apreciación estética, entonces, que la comparación entre los testimonios de Darwin y de Pallière sobre este mismo Puente del Inca.
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Una de las muchas viejas postales turísticas que hay del puente.
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Vista del hotel y su majestuoso entorno, en postal de 1920.
LOS INTERESES TURÍSTICOS
Hacia 1880, aparece constituida una Sociedad Termal y Minera del Puente del Inca, dedicada a la explotación comercial del lugar. No obstante, a pesar del crecimiento de una aldea, de estar en el paso hacia el inmenso Aconcagua y de la construcción de la estación de ferrocarriles en el lugar, aún faltaba mucho para potenciarlo y darle verdadero sentido de refugio y de hospicio, como se desprende de las palabras del ex diputado y diplomático chileno Abraham König, en "A través de la República Argentina: diario de viaje", de 1890:
"A las tres llegamos al Puente del Inca, fatigados con la marcha a pie y a caballo, sudorosos y sofocados con el calor. El vestido de lana pesaba como si fuera de plomo. La posada es pobrísima, y aunque esta estación es visitada por gran número de enfermos que llegan de ambas repúblicas, estaba casi desprovista de recursos. Un pedazo de carne negra y dura y unos huevos mal fritos era todo lo que había de pronto y de provecho. Me olvido del queso, que ése sí valía la pena, porque era sabroso y con trazas de haber sido fabricado en alguna de nuestras provincias del sur".
A pesar de los sorprendentes paisajes y de su ubicación privilegiada en las rutas transcordilleranas, el principal atractivo explotado del Puente del Inca siguió siendo su agua termal, a la que se le siguió atribuyendo siempre condiciones casi sobrenaturales de sanación de enfermedades por tratarse de un completo caldo de cloruro de sodio, bicarbonatos, alcalinos, sales arsenicales, cálcicas y sulfurosas. De hecho, sus cinco fuentes fueron bautizadas Venus, Marte, Saturno, Mercurio y Champagne, me parece que en el caso de esta última porque brotaba más espumosa que el resto. También se ha explotado la extracción de sal doméstica corriente en la zona.
Así pues, en 1903 la obra "Ciudades, pueblos y colonias de la República Argentina" de Javier Marrazzo, explicaba:
"Esta propiedad característica de las aguas minerales del Puente del Inca, forman de ellas un verdadero tesoro de la salud, pues enfermedades que no han cedido con el uso de las aguas de Vichy, en pocos meses han desaparecido completamente con las de con las de Mendoza".
Por esos mismos años, además, entraba en funcionamiento el primer gran hotel que se construyó en este lugar y que fue creciendo en distintas etapas con el correr del tiempo y la prosperidad.
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El hotel en sus buenos años, en postal fotográfica.
DESARROLLO Y MEJORAMIENTOS DEL SIGLO XX
Hacia 1904 y 1905, se destinaron fondos para la construcción de refugios en este camino y algunas mejoras de la ruta, aunque por esos mismos años la localidad y la estación fueron asaltadas en algún par de ocasiones por bandoleros montañeses y pandillas de cuatreros, debiendo ser defendida por sus propios residentes a falta de una vigilancia policial estable en el lugar. El tema era tan delicado que incluso llegó al Senado de la República Argentina en 1906.
Con el mejoramiento de los caminos, la incorporación del ferrocarril eléctrico pasado el Primer Centenario de las Repúblicas, el florecimiento de nuevos hostales y refugios para los días de cierre del paso internacional, además del gran movimiento permanente de personas hacia ambos lados de la cordillera, comenzaron a hacerse mejores inversiones privadas y la riqueza cundió en la zona. Fotografías y postales cercanas al Primer Centenario muestran el esplendor y buen tamaño que ya tenía entonces el Hotel del Puente del Inca, conocido también como el Balneario o los Baños del Puente del Inca. Por él pasaron muchos viajeros, diplomáticos, artistas y héroes montañistas de las conquistas del Aconcagua, el monte más alto de América; pero quizás también algunos mártires de tan audaz desafío.
Los proyectos fueron creciendo: se habían construido las instalaciones de piedras sobre las termas, empotradas al costado del puente, para uso de los miles de visitantes. Y así, por 1925, se ejecuta la más importante ampliación para desarrollo turístico, en el elegante complejo del Hotel Puente del Inca ubicado atrás de la formación rocosa que da nombre al sitio y a un costado de la pequeña Capilla de Nuestra Señora de las Nieves, obra de crucero y muros de piedra que sobrevive en ese terreno, reconstruida a partir del templito colonial que era antes, según cuentan allí. Por algún error, sin embargo, en algunos casos se asegura que la gran hotelería aparece en Puente del Inca sólo en esta fecha, cuando en realidad se remonta a inicios del siglo.
Lugar de bellos salones, pistas de juegos, toboganes, grande y cómodo comedor, patio-solar propio, habitaciones con tina termal en cada una y ciertos cuartos de lujo que fueron visitados por importantes personalidades internacionales, el Hotel Puente del Inca parecía una promesa de éxito y prestigio inagotable, propietado y administrado por la Compañía de Hoteles Sud Americanos con cerca de 80 a 100 personas trabajando allí según la temporada, como empleados, botones, camareros, mucamas, mecánicos, mozos, cocineros, panaderos, estilistas, aseadores, electricistas, etc. Contaba incluso con un túnel hacia el sector de las fuentes termales del puente, para que los visitantes no tuvieran que salir al aire libre cuando quisieran ir hasta ellas.
En este período de gran desarrollo hotelero y turístico, además, se instalaría el Refugio Militar General San Martín de Uspallata, en 1943, dando origen a la Compañía de Esquiadores de Alta Montaña Escuela que comienza a entrar en operaciones cinco años después y que, en 1955, pasó a ser la Compañía de Esquiadores de Alta Montaña “Teniente 1° Ibáñez”, con cuartel cruzando la carretera en el mismo sitio de nuestro interés. Desde 1986, está rebautizada como Compañía de Cazadores de Montaña N° 8.
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Vista desde el cuartel militar de Cazadores de Montaña 8, en primer plano. Atrás se ven las instalaciones del hotel y, al fondo, la Iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, hacia los años cincuenta. Fuente imagen: Gabitos / Culturademontana.com.ar.
LA TRAGEDIA DE LOS AÑOS SESENTA
Creo discutible lo positivo o no que haya sido -a la larga- la intervención y el atractivo turístico de la gran hotelería sobre la conservación del puente natural. Además, los buses, colectivos y vehículos familiares en que llegaban muchos turistas, con frecuencia pasaban directamente sobre el mismo, algo que hoy sería impensable. Existen fotografías y postales que confirman que algunos visitantes, de hecho, detenían sus vehículos sobre el puente, para tomar fotografías o para usarlo de mirador.
El hotel y sus termas, de este modo, eran de enorme atractivo para quienes llegaban al lugar, a pesar de cierto deterioro en la infraestructura que ya se comentaba en los años cincuenta. Se practicaban actividades de esquí, andinismo, hockey de hielo y deportes de invierno. En verano se realizaban grandes cabalgatas y excursiones. Lo relacionado con requerimientos de salud, comercio mayorista, correos y otros servicios se podía conseguir también en el cercano poblado ferroviario de Las Cuevas, que a la sazón había sido inaugurado como Villa Eva Perón, más al poniente.
Sin embargo, aludes de tierra y avalanchas de nieve comenzaron a acosar las instalaciones, de la misma manera que fueron arruinando el tren transandino, efecto que intentó ser reducido con los techados a modo de túneles que aún existen allí. Al deterioro de las instalaciones se sumaron advertencias nunca atendidas, formuladas por la Dirección Nacional de Arquitectura de la República Argentina, advirtiendo de los peligros frente a posibles deslizamientos o aludes.
Así, la desgracia inclemente de la Cordillera de los Andes alcanzó al gran Hotel Puente del Inca el 15 de agosto de 1965, hacia las 14 horas, cuando le cayó encima un formidable alud desde el cerro Banderita Sur, en cuya falda se halla, luego de varios días de nevazón incesante. La avalancha de nieve, rocas y lodo lo tapó y destruyó en su mayor parte, perdonando casi intacto sólo al viejo y rústico templito de Nuestra Señora de las Nieves que aún permanece allí casi siempre cerrado y solitario, aunque el folklore asegura que embestida le abrió sus puertas y arrancó su cruz. Según la misma tradición oral de los residentes de la zona, sólo entre 10 y 20 personas se salvaron de la muerte en el hotel.
Los súbitos aludes se repitieron en todo el sector, sepultando también la villa de Las Cuevas con una avalancha iniciada en el Cerro Santa Elena, no dando tiempo a sus habitantes para escapar. Al final, un total de 40 vidas se llevó en su ferocidad aquel día, y los sobrevivientes de la tragedia fueron albergados en la mencionada iglesia del Puente del Inca, mientras llegaban los rescatistas. Este templo se conserva hoy tal cual y es mantenido por personal militar del cuartel local.
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Sello postal argentino con el Puente del Inca.
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Cerámica con la costra salina que se consigue en las aguas de Las Cuevas.
LLEGAN LOS "MARCIANITOS VERDES"
Un atractivo adicional para Puente del Inca, además, ha sido cierta fama de lugar misterioso y enigmático, e incluso circula cierta historia relacionando la tragedia de los años sesenta con supuestos avistamientos de ovnis que tendrían lugar allí entre los cerros, en este caso con una bola de fuego que fue vista desplazándose por el valle en dirección hacia Chile el día de los aludes. También se rumoreó de teorías de meteoritos y que los miembros de Gendarmería Nacional habrían cerrado todo el lugar en esos días.
No menos oídas han sido leyendas de pequeños seres parecidos a gnomos o duendes, que se aparecen por el río y el puente en algunas ocasiones, o de almas en pena como suele contarse de todos los sitios que han sido lugares de muertes.
En esta misma línea, existe un caso bastante curioso de Puente del Inca y en su momento muy comentado, sobre un supuesto registro fotográfico de seres extraterrestres, o al menos así se lo definió por entonces. El asunto, difundido por el ufólogo argentino Victorio Corradi, surge de una fotografía tomada en febrero de 1979 por don Juan Nobital a su familia (esposa, hijos y sobrinos), mientras se hallaban en el Puente del Inca luego de una visita veraniega al Cristo Redentor de los Andes. Cuando reveló la fotografía de su pequeña cámara análoga Kodak, descubrió que en la imagen aparecía, junto al grupo de personas, una figurita antropomorfa y estilizada de pequeño tamaño -un "humanoide" como gustan algunos de llamarlo- con color de fuego y en una actitud de levantar una mano como saludando, mientras que más atrás, se distinguían otras pequeñas imágenes del mismo color con una especie de formación o ronda.
Al principio, Nobital no le dio importancia a la imagen y la guardó, según confesaría; pero más tarde se enteraron los medios de su existencia y cundió el interés atrayendo también a investigadores internacionales a ponerle la lupa a la controvertida fotografía.
La imagen del Dr. Nobital -que incluso fue invitado a la televisión y entrevistado en más de una ocasión- fue todo un suceso para los mendocinos y los amantes de lo paranormal en esos años, aunque en nuestra época más acostumbrada a imágenes espectaculares, poco efecto de impacto podría tener y hasta provoque quizás algo de burla. Como apodaron al pretendido ser como "Marcianito", un periódico de Mendoza tituló incluso "Enanitos verdes en Puente del Inca" o algo parecido. Y aunque el asunto claramente podría haberse tratado de un mero defecto casual en el registro del rollo de película (posibilidad negada por Corradi y otros ufólogos), la leyenda cuenta que incluso fue investigada por la NASA.
Como sea, esta historia que reafirmó la fama de misterioso de este lugar cordillerano, tuvo una consecuencia inesperada en la cultura popular: en esos años, una banda mendocina recién se iniciaba en el pop liderada por Marciano Cantero, quienes siguiendo un consejo de un amigo periodista y haciendo una broma del nombre de su vocalista, se apodaron con el título del diario que daba aviso de la noticia de Puente del Inca... Nacía así el grupo Los Enanitos Verdes.
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La fotografía Nobital con los supuestos "marcianitos" del Puente del Inca.
ACECHO DE LA DECADENCIA vs. ENORMES POTENCIALES
Las ruinas del gran hotel se fueron deteriorando y desapareciendo, olvidadas por la historia humana. Hoy resulta casi incomprensible observar en el lugar cómo algunas penosas ruinas y trazos geométricos sobre el terreno son todo lo que queda de lo que alguna vez fuera aquel enorme complejo hotelero. El gran pasado turístico de Puente del Inca había comenzó a desaparecer, así, como el blanco de las nieves de su entorno en cada período estival.
Los regímenes militares de los años 70 y hasta principios de los 80, también hicieron flaco favor al conocimiento y la atracción de público en el Puente del Inca, más aún considerando su condición de paso internacional con Chile en años de irritadas controversias limítrofes y de la propia militarización de la zona.
Pero a pesar de la tragedia del hotel y de la baja en el período señalado, el lugar siguió siendo visitado por hombres y "marcianos", y generando actividades de hostería y alojo, existiendo hasta ahora la idea de rehabilitar y repotenciar el ferrocarril transandino. En 1989, también se trasladó hasta allá una hermosa imagen de la Virgen de las Nieves, considerada la Patrona y Protectora de las Actividades de Montaña como las que tienen lugar allí. No faltan los intereses de empresarios turísticos por recuperar y repotenciar este lugar, con grandes proyectos de hotelería enrollados bajo el brazo, por supuesto.
Otra característica singular del lugar que atrae a los visitantes y genera comercio, es que la alta mineralización de las aguas permite que cualquier objeto sumergido allí, en alrededor de 15 días a un mes y medio, quede totalmente cubierto de una costra de sal azufrada y peróxido de hierro en tonos blanquecinos y ocres, dándole un aspecto y textura únicos, que los locales aprovechan para mineralizar figuras de cerámica y ofrecerlos en exposiciones o en ventas a los viajeros. Hay quienes inmortalizan objetos o recuerdos personales con esta cobertura salina, sólida como el concreto.
Por todo el valor histórico y natural descrito, al que agregaría también el cultural y legendario (mitos antiguos y mitos modernos), el Monumento Natural del Puente del Inca ha sido declarado Área Natural Protegida del Gobierno Provincial. Este propicio enfoque de revalorización del lugar, sin embargo, ha provocado conflictos con proyectos turísticos que han interesado a algunos inversionistas deseosos de recuperar el esplendor que tuvieron complejos como el del Hotel Puente del Inca. Conservar este tesoro fue la misma razón por la que se cerró el paso del puente por Resolución N° 1.119 del 15 de julio de 2005, ante el posible peligro de deterioro y de futuro derrumbe luego de confirmados desmoronamientos, fisuras y filtraciones en su estructura.
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Hermosa vista del Puente del Inca y de las ruinas del antiguo complejo termal, tal cual se observan en nuestros días. Fuente imagen: Taringa.
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La Iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, que sobrevivió a la tragedia de 1965 a pesar de encontrarse más cerca de la ladera del Cerro Banderita Sur, desde donde cayó el alud destruyendo el antiguo hotel.
Ilustración de una chullpa en ruinas, ubicada por el sector de Sitani, en Isluga (imagen base usada para el dibujo, tomada de MemochiaChilena.cl). Hay quienes creen que esta clase de construcciones precolombinas podrían haber inspirado la leyenda de los “gentiles” y sus "casas".
Aunque en el imaginario folklórico andino son comparativamente frecuentes las historias de personajes equivalentes a los duendes, gnomos y enanos del Viejo Mundo, me ha costado una enormidad encontrar buena información relativa al mito de los “gentiles”, que en la Provincia de Parinacota, El Tamarugal e incluso al interior septentrional de la Región de Antofagasta, tuvo quizás vez gran presencia y vigor, pero ya casi diluido con el desgaste y la muerte de las generaciones que mejor conocieron esta leyenda secular.
Repartidos por toda la Quebrada de Tarapacá, por ejemplo, verifiqué que aún quedan ciertos ancianos que hablan de estos “gentiles”: una supuesta raza de diminutos seres parecidos a los humanos que vivía en las laderas de los cerros o sus grutas y que ya se extinguieron por completo, al menos en este plano de la existencia física.
Esta leyenda me recuerda un poco al publicitado mito fantástico contemporáneo de la raza dropa del monte Bayan Kara Ula cerca del Tíbet, intensamente explotado por autores devotos del neofolklore ufológico y del realismo fantástico a partir de notas literarias pertenecientes a David Agamon y Erich von Däniken. También roza alcances cósmicos, como veremos, aunque en el caso de los "gentiles" la leyenda tiene un valor antropológico y cultural interesante.
Espero que este artículo sea para esta leyenda tan poco conocida y tan escasamente difundida hoy, un pequeño aporte a su rescate o, cuanto menos, un pequeño rezago en el camino a su extinción en el folklore oral, antes de que las escasas últimas fuentes vivas que conocen de ella, vayan quedando en el silencio del paso inexorable de los tiempos terrenales.
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Los seres pequeños y humanoides están presentes en varias leyendas del mundo andino. Una de ellas es también la del Ekeko, personaje-amuleto originado en estatuillas antiquísimas como la de la imagen, correspondiente a un hallazgo de influencia tiawanakota.
UN MITO INTRIGANTE
Algunos lugareños son precisos en señalar que los "gentiles" de Tarapacá vivieron hasta hace "unos 5 mil años" en la zona del Norte Grande de Chile, y que eran muy parecidos a los seres humanos salvo por su pequeño tamaño y su imposibilidad de permanecer demasiado tiempo bajo la luz del Sol. De acuerdo a cierta línea de esta historia, eran una civilización tan antigua que existía desde antes que fuera creado el propio astro solar, y de ahí la incapacidad de sobrevivir a sus rayos.
Según parece, nadie aún vivo alcanzó a ver a los “gentiles” originales que moraron en ruinas alrededor de los pueblos de valles cordilleranos, pero la versión más popular del mito asegura que medían cerca de un metro o menos de altura (en otras versiones son definitivamente enanos-duendes, más diminutos), que eran proporcionalmente con un aspecto muy parecido al de los humanos. Tenían comportamiento como de niños, traviesos, alegres, aunque eran tan laboriosos como juguetones. Dependiendo de la versión que se tome, habrían alcanzado a vivir brevemente en el mismo tiempo que los hombres o bien nunca se encontraron, separados por la brecha cronológica.
El porqué desaparecieron, se asocia a un hecho dramático: un día salieron todos de sus casas durante un eclipse solar, creyendo que era de noche; cosa fatal, pues como no podían ver la luz del día, ésta les cayó mortalmente encima al pasar el fenómeno astronómico, dejando todos sus cuerpos esparcidos y quemados por las pampas, los campos de cultivo y los caseríos donde vivían. Todo se habría debido a que la Luna, la deidad Paxsi en el mito andino, se irritó de celos contra su amado Inti, el dios Sol, cuando una mujer, una princesa o una mágica paloma cuculí (varía según la fuente oral) lo sedujo con cantos, aunque otra versión dice que fue por una alegre fiesta ritual que los "gentiles" dedicaron al astro sin acordarse de ella, su compañera reina de las noches. En la discusión, la Luna se tomó revancha tapando al Sol y provocando así la tragedia. Ésta es, más o menos, la versión que recoge Roberto Carrera en sus "Apuntes para la memoria: el cantar de mi dulce tierra", colocando el poblado de Belén como escenario principal de los hechos según este trabajo que, desgraciadamente, sólo he podido encontrar en versiones digitales.
Otros habitantes de la zona de Isluga y también de Parinacota especulan que esta fabulosa raza antediluviana alcanzó a convivir con la nuestra, ayudando a los hombres en sus cuestiones agrícolas, o bien que se asimiló con los primeros habitantes humanos que llegaron a aquellas regiones, al menos sus sobrevivientes luego de la masiva extinción, desapareciendo en esta mezcla. Y, curiosamente, antes habrían existido en algunos de los caseríos cordilleranos, ciertas familias que se caracterizaban por su muy pequeño tamaño, cercana o incluso inferior a las proporciones de un niño, según la tradición oral. Se hablaba hasta de la existencia de mini-aldeas completas en los cerros, muchas veces confundidas con los murallones bajos de tambos, pircas o ruinas indígenas, donde suelen aparecer osamentas que son identificadas también como pertenecientes a esta pre-humanidad según supe, en otros sectores del altiplano chileno y boliviano.
Por las noches, sus llantos y gritos de sufrimiento aún se oyen por algunos valles y sus almas salen en pena cuando vuelve a haber un eclipse o incluso cuando hay Luna llena, preguntándose qué fue lo que los arrebató de este mundo. No falta quien asocia la leyenda a descendientes de entidades cósmicas, de emisarios del espacio o provenientes de otros planos y mundos.
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Cada vez que aparecen pequeñas herramientas o artefactos indígenas antiguos por los valles del interior de la pampa, como este diminuto raspador, los habitantes de estas comarcas lo interpretan de inmediato como un vestigio de la época de los misteriosos "gentiles".
LOS "RESTOS" DE LA CIVILIZACIÓN
Lo único que habría quedado de los "gentiles", además de sus osamentas disperasas, son los restos de sus rústicas y diminutas casitas, abandonadas por sectores como la Quebrada de Tarapacá, Isluga, Colchane, al interior del Tamarugal y en la cuenca del Lauca. Estuve varios días en las márgenes del río Tarapacá, además, tratando de ubicar alguna de estas pretendidas ruinas, que podrían ser el origen de la leyenda, y por los testimonios que conseguí reunir de vecinos residentes de la quebrada, también se describe un tipo de construcción con aspecto de casuchas sólidas hasta con techos en aguas, además de ubicaciones hacia los costados e interiores de la parte más alta de la quebrada tarapaqueña y sus cuestas.
Conjeturo que quizás se trate, en muchos casos, de pequeñas apachetas u otras unidades ceremoniales equivalentes a los cenotafios. Empero, también se interpretan a todas las pequeñas cerámicas, herramientas y artículos que aparecen en yacimientos arqueológicos como vestigios de aquellos seres; y cuando salen afuera huesos en algún lugar de las rutas ancestrales que por su tamaño son tomados como de "gentiles", los lugareños vuelven a sepultarlos y mantienen el hallazgo en secreto.
Don Damián Relos, el veterano residente de Huarasiña conocido en la zona por haber sido uno de los cabecillas de la resistencia que retuvo en la aldea una figura de San Lorenzo hecha para su vecino poblado de Tarapacá, en los años cincuenta, tiene también interesante información sobre esta leyenda que escuchó toda su infancia, señalando que las últimas casas “gentiles” que quedaban en pie en los alrededores de Tarapacá, estaban por un sector apartado y casi desconocido, antes llamado Chantillay o Chintillay, muy al interior. No sé si se refiere quizás a Chintuya o a la Quebrada de Chintaguay, pues su memoria octogenaria ya tambalea en ciertos detalles y no toda la toponimia es siempre clara en esta región.
A pocos kilómetros de allí, el querido Cacique Fermín Méndez y su esposa Gladys Albarracín, considerados símbolos vivientes de la aldea de San Lorenzo de Tarapacá y de la fiesta de su Santo Patrono, me comentaron durante un encuentro en los preparativos de la celebración del año 2012, algunos detalles sobre esta pintoresca leyenda y de cómo ya comienza a apagarse en el traspaso generacional del folklore y las creencias. También recuerdan algunos ejemplos de ruinas de supuestas “casas de enanos” en la proximidad de Huarasiña, aunque en otros lados se habla de tales antiguas construcciones más bien al interior de la quebrada. Sé, por mi parte, que algunos tarapaqueños han señalado antes las ruinas y murallones del complejo arqueológico de Caserones (período entre el año 1.000 a. C. y el 1.200 d. C., aproximadamente), al poniente de Huarasiña, como posibles vestigios de la supuesta raza extinta de "gentiles".
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Ilustración de una Chullpa ubicada al interior de la cuenca del Río Lauca, en la Región de Arica y Parinacota. Su tamaño, inferior a la altura de un hombre promedio, podría hacer de las chullpas posibles orígenes del mito de los "gentiles".
TINTES DE REALIDAD
Ya vimos que, según una de las versiones, los "gentiles" habrían alcanzado a convivir con los seres humanos antes de terminar de desaparecer. Me han sugerido que las pequeñas y antiquísimas criptas que pueden observarse en varios cementerios de pueblos interiores, fomentaron quizás la creencia de que algunos “gentiles” o sus descendientes llegaron a vivir hasta tiempos humanos. Muchas de estas sepulturas seguramente pertenecen a niños fallecidos especialmente en las epidemias, y otras quizás sean sólo un resultado del escaso espacio disponible en los camposantos, pero estas posibilidades poco le importaron a la imaginación y a la fértil fantasía popular.
El hallazgo de un cuerpo humanoide diminuto en las ruinas de la enigmática salitrera La Noria, cerca de Pozo Almonte, también estimuló la creatividad de algunos que chismearon ese año 2003, según lo que supe, sobre un posible vínculo más con el mito de los "gentiles" que con extraterrestres, como fue la versión tomada por la prensa y la más difundida. Se ha dicho tras estudios serios que la famosa criatura momificada, apodada Ata, mide sólo 15 centímetros y debió vivir unos 8 años, pareciendo corresponder a un humano con mutaciones.
Creo advertir cierta semejanza de la creencia de los "gentiles", también, con la de los famosos Ekekos o Equecos de Bolivia, esos pequeños personajes de culto popular enraizado con las tradiciones de territorios también bajo vieja influencia tiawanacota, que alegorizan tanto como procuran la abundancia y la fortuna, razón por la que se les representa en el folklore actual como una especie de duende-amuleto vestido a la usanza altiplánica y cargado de toda clase de objetos, alimentos, utensilios, botellas y bolsos, exagerando el aspecto de comerciantes y viajeros que atraviesan el desierto.
El Ekeko no sólo era tomado por los aymarás como una representación, sino que se los creía reales. Originalmente, los representaban en estatuillas sencillas de enanos jorobados y rostros un tanto siniestros. La creencia de que efectivamente era una entidad existente, fue registrada en plena Colonia por el cronista y sacerdote Ludovico Bertonio, en el “Vocabulario de la lengua aymara", publicado en Perú en 1612. El cura veía con inquisitivo temor y recelo tales cultos paganos al “Ecaco” (así lo llama) entre la sociedad indígena, recomendando su extinción de la misma forma que a la veneración del dios local Tunupa, según comenta. Por cierto, Tunupa parece ser la deidad retratada en el majestuoso geoglifo del Cerro Unitas, por el camino a Colchane, conocido como el Gigante de Tarapacá o el Gigante de Atacama.
¿Qué relación podría tener con los "gentiles", además de ser humanoides de pequeño tamaño? Pues sucede que algunos ancianos recuerdan además que, por las laderas y cuestas de la Quebrada de Tarapacá, antes se podían hallar enterradas -con algo de suerte- supuestas estatuillas o figuritas antropomórficas de cerámica o de piedra, que según la descripción que me hace, no deben ser muy distintas a los primitivos Ekekos. Don Damián dice, por ejemplo, que alcanzó a ver alguna en sus años más jóvenes y muchos creían entonces que ellas representaban a la misteriosa raza de “gentiles”, sirviendo también como amuletos, en otra analogía con las tradiciones andinas de donde podría provenir parte de la influencia que gestó esta curiosa fábula de los hombres diminutos de Tarapacá y Parinacota. Sin embargo, se cuenta también que todas estas supuestas piezas dejadas por los antiguos habitantes andinos, habrían ido a parar a manos particulares o acabaron robadas, hasta que se agotaron. Ya no se tiene noticia ni prueba del descubrimiento de estas legendarias piezas en la zona, por lo tanto, viviendo sólo en la memoria legendaria.
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A veces, los restos de antiguos conjuntos ancestrales como el de la imagen, correspondiente a Caserones cerca de Huarasiña, en Tarapacá, son interpretados como ruinas de las ciudades "gentiles".
POSIBLE ORIGEN DEL MITO
Nadie tiene claridad sobre cuál es su origen de la leyenda de los "gentiles", pero en opinión de algunos arqueólogos e investigadores de la región, además de otras respetables personas de las que preferiría guardar su identidad (pues tengo la sospecha de que, en general, el mundo de la ciencia y el academicismo se muestra un poco reacio a abordar esta clase de temas), la inspiración principal para el mito de los “gentiles” debe estar en las chullpas: los túmulos o bloques funerarios que forman parte de la zona de influencia cultural Tiawanaco y que pueden encontrarse entre los valles intercordilleranos de aquella zona en el Norte Grande de Chile, como sucede -por ejemplo- en Isluga, unos 20 kilómetros al Noroeste de Colchane.
Por lo corriente, las chullpas lucen como una pequeña garita cilíndrica o rectangular de piedra o de adobe, con un falso acceso, a veces vanos que semejan ventanas y hasta con dinteles, además de un techado, cubierta o “tapa”, por lo que pueden ser fácilmente confundidas y recordadas como miniaturas de utas (casas, en aymará) por quienes las hayan visto. Realmente semejan a una pequeña casita rústica, a escala de una real.
De acuerdo a la opinión de don Luis Briones Morales, destacado arqueólogo de la región con quien tuve la suerte de poder conversar del tema durante una primera visita al conjunto de Caserones, las chullpas podrían haber dado así un origen a la creencia en los "gentiles" en generaciones de habitantes andinos que ya no practicaban esta tradición funeraria. Esto, sin embargo, quizás no alcanza para explicar esas mencionadas ruinas con techos en aguas que algunos ancianos tarapaqueños describen como restos de casas "gentiles", en caso de que tales estructuras realmente existieran.
El que las pretendidas casas de los “gentiles” pudiesen estar relacionadas con sitios ceremoniales o rituales, es algo que creo posible gracias a otro testimonio interesante: el de doña Nina Meneses, activa personaje que participa en grupos de difusión cultural aymara iquiqueños y que tiene vínculos directos con Huarasiña y sus fiestas patronales. Me cuenta que estas aparentes residencias de los misteriosos “gentiles” se ubicaban no en cualquier lugar de la geografía, sino por cerros tomados por puntos místicos de antiguos habitantes, tal vez geománticos, por decirlo de alguna forma. En el pasado, de hecho, los residentes de esos territorios pedían “permiso” para acceder a tales sitios.
El gran problema es que estas “casas de enanos” probablemente ya no existen: sus ruinas fueron desapareciendo con el avance del deterioro, la erosión y muy especialmente con los terremotos. En los mejores casos, sólo observé algunos restos de estructuras parecidas a lo que se me ha descrito, en un sitio que preferiré no revelar por ahora respetando un compromiso tácito, aunque el estado de detrimento no deja ver mucho sobre su época ni aspecto originales.
Y de las casas que alguna vez se decía que hubo en Huarasiña, en la proximidad de Tarapacá y de aldeas más apartadas como Pachica, Huasquiña, Mocha o Chusmiza, chullpas o no, ya no parece quedar ni la sombra. Al menos mis largas caminatas tratando de encontrar cualquier huella de las mismas ruinas, sirvieron para confirmar que esta parte del mito es inverificable.
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Restos de una pequeña y misteriosa construcción rectangular que un sector cercano a al Camino del Inca en Tarapacá, y que también estaría relacionada con el mito de los “gentiles”, según cierta creencia.
Hace pocos meses, fue publicado un artículo en "The New York Times" donde se cuestionaban la relación con Eiffel atribuida tradicionalmente a ciertas obras arquitectónicas de origen peruano, incluyendo algunas de la hoy ciudad cabecera de Chile, Arica, como la Catedral de San Marcos y a ex Aduana.
Esta lista de revisiones empezaba por el puente metálico de la ciudad de Arequipa, oficialmente llamado Puente Bolívar y Puente de Fierro. A pesar de que allá se lo promociona mucho como el único Puente de Eiffel en Perú, atribuyendo su diseño al afamado francés, ya me había llamado la atención el que aparecieran en su estructura inscripciones demostrando claramente la procedencia de su materialidad desde Filadelfia, y por eso tomé en 2011 las fotografías que publico acá.
Ubicado en el sector Sachaca sobre el Río Chili, el Puente de Fierro une la vía Fernandini en Arrayanes con la orilla Sur hacia la ex Avenida Parra, hoy Mario Vargas Llosa. Corresponde a una estilizada construcción mecano de puente tendido no colgante, con armado modular de cerchas y concebido en estructura de ménsula, entramado de diagonales cruzadas (sistema "en X" o de Warren) y suspensión sobre columnas con la constante de altura y horizontalidad adaptando sus vigas y puntales a la superficie del suelo que lo sostiene, asegurado sobre fuertes machones y sillares fortificados. Mide 488 metros de largo, siendo quizás el más largo del mundo para uso ferrocarrilero al ser inaugurado, según se cuenta.
Las estructuras metálicas del puente llevan claramente la inscripción de procedencia, legible entre sus remaches, pernos, tuercas y el quizás innecesario esmaltado azul que se le dio más cerca de nuestra época:
Pat.D. June 17 1862
Phoenix Iron Co. Philad.A.
La aludida Phoenix Iron Co. de Pennsylvania, Estados Unidos, había sido fundada en 1783, participando como fundición de armamentos pesados en la Guerra Civil. Más tarde, en la señalada fecha de 1862, uno de sus directores y socios llamado Samuel Reeves, creó y patentó la llamada Columna Phoenix hueca y de fierro fundido dividida en segmentos laminados, que se empleó en este puente arequipeño y en varios otros que requerían de resistencia y altura. La compañía continuó construyendo estas columnas y vigas para estructuras metálicas. Tras cerca de dos siglos de actividades, sin embargo, cerró operaciones recién en los años ochenta.
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Paisaje original del puente y sus alrededores, en sus inicios.
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La locomotora se aproxima por el puente.
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Esta imagen parece pertenecer a una secuencia, con la anterior.
La fecha de inauguración del Puente de Fierro es otro asunto un poco confuso. Se sabe que su gestación tiene lugar en el período de construcción de la Gran Red Ferroviaria Sur de Perú, ejecutada hacia 1870 y retomada tras la Guerra del Pacífico, hasta 1908. Surge, pues, de una propuesta presentada por el empresario Enrique Meiggs en marzo de 1868, y que fue aprobada por el Presidente Pedro Diez Canseco Corbacho, en el último de sus gobiernos interinos. El proyecto (que se impuso a otros parecidos) contaba con el apoyo de la Comisión del Tribunal Mayor de Cuentas dirigida por José Fabio Melgar y la Corte Suprema de Justicia con aprobación del fiscal José Gregorio Paz Soldán, ambos distinguidos personajes arequipeños. El contrato general de las obras ferroviarias que incluían al puente, fue oficializado en de abril de ese mismo año.
Nacido así como el viaducto para las locomotoras que comunicaban con la zona costera al Distrito de Arequipa, conectaba también con la estación arequipeña hacia Puno, Cuzco y después Tacna. Leyendo el trabajo titulado "Un decenio de la historia de Arequipa, 1830-1840", de Arturo Villegas Romero, se observa que antes existía en donde ahora está el puente, la Chacra de San Isidro, en la que su dueño, don Mariano Guerola, había construido unos baños recreativos en noviembre de 1840.
Sobre el año exacto en que se cortaron cintas, abundan las fuentes asegurando que el puente fue terminado en 1882, cosa curiosa, pues sucedió en plena guerra. Si acaso esto hubiese sido una imprecisión quizás derivada de la mala lectura de las inscripciones en las vigas del puente, la fecha más pertinente podría ser la de 1870-1871, aproximadamente, por coincidir con la primera etapa la gran ampliación ferroviaria del territorio peruano (línea Mollendo-Arequipa) y coherente también los retrasos que generó en todo el fatídico terremoto de 1868. Efectivamente, se habla de un puente-viaducto ferrocarrilero sobre el Río Chili en la memoria "Ferrocarril de Arequipa" y los informes adjuntos publicados por el propio Meiggs, en 1871, paso que unía Sachaca con Tingo, cuyo diseño y presupuesto fueron encargados al ingeniero Ernesto Thomas, del mismo departamento encargado de la construcción de las vías.
Empero, este viaducto comentado no coincidía con el del Puente de Fierro y, aparentemente, el del ferrocarril en su primera versión era de madera como material principal, siendo posteriormente reemplazado por uno de hierro en sistema mecano. Si esto es correcto, es parecida su situación a la del mucho más pequeño Puente de los Carros en Santiago de Chile.
Así, entonces, la Guerra del Pacífico no parece haber sido suficiente problema para retrasar un proyecto de esta magnitud, siendo concluido con su definitiva fábrica metálica en el señalado año de 1882, según la generalidad de las fuentes.
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Vista del puente con el antiguo aspecto de su luz.
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Su acceso cerca de Parra, vista hacia el Norte, principio de los años 30.
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Ya en los días en que estaba habilitado al uso de automóviles.
Ahora bien, la supuesta relación con Eiffel ha sido discutida por la falta de pruebas concretas de ella. En cambio, el diseño sí coincide con descripciones, ilustraciones y planos mostrados en el "Album of designs of the Phoenixville bridge-works" de la Clarke, Reeves & Co., publicado en 1873, que encontré en una versión de microfilmes publicada en los catálogos de The Internet Archives de San Francisco (Archive.org). Aún así, en trabajos serios y académicos como "Evolución arquitectónica y urbana de Arequipa, 1540-1990" de 1992, de Ramón Gutiérrez, Pedro Belaúnde y Elías Mujica, podemos leer la siguiente información:
"Una de las grandes obras que el ferrocarril dejó a Arequipa fue el Puente de Fierro o 'Simón Bolívar', cuya interesante estructura se atribuye a Gustavo Eiffel. Eiffel estuvo vinculado, a través de su representante, el ingeniero Petot, a las obras de la Iglesia de San Marcos y la Aduana de Arica, así como a la Catedral de Tacna".
Varios otros autores peruanos y extranjeros han afirmado también que el puente es diseño de Eiffel, como Carlos O. Zeballos Barrios en su guía "Arequipa en todo su valor", Pedro Felipe Cortázar en "Documental del Perú", Aníbal Cueva García en el "Gran atlas geográfico del Perú y el mundo" y de alguna manera lo sugiere Josué Llanque Chana en su estudio "Arequipa: plan de recuperación del centro histórico". Incluso, sigue apareciendo en guías turísticas y almanaques, según he constatado mirando ediciones relativamente recientes, además de innumerables sitios webs oficiales o informales. Popularmente, además, se cree en Arequipa que el Mercado San Camilo y la propia estación de ferrocarriles también serían diseños de Eiffel.
A pesar del orgullo arequipeño por la supuesta presencia de la mano de Eiffel en su ciudad, el año 2011 la fundación Societé de la Tour Eiffel publicó un trabajo titulado "Eiffel en Amérique du Sud: Mythes et histoires", donde se cuestionaba su autoría del Puente de Fierro y en otras obras a él atribuidas. Posteriormente, en octubre de 2014 el periódico "The New York Times" publicó un artículo titulado "Despite rumors, not everything that towers is Eiffel’s", donde se desmentía que pertenecieran a planos suyos algunas construcciones como el propio Puente de Fierro de Arequipa. Allí escribe su autor, William Neuman:
"Los libros de viajes, los guías y los residentes apuntan orgullosamente al puente, una expresión fluida de la Revolución Industrial, como la obra de Gustave Eiffel, el ingeniero francés del siglo 19 que construyó la Torre Eiffel y diseñó el esqueleto de hierro dentro de la Estatua de la Libertad.
Salvo que no lo es. Así como tampoco lo son muchos otros puentes y edificios por todo Perú y el resto de Sudamérica que son atribuidos al francés".
Parece ser, además, que después de la muerte en 1873 del representante comercial de Eiffel, su compañía no volvió a tener proyectos contratados en América, opinión compartida y avalada en el artículo por la académica Darci Gutiérrez, profesora de arquitectura en Arequipa quien participó en la mencionada publicación de la Societé de la Tour Eiffel, y por don Eusebio Quiroz, historiador de la misma ciudad.
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Vista actual hacia el Norte, desde el acceso.
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Las columnas metálicas, con sus inscripciones de fabricación.
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Vista del sistema de fijación sobre los sillares y arranques.
Pero bien sea o no de Eiffel, no es gratuita la asociación de este Puente de Fierro con el célebre apellido: además de ser contemporáneo a las obras del autor, corresponde a un armado exponente de la escuela franco-inglesa de arquitectura en hierro, desarrollada en el siglo XIX por innovadores como el propio Eiffel y sus colegas Paxton, Barlow, Dion o Jenney. Para ser justos, además, cabe observar que existen inscripciones en algunas columnas de la ex Aduana de Arica (hoy Casa de la Cultura Alfredo Raiteri) de 1874, aparentemente demostrando algún grado de relación con la compañía francesa a pesar de las dudas de los expertos extendidas hasta estas edificaciones también. La autenticidad de esta obra y probablemente de toda la llamada Manzana Eiffel de Arica incluida la Catedral de San Marcos, entonces, podría ser demostrable en los casos ariqueños.
Al ser convertido el Puente de Fierro de Arequipa en paso de vehículos, ya pasado el esplendor de las románticas locomotoras de vapor, se cambiaron las vías y los durmientes por una carpeta de relleno con hormigón armado, manteniendo las bandas laterales para peatones en su estrecho paso. Se le han agregado refuerzos de murallones de calicanto y mejoras estructurales hacia los años 30 ó 40, aproximadamente, aunque hacia 1947 se denunciaba la necesidad de reparar el pavimento sobre el mismo.
Todo el mundo puede contemplar el puente al salir o entrar a la ciudad por la principal de sus puertas, aunque los puentes más antiguos y cercanos al centro histórico de Arequipa suelen llevarse con el grueso de la atención de los turistas. Se lo observa sobre unos campos de cultivo correspondientes a grandes huertos de ajos, por el costado Norte; y al lado de villas residenciales por el Sur, una de ellas bastante elegante, siendo recomendada la hermosa postal visual que se logra desde este sitio, a pesar de que el Puente de Fierro se sale del categórico estilo barroco colonial dominante en la ciudad, que es el que llama a la mayoría de los visitantes.
Aunque hay mucha gente que lo atraviesa completo a pie diariamente, subir sobre él es un asunto complicado para quien no esté acostumbrado: su tambaleo con el paso de los vehículos se magnifica hasta el miedo en la percepción del primerizo y del que sufra de vértigo, especialmente a esa altura que ya antes se ha cobrado vidas por suicidios y accidentes. Los quejidos de sus fierros más oxidados y las barandas de su pretil tampoco ayudan mucho a estimular la gallardía en algunos tramos, cuando se sienten al tacto dobladas o incluso algo sueltas por instantes del trayecto.
Me comentaron allá que se han solicitado volver a darle mantención y sé que hasta ha sido declarado en riesgo hace no mucho tiempo, ya que su estado no sería óptimo por el gran movimiento de vehículos, en ciertas ocasiones armándose un taco sobre su luz, de hecho. Como el 2 de febrero del año 2003 fue merecidamente declarado Ambiente Urbano Monumental por Resolución Municipal Nº 1251-85-ED, es de esperar que esta belleza de ingeniería y arquitectura reciba pronto todos los ajustes y mejoramientos requeridos, asegurándolo por un buen tiempo más en el paisaje urbano arequipeño.
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Vista desde la orilla del río Chili, pasado el puente inutilizado que hay allí.
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Pasando sobre la avenida del Malecón de Vallecito.
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Acceso Sur. Se ve parte del enrejado de su pretil y abajo la s villas residenciales.
La Plaza Pinto en fotografía de Le Blanc, hacia 1885-1888 .
Coordenadas: 33° 2'36.08"S 71°37'28.05"W
Siguiendo la sinuosidad del borde costero que caracteriza la forma en que creció el radio urbano de Valparaíso y sus calles, la Plaza Aníbal Pinto del puerto se halla en una curiosa conjunción de importantes calles, formándose allí una suerte de explanada que, con el tiempo, ha ido perdiendo su definición al ser cruzada por las líneas de calzadas. Por estar tan cerca del mar, dice Manuel Peña Muñoz que "un viajero con alma romántica la comparó con la Plaza de San Marcos de Venecia", aunque la modestia obliga a dormir un poco semejante orgullo.
Ubicada en la base de los Cerros Concepción, Cárcel y Panteón, esta singular plaza ha sido mayormente dura desde que nació, pero sobre todo después de la incorporación del carro de sangre, el tranvía y el trolebús (que originalmente corrían por ambos de sus costados) que aún pasa por allí. Fue especialmente famosa entre los bohemios de su buena época, no sólo por ser escenario de actividades artísticas, exhibiciones y encuentros, sino también por hallarse justo enfrente del célebre restaurante y bar "Cinzano", todo un símbolo sobreviviente de la tradición porteña y por muchos años con el desaparecido ascensor "Esmeralda" tras de sí.
No extraña, por lo mismo, que hasta ahora el comercio de las cuadras alrededor de la plaza se amalgame con librerías clásicas y restobares... Y lo admito: es uno de mis lugares favoritos de Valparaíso.
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Cuando era la Plaza del Orden (al centro) en plano de Nicanor Boloña, 1896.
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Los jardines de la fuente, hacia inicios del siglo XX.
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Vista de la plaza hacia la primera mitad del siglo XX.
ORÍGENES: LA PLAZA DEL ORDEN
Dice don Benjamín Vicuña Mackenna en su "Historia de Valparaíso", que en el siglo XVIII un acaudalado capitalista llamado Joaquín de Villaurrutia, muy conocido en su tiempo, construyó sus graneros en donde ahora está la plaza, además de unos muelles en el lado costero (donde estaba la llamada Cueva del Chivato), durante el boom de Valparaíso como puerto exportador. El espacio urbano que hoy conocemos como la Plaza Pinto, entonces, no existía a la sazón.
Ya en los últimos días de la Colonia se ensanchó la vía hacia estos terrenos y a una cercana casona de tejas cerca del muelle, la que hacia 1830 sería convertida en primera cervecería oficialmente conocida en Chile según recuerda Vicuña Mackenna, así que podemos sacar un cálculo de lo antigua que es la presencia de bohemios y vividores en el tradicional sector, antes de que hubiese allí plaza o algo parecido.
La plaza surge casi connaturalmente en el período posterior, fundada como Plaza del Orden al final de las calles de Tubildad (hoy Almirante Montt), la Quebrada de Elías (coincidente más o menos con la actual Cumming), del Cabo (ahora Esmeralda), O'Higgins y Melgarejo, con un jardín circular y la plazoleta con forma de "U" que aún se conserva. No tengo del todo claro por qué su concepto nominal de "orden", pero quizás se deba a que en sus calles lindantes, en el pasado, se ordenaba el acceso de los usuarios del servicio portuario, tanto así que en el mismo lugar donde ahora está la plaza existía un embarcadero con una especie de portería, que incluso cobraba peajes a partir de la gobernación de don José Ignacio Zenteno a inicios de la Patria Nueva.
Según algunas referencias que he consultado (entre ellas, la infalible fábrica de mitos de Wikipedia), la Fuente de Neptuno de la plaza, con el Dios de los Mares montado sobre monstruos marinos que tiraban agua por la boca, fue instalada sobre sus pequeñas grutas y estanque en 1892 -según unas- o en 1930 -según otras-, pero ambos datos no pueden ser precisos, pues aparece la obra de bronce ya en fotografías muy anteriores del siglo XIX. Claramente, corresponde a la famosa obra ornamental reproducida por casas metalúrgicas y artísticas francesas como Val d'Osné o J. J. Ducel et Fils, y tiene por uno de sus costados hacia atrás, la inscripción "V. Dubray" que la revela como obra del escultor francés Gabriel Vital-Dubray (1813-1892), con la fecha de 1856, existiendo copias en varias partes del mundo e incluso en Santiago, en la ex Alameda de las Delicias y después en la fuente monumental del cerro Santa Lucía, en la actual Terraza Neptuno.
De acuerdo a Leopoldo Sáez Godoy y su "Valparaíso: Lugares, Nombres y Personajes, Siglos XVI-XXI", el Neptuno de la fuente fue llevado a Valparaíso desde Francia en 1860:
"Estaba sobre un pedestal y la fuente a sus pies tenía varios surtidores de agua, alrededor un pequeño jardín, palmeras, arbustos y balaustrada, escalinatas de ladrillo y cemento, más calle que plaza".
Hacia 1863, don Josué Waddington adquirió los terrenos alrededor de lo que ahora es la plaza, habilitando un terraplén y arrendándolos a algunos espectáculos que se encontrarían entre los precursores del circo chileno (como el Circo de Monsieur Charles)y de la lucha libre de exhibición (¿acaso un anticipo del cachacascán?). Pocos años más tarde, Guillermo Waddington, hijo de don Josué, solicitaba autorización para construir muelles propios bajando hacia la orilla del mar desde la misma plaza.
Además, a principios de ese mismo año de 1863, en enero, había corrido por el costado en la calle del Teatro el primer carro experimental del tranvía de sangre, en una ruta que partía en la Estación de las Delicias y terminaba en la novedosa Plaza del Orden, dando inicio a la época del ferrocarril urbano del puerto.
A pesar de todo, no fue mucho lo que vio acá Recaredo Santos Tornero en su famoso "Chile Ilustrado" de 1872, cuando hizo un recuento de las plazas del puerto:
"La del Orden, también irregular y mucho más pequeña, no ofrece particularidad alguna a no ser los edificios de tres pisos del lado Norte y Oriente"
Entre muchas otras razones, el lugar adquirió fama por ser donde quizás comenzó a popularizarse el concepto de sastrería del "corte inglés", debido a que muchos varones de origen británico encargaban sus trajes al maestro Tailor Mack, cuyo taller se hallaba adyacente a la Plaza del Orden, como lo informa Manuel Peña Muñoz en "Chile. Memorial de la tierra larga". Después llegaban por allí, también, los turistas preguntando por el afrancesado Hotel Donnay; y, comenta Roberto Hernández Cornejo en "Los primeros teatros de Valparaíso y el desarrollo general de nuestros espectáculos públicos", cómo la bailarina y artista coreográfica Aurelia Didier fundó también en la plaza el Hotel Didier. Allí en el mismo cuadrante y su entorno, por aquel entonces se encontraba la sede local del Consulado de Prusia -vecina al edificio donde se instalará poco después el "Cinzano"- y la oficina central del Expreso Americano de Encomiendas.
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La plaza devastada, después de la tragedia del Tranque Mena de 1888.
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Vista por el lado de Condell. Se observa a la izquierda la Casa de Otto Adelmann, y atrás el local del "Cinzano". Atrás, el desaparecido Ascensor Esmeralda, que había sido construido en 1905.
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Pablo de Rokha con la Fuente de Neptuno de fondo, en imagen publicada por la revista "En Viaje" de la Empresa de Ferrocarriles del Estado, en noviembre de 1965.
CAMBIO DE NOMBRE Y DESARROLLO URBANO
En el grupo de edificios comentados por Tornero, está la interesante fachada neoclásica del que da escenario de fondo a la plaza, por el lado Sur-oriente, con sus ochos pilastras del simétrico frente. De acuerdo a lo que señala Jorge Schwarzenberg en su álbum "Valparaíso, lo que fue (1830-1930)", el primer edificio de este lugar tenía originalmente sólo dos pisos y era anterior a la construcción de la propia plaza, cosa que se observaría en un daguerrotipo de Boehme and Co. reproducido en la Litografía de Lindemam et Ph. Benoit de Paris, en 1854.
Sáez Godoy aporta más antecedentes sobre las fechas a las que corresponden estas construcciones:
"En 1864 se construyeron tres nuevos edificios, uno de J. Waddington. Alrededor de 1870, se levantó el Hotel Dimier, de tres pisos, cada habitación con su balcón con vista al mar. Es el mismo edificio actual. Está al lado de calle Esmeralda, es de tres pisos más altos que los del edificio vecino..."
Fue después de la muerte del ex Presidente Aníbal Pinto Garmendia allí en el mismo puerto de Valparaíso, a mediados de 1884, que la Plaza del Orden pasó a llamarse oficialmente Plaza Aníbal Pinto, en homenaje a su memoria. Como se recordará, además, Pinto había tenido su residencia cerca de la plaza, en la Calle del Teatro que ahora corresponde a Salvador Donoso. No obstante, Joaquín Edwards Bello aseguraba que los porteños más viejos insistieron en seguir llamándole Plaza del Orden hasta bien avanzada la siguiente centuria, al igual que ocurría con la Calle del Cabo para hablar de Esmeralda. Esto explicaría, quizás, por qué la plaza sigue figurando con su nombre antiguo en el Plano de Valparaíso publicado por Nicolás Boloña en 1896.
En los años inmediatamente posteriores a la Guerra del Pacífico, según se confirma en el álbum fotográfico de vistas de Valparaíso de Félix Le Blanc, hacia 1885, los bajos del descrito edificio a espaldas de Neptuno eran ocupados hacia el lado de la plaza por la tapicería de E. Modee, además de un bar y de negocios que hacían esquina con Condell. Por el otro costado, cruzando la calle, se sabe que destacaba después la casa comercial de don Otto Adelmann. A la sazón, además, la fuente estaba en un jardín cercado y semicircular, rodeado de adoquines, donde no se veía aún el pequeño vergel circular que estuvo un tiempo situado al frente de la misma fontana, al parecer de corta duración. En aquel tiempo, la plaza servía también como punto de referencia para determinar la jurisdicción de distritos administrativos y subdelegaciones zonales.
En su historia, la plaza sufrió sacudidas telúricas e inundaciones, pero hay un desastre que destaca especialmente: el del 10 al 11 de agosto de 1888, casi al mismo tiempo en que el paso de las crecidas y tormentas de la Zona Central también echaban abajo el Puente de Cal y Canto en Santiago. Sucedió que en Valparaíso, el azote de lluvias había provocado el colapso y luego la abrupta explosión de aguas contenidas en el Tranque Mena, arrojándolas violentamente por el Cerro Florida hacia la ciudad, por las calles General Mackenna y Yerbas Buenas, hasta alcanzar la Plaza Pinto. Fue tan formidable la fuerza del torrente descontrolado que dejó abandonada en la plaza, entre peñascos, escombros, maderas, pozas y lodo, una enorme roca de dos metros arrancada de cuajo con todas sus toneladas desde los cerros, la que permaneció por un buen tiempo más ahí antes de ser removida. Otra roca quedó encallada junto a las Escalinatas Murillo, sin poder ser retirada jamás. Las avalancha llegó también hasta Plaza de la Victoria, dejando cerca de 70 personas muertas a su fatídico paso arrasando casas, calles y todo.
En un aspecto más feliz, por la plaza se hallaban en el pasado las primeras sedes de concurridos centros recreativos como el "Restaurant Alemán" de calle O’Higgins, el "Bavaria", el bar "Pajarito" y un "Bar Room" justo a espaldas de la Fuente de Neptuno, todos antecedentes bohemios y nocherniegos, además del "Café Riquet" posteriormente fundado por el alemán Guillermo Spratz, que estaba a un costado, hacia el lado de Melgarejo. Por el costado opuesto se instaló la Cooperativa Vitalicia, en su edificio que era el más alto y moderno de Chile al momento de ser inaugurado en los años 30.
Aproximadamente desde del período del cambio de siglo, era célebre la "Joyería y Relojería Klickmann", cuya presentación ocupaba el ancho de la fachada del edificio de fondo de la plaza, con su vistosa marquesina sobre el primer piso. Esta misma edificación fue ocupada en sus bajos por la "Botica Unión", cuyo vetusto cartel aún se veía por el lado de calle Condell. Antes, en la parte más alta del techo del edificio, había un cartel promocionando la célebre botica con grandes letras, como puede observarse en fotografías de los años 20. Panaderías como la de galletas "Hucke", casas comerciales, centros oftalmológicos y dentales estaban por todo el entorno.
El aspecto definitivo de las fuente con escalinatas, al parecer también se define a inicios del siglo XX, aunque en el pasado tenía jarrones franceses decorándolo con mucha elegancia. Se usó la fontana por muchos años como acuario abierto, con peces de colores y plantas como lotos y jacintos de agua, según recuerdan los vecinos más antiguos. Y sería allí en la plaza también que, en 1906, el famoso asesino serial Émile Dubois falló en sus cálculos a tratar de dar muerte al dentista británico Charles Davies, echando con este error su suerte: fue capturado, juzgado y ejecutado. Por esos mismos días, además, Valparaíso era azotado con el terrible terremoto, aunque la plaza y sus edificios sobrevivieron al embate.
Pasada la época de la joyería dominando la fachada Sur del edificio decimonónico atrás de la fuente de Plaza Pinto, vino un referente igual de vistoso y querido por los porteños, ocupando esos mismos espacios en los bajos del edificio: la "Librería Ivens", tradicional negocio y emblema cultural fundado en Santiago en 1891, por el inmigrante germano Josef Ivens, y que se trasladó a Valparaíso un tiempo después, primero a calle Esmeralda, luego a Blanco, pasando por O’Higgins y, finalmente hacia los años cincuenta, a la Plaza Pinto.
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Vista actual de la Plaza Aníbal Pinto.
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La fuente y el edificio en nuestros días.
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En primer plano, el Neptuno, y atrás el Monumento a Condell.
LA PLAZA PINTO ACTUAL
La presencia del "Cinzano" y de otros famosos bares como los antes mencionados, dio siempre un atractivo especial para intelectuales, escritores y artistas de la escena bohemia chilena que llegaban hasta ella. Pablo Neruda, por ejemplo, apareció por el "Restaurant Alemán" con su séquito de amigos y admiradores en junio de 1961, al regresar a Chile. Curiosamente, hacia esos mismos años concurría al cuadrante su declarado archienemigo Pablo de Rokha, como se verifica en algunas fotografías, entre ellas una publicada por la revista "En Viaje" de la Empresa de Ferrocarriles de Chile, en noviembre 1965 y tras ganar el Premio Nacional de Literatura, con el poeta posando frente a la Fuente de Neptuno.
Por sus características rotundamente patrimoniales y culturales, la Plaza Aníbal Pinto y su entorno fueron declarados Zona Típica y de Protección por Decreto Supremo N° 556 del 10 de junio de 1976, con ampliaciones de sus límites a través de nuevos Decretos Supremos N° 492 del 29 de septiembre de 1989 y N° 335 del 1° de agosto de 1994. Esto no ha sido garantía para la pulcritud y respeto al lugar, sin embargo.
En la misma plaza se instaló después el Monumento a Carlos Condell, que enseñorea la bajada de calle Cumming y Almirante Montt. Si bien fue inaugurado en tiempos un tanto recientes, el 7 noviembre de 1987, los trazados de calzadas sobre este sector han sido tan radicales que han aislado el monumento de la misma identidad central de la Plaza Pinto, por lo que prefiero darle una entrada a futuro al mismo y no atender acá con más detalles su historia. Este aislamiento ha convertido la estatua más en un problema de ubicación que en un merecido homenaje, por desgracia. Así lo describe Sara Vial en su "Valparaíso, el violín de la memoria", por ejemplo:
"Plaza del Orden, postal de un ayer que evolucionó hasta hoy, en la modernidad de los letreros de aerifico, los canelones que la eligen como circo periódicamente y la estatua a Carlos Condell que no tiene la culpa de estar ahí, interfiriendo el tráfico y dando una pobre idea de lo que fue realmente el alegre y triunfante comandante de la Covadonga. Por culpa del escultor, como es obvio".
Menos aún puedo decir de la placa argentina conmemorando la participación en un Carnaval Cultural de Valparaíso, atrás de la fuente, salvo reproducirla completa para quien le interese su lectura, pero con la observación del poco afecto que los porteños netos profesan a estas celebraciones ya bastante torcidas y que -con sus distintos nombres, proclamas y versiones- siempre llegan a la ciudad cargadas de extranjerismos culturales (batucadas, pasacalles de samba, murgas "afros", etc.) más los espectáculos deprimentes de borrachera masiva, delincuencia y toneladas de basura como recuerdo:
"En recuerdo de la Participación de Buenos Aires en Carnaval Cultural de Valparaíso 2005, como símbolo de la integración cultural de nuestros pueblos.
Dr. Gustavo F. López - Secretario de Cultura
Dr. Aníbal Ibarra - Jefe de Gobierno"
Hoy, con el "Cinzano" sobreviviendo intacto frente a la plaza al lado del supermercado "La Estrella" y de la botillería "El Oasis", aún se conserva el pequeño jardín de la Fuente de Neptuno escoltado por su dos famosas palmeras tenantes. Una sucursal del conocido "Emporio La Rosa" se encuentra abajo de los antiguos edificios al costado derecho del Dios de los Mares.
La "Librería Ivens", en tanto, permaneció cerca de 60 años allí en el edificio de la plaza, vecina a la "Florería de María José Pumpin". Más de 20 de esos años ha pertenecido ya a don Víctor Hugo Bustamante. Tristemente, en junio de 2013, debió trasladarse a su actual dirección de Almirante Montt 33 que, si bien es muy cerca de allí, no dejó de acongojar y estimular la nostalgia de muchos residentes del puerto. Así, el edificio principal que ha sido por más de un siglo el retablo de fondo para las postales fotográficas de la plaza, en lugar de la marquesina de letras de la vieja joyería y luego de la librería, hoy muestra sólo un vacío.
La Fuente de Neptuno ya no tiene peces y está muy mancillada por los pseudo artistas que se han convertido en una verdadera peste local, además de algunas señales claras de vandalismo. Se han propuesto ideas de remodelación y renovación del lugar, pero considerando que no todas las intervenciones han sido mejorías, quizás sería preferible dejarla tal cual está, esforzarse sólo por mantenerla pulcra y olvidar mientras tanto los bosquejos mentales de la proyección de aquello que creemos "progreso" sobre lo que es esencialmente histórico.
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El edificio y la fuente están claramente atacados por vandalismos del spray.
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Acercamiento al Neptuno. Se observa daño en el tridente.
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Otro ángulo de la hermosa figura del Dios de los Mares.
Por la continuación de la avenida La Florida hacia el Sur, la avenida Camilo Enríquez, se llega a Las Vizcachas pasando la curva donde empalma la avenida Eyzaguirre, torciendo hacia las puertas del Cajón del Maipo y pasando a ser el Camino a San José de Maipo desde este punto hacia el interior. Justo atrás de esta vuelta al oriente, está el llamado Cerrillo de las Vizcachas, destacando por su forma redondeada y por la pequeña estación de telecomunicaciones que se encuentra en su baja cumbre, además de una copa de agua.
Ahí, al costado de la ruta y a mitad de la altura del cerrito, se observa la llamada Gruta de la Virgen del Carmen de las Vizcachas, más conocida como la Virgen de las Vizcachas, importante centro de la fe popular y las leyendas en los deslindes urbanos santiaguinos.
La historia de esta gruta y su imagen mariana es poco conocida para el resto de los habitantes de la Región Metropolitana, pues muchos practicantes del turismo cultural por el Cajón del Maipo la pasan de largo, creyendo quizás que su valor sólo se reduce a un asunto de religiosidad.
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Vista del cerro desde la orilla del retén de carabineros.
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Vista de la gruta desde el paso peatonal sobre nivel de la carretera.
CARACTERÍSTICAS DEL LUGAR
Para llegar a la gruta, es necesario entrar por el senderillo frente al retén de carabineros y al lado de un paso peatonal superior, camino estrecho que bordea al Canal San Carlos desde la avenida hasta unos metros más hacia el interior, para torcer después a la derecha y terminar en el gran portón del suntuoso Parque Las Vizcachas (no confundir con el club homónimo, que está al otro lado de la avenida), a cuyo costado está el acceso de escalinatas hacia la gruta. Esta entrada está abierta sólo en el día, porque se cierra durante las noches.
Image may be NSFW. Clik here to view.Se sube por el empinado camino escalonado, formando un corto zig-zag y pasando por un sendero de tierra entre la vegetación del cerrillo antes de llegar a los gastados escalones de roca canteada, probablemente de la misma que forma en grandes bloques toda la estructura de la gruta, provocando cierta inquietud lo resbaloso de este piso a causa de la esperma y el aceite acumulados por miles de velas, además de lo endeble de la rústica reja con pasamos para quienes suben por la escalinata.
Cientos de placas de agradecimientos llenan piedras y paredes en torno a la gruta, pues aquí el culto a la Virgen del Carmen con el Niño Jesús representado en la imagen de buen tamaño, se da de la misma manera que sucede con los altares populares: siguiendo el patrón de culto propio de las animitas, con peticiones, mandas-rogativas y demostraciones de gratitud expresadas en dichas piezas con inscripciones. Las placas más antiguas que logro distinguir son del 40 y 50, llamado a la imagen con apodos como Carmencita o bien "Madre de los Afligidos", además de algunos dibujos hechos sobre la roca misma y que resultan ilegibles ya por su antigüedad y desgaste. Los favores relacionados con salud parecen estar entre los más solicitados, según se lee.
La imagen de la Virgen con el Niño está dentro de una concavidad esculpida en forma de arco, pero cerrada por una sólida reja metálica, pues dicen que ha sido vandalizada ya en el pasado. Innumerables flores y banderas chilenas decoran el lugar, hasta donde llegan residentes de la zona además de algunos viajeros que pasan por allí. Por todo este lugar se pueden hallar también crucifijos, estampas, rosarios, estatuillas religiosas y cuadros con oraciones.
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Vista del conjunto en las rocas del cerro. La escala de piedra que se ve conduce hacia los senderos que llevan a la cima del cerro, donde está la estación de telecomunicaciones, y a un acceso secundario del Parque Las Vizcachas.
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Vista desde la gruta. Abajo, atrás de la calzada, el retén.
EL ORIGEN DE LA GRUTA
El cómo y por qué se instaló acá esta imagen, se debería a un hecho pintoresco contado por sus devotos, y que habría ocurrido hacia el año 1940, aproximadamente.
Image may be NSFW. Clik here to view.Tenía acá su Fundo Las Vizcachas don Juan Enrique Tocornal Doursther, hijo de don Manuel Tocornal Grez, al igual que él diputado, empresario ligado a la familia de la célebre viña y recordado como un gran benefactor. Allí en el cerrillo de su propiedad, entre el conjunto de rocas donde ahora está la gruta, había antes una de forma erguida y de remate más esbelto que los lugareños y trabajadores de la zona llamaban La Virgen y veneraban como tal. Cabe recordar, pues, que los criollos no pocas veces acusan avistamiento de figuras marianas en formaciones rocosas naturales, como la que da nombre a la Playa La Virgen cerca de Copiapó, o la Virgen de la Piedra de Combarbalá (con fiesta religiosa y todo) y hasta un tramo montañoso de los Andes patagónicos apodado Cordillera de las Vírgenes al interior de Palena.
Resulta que una tarde tirando para noche, un huaso o peón borracho del sector pasó por el cercano camino que hoy es la carretera, y dentro de su ebriedad no tuvo mejor idea ir a hacerle puntería a la roca con un revólver, resultando destruida la forma que encantaba a los lugareños y que inspiraba su fe para ir a encenderle velas o rezarle, desapareciendo así la primera y original Virgen de las Vizcachas.
Acongojados, los miembros de la comunidad se organizaron, juntaron fondos y compraron una imagen de la Virgen del Carmen para sustituir la destruida roca, construyéndole la gruta (al parecer, en la misma que había tenido aquella forma sugerente hasta el día del ataque) para seguir llevando sus devociones y peticiones de intervención hasta nuestros días.
Esta historia de fuentes orales no la encuentro comentada en ninguna parte, salvo en una fuente que me resultó inesperada: la "Revista Musical Chilena" N° 74 de la Facultad de Ciencias y Arte de la Universidad de Chile, publicada en noviembre-diciembre de 1960 bajo dirección de Alfonso Letelier. Dice allí, en el artículo titulado "El guitarrón en el Departamento de Puente Alto", de Raquel Barros y Manuel Dannemann:
"Tampoco faltan en Puente Alto las creencias tradicionales: la Virgen de las Vizcachas es una de ellas. Al respecto se cuenta que a la entrada de las tierras de don J. E. Tocornal, había hace veinticinco años un relieve natural en piedra con forma humana, en el que se creía ver a la Virgen. Un borracho lo destruyó a balazos, y los vecinos lo reemplazaron por una imagen, objeto de la devoción popular".
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Acercamiento a la vista de la gruta desde el paso peatonal sobre la calzada. Al parecer, la misma roca donde está la gruta, con su forma puntiaguda, es la que -según la leyenda- correspondía a la piedra con forma de Virgen y que fuera destruida a tiros.
OTRAS LEYENDAS
Existe otra creencia menos popular sobre supuesto el origen de la Virgen de las Vizcachas, más espectacular que la revisada aunque más sencilla y ambigua, según la cual la Madre de Dios solía aparecerse en este grupo de rocas a los habitantes de Las Vizcachas, casi al estilo Virgen de Lourdes. Le hicieron la gruta y el altar en homenaje o recordando sus visitas.
Una versión de la misma historia, que he escuchado menos veces aún, asegura que las apariciones y la construcción de la gruta se remontaban a tiempos coloniales, creencia cronológicamente imprecisa. Se cuenta de un milagro allí realizado por la Virgen, o también de la construcción del altar para "santificar" el cerrito, porque habría tenido alguna clase de fama oscura.
Por otro lado, si acaso tuviera algo de real la revisada historia de la roca destruida, quizás esta misma dio origen a otra leyenda de la tradición oral descrita por la profesora de historia y geografía Cecilia Sandana González para la revista "Dedal de Oro" del Cajón del Maipo, según la cual un huaso del sector El Manzano, inquilino con esposa y ocho hijos que se pasaba la vida criando ganado y empinando botellas de vino, detuvo su caballo frente a la imagen de la Virgen de las Vizcachas en un viaje a las cantinas de Puente Alto y, en lugar de saludarla como solía hacerlo, en un arranque inexplicable de su borrachera sacó un arma de fuego del cinto y le descargó tiros encima, para luego seguir su camino. Castigado desde el Cielo por su sacrilegio, el huaso despertó al otro día totalmente ciego, entrando en desesperación y confesando a su familia la locura que había cometido el día anterior.
Pero esta historia termina en un compasivo milagro, como es de esperar: el sujeto ciego rogó a su familia que lo condujeran hasta la gruta, llevándolo del brazo por las escalinatas hasta donde la Santa Madre, y allí rogó llorando que lo perdonase y le devolviera la vista, prometiéndole peregrinar por siempre hasta ella. Esa misma tarde comenzó a volver la visión a sus ojos, y desde entonces nunca dejó de visitarla y llevarle velas, como lo siguen haciendo muchos otros fieles.
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Velas y ofrendas varias en el altar popular.
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Placas de agradecimientos por favores concedidos.
LA "MANDA DEL 12 DE OCTUBRE"
Aunque ya vimos que a la Carmencita del Cerrillo de Las Vizcachas se le atribuyen especialmente milagros de salud, hay uno en particular que ha generado toda una tradición propia y la existencia de una cofradía de huasos devotos alrededor de su imagen, con una gran peregrinación anual. Se trata de la llamada "Manda del 12 de Octubre", fundada por Roberto Maturana y Santos Rubio.
Image may be NSFW. Clik here to view.Sucedió que, en 1968, comenzó la llamada Gran Sequía de Chile, que se extendió hasta el año siguiente, provocando un desastre en la agricultura y la ganadería nacional desde Atacama hasta Biobío. Entre otras cosas, un recuerdo vigente de aquella catástrofe es el cambio de hora de verano decretado entonces, con la intención de ahorrar el consumo de energía eléctrica.
Desesperados por los estragos que la sequía causaba en los campos de San Juan de Pirque, como el secado total del Estero El Coipo y la reducción del Canal de la Sirena a un mísero hilito de agua, un grupo de agricultores liderados por Maturana y Rubio comenzaron a organizar una gran petición cristiana o "manda" solicitando que la voluntad divina les echara una mano. Así, la mañana del sábado 12 de octubre de 1968 salieron en montura desde la Escuela de San Juan, en un gran grupo elegantemente vestidos de sombrero, manta y espuelas. Pasaron por la Parroquia del Santísimo Sacramento de Pirque para recibir las bendiciones y continuaron hasta el portal de la Viña Concha y Toro, pasando al cercano Altar del Cristo Negro a rendirle honores, y desde allí seguir por el Puente San Ramón al Camino de Casa Viejas, hasta llegar a Las Vizcachas y subir a pie a la gruta de la Virgen, donde estuvieron por horas tocando guitarras con el canto a lo divino, cuecas campesinas y tributos para que intercediera en el clima. Todos se retiraron con esperanzados en los resultados de su rogativa.
Pasó un tiempo y, efectivamente según recuerdan, llovió durante ese mismo año. La precipitación fue poca pero suficiente para que el Estero El Coipo volviera a correr y salvar a los animales y parte de las plantaciones de la sequía que continuaría hasta mediados del año siguiente. En agradecimiento, como lo señala un interesante artículo de Mauricio Pineda Gardella publicado el año 2014 en el Portal Pirque, se repite todos los años e ininterrumpidamente la procesión de jinetes. Acuden a ella huasos de San Juan, Principal, Santa Rita Pirque interior y Puente Alto, montado caballos y con banderas chilenas al frente, que parten en caravana desde la plaza del Altar del Cristo Negro en la bajada del puente con dirección a la Virgen de las Vizcachas, donde vuelven a agradecer el milagro de la "Manda del 12 de Octubre".
La Virgen de las Vizcachas es, como queda demostrado, un referente cultural innegable de la zona, dada su categórica importancia en el folklore y las tradiciones locales.
Entre los muchos personajes del Barrio Mapocho y del sector de los mercados que sobrevivieron a los drásticos cambios de la ciudad y llegaron a las proximidades del último cambio de siglo como iconos de aquel pasado romántico de las riberas urbanas, estuvo el fotógrafo Elías Maturana, quien fuera identificado en vida como todo un emblema en el arte de la fotografía callejera, además de uno de sus más conocidos exponentes populares en Santiago.
Todos reconocían a don Elías en el barrio, pero a veces costaba un poco pillarlo, haciéndose reconocible sólo por su silueta distante en algún sector junto al río: flacuchento y de gruesos bigotes al estilo mariachi, paseaba por allá su antigua cámara fotográfica de cajón y trípode, me parece que una Kodak de madera o un modelo similar de principios del siglo XX. A veces, intentaba frenar el profundo curtido a Sol de su piel oscurecida con un sombrero artesanal de ala muy grande, que le reforzaba esa falsa apariencia charra.
El radio de operaciones de don Elías era frente a la estación, la Plaza Venezuela, la Plaza Prat con el monumento a los héroes de Iquique y el Mercado Central, además de la proximidad de las pérgolas de las flores y la Piscina Escolar al otro lado del río, donde se instalaba con su delantal blanco y alguna otra cámara más tradicional colgando de su arrugado cogote, a la espera de un turista interesado en un recuerdo. A veces, usaba su propia cámara minutera como atractivo para la clientela, pues no era raro que los curiosos se le acercaran tentados con la idea de conocer semejante reliquia digna de un museo, pero que seguía perfectamente operativa.
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Detalle de una imagen de 1968, mostrando el edificio y barrio "Luna Park".
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La Piscina Escolar, donde Maturana comenzó su oficio en los cuarenta.
Por las tardes, luego de una jornada que rara vez llegaba a ser buena, don Elías entraba a alguna cantina del sector, como el bar “Touring” de General Mackenna, a comerse algún bocadillo o tomarse un refresco para concluir así otro día de duro trabajo soportado por sus huesos seniles; huesos de hombre que vio pasar 60 años de historia del barrio por la lente de su cámara, como el ojo mismo del tiempo. Allí, en la intimidad de este bar mapochino, fue retratado en una sesión fotográfica realizada por su colega de otra generación, Álvaro Hoppe (ver galería aquí: mav.cl/foto/hoppe/sala.htm).
Maturana no tenía clara la fecha de su nacimiento; o al menos eso decía él. En 1997, declaraba la impresión de tener entre 70 u 80 años de edad, pero no era capaz de precisarlo. Sin embargo, recodaba perfectamente el año en que empezó a tomar fotografías allí junto al río: 1942, plenos tiempos de la Segunda Guerra Mundial. No lo olvidó jamás porque fue el mismo año en que se le dio el permiso municipal para ejercer el oficio al que dedicó todo el resto de su vida. Desde entonces, estuvo paseando su cámara al hombro y testimoniando con ella la vida en las riberas del Mapocho, por una modesta paga para cada una de sus fotografías en blanco y negro que iban quedándose atrás ante el progreso.
Sus primeros trabajos como fotógrafo popular tuvieron por escenario a la Piscina Escolar de la Universidad de Chile, allí en Santa María con Independencia y que era por entonces un edificio joven aún. Los bañistas de la piscina fueron el tipo de clientes con los que debutó don Elías el verano de ese año a inicios de la década de los cuarentas. Desde entonces, entregó todo a este oficio: la calle se convirtió en su lugar estable de trabajo y en el principal territorio de transcurso de su vida diaria. Si mal no recuerdo, había perdido a su mujer hacia los años setentas, pero él siguió siempre allí, incólume y estoico al Sol o al frío acompañado de su cámara vieja, llevando sustento a su casa donde vivía con sus hijas y nietos.
Aunque era un viejo risueño, tenía la tendencia a estarse lamentando por la decadencia del oficio, no obstante que a su edad era admirable la vitalidad y la energía que le habían proporcionado todos estos años de entrenamiento de vida al aire libre. Quizás nunca tuvo noción de esta virtud.
55 años después de iniciado en la fotografía del barrio, don Elías seguía levantándose temprano cada mañana, para ir a esperar en las puertas del Mercado Central que algún visitante del barrio se interesara en estas imágenes de papel fotográfico, las que ya comenzaban a competir con la invencible tecnología digital, en una guerra que partió perdida.
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Don Elías Maturana tomando fotografías a un grupo de gauchos y huasos reunidos en las proximidades de Estación Mapocho en febrero de 1985, durante un encuentro binacional de estos personajes representativos de Argentina y Chile. Imagen del diario "La Tercera".
La clientela era progresivamente menos, es cierto; y su cámara de caja reducía cada vez más las posibilidades de lucirse en su plena funcionalidad.
“Si bien las he visto todas desde la calle–decía entrevistado por "La Tercera"- no hay nada más triste que irse para la casa sin haber sacado ninguna foto. Yo llego tipo nueve de la mañana y me voy pasadas las dos de la tarde. Cuando no trabajo, no me dan ganas ni de almorzar” .
Maturana fue uno de los personajes más estimados de barrio al aproximarse el cambio de siglo, y el trato cordial que daba a la gente luego de tantos años aprendiendo a relacionarse con ella, lo convirtieron en alguien lleno de conocidos por todo el sector, colmándolo de saludos a su paso. Ése era don Elías, el fotógrafo del mercado y retratista de cómo el siglo XX pasó por la ribera del Mapocho.
Y fue de esta misma manera como un día cualquiera, uno más en la vida del barrio, Elías Maturana no llegó. Nunca más volvió. Su camarita tan delgaducha y anciana como él, jamás reaparecieron por el sector para llenar su grieta de ausencia. Y se marchó llevándose, de paso, a la última representación de su oficio en el barrio.
Constituyó un final perfecto y casi poético: simplemente, desaparecer. Se fue a dormir con los recuerdos que justifican a Mapocho: con el tajamar colonial, con el Puente de Cal y Canto, con la época de los trenes, las ferias del “Luna Park” y los neones de "Aluminio El Mono" en la cima, o los carros del ferrocarril urbano pasando por la desparecida Garita Mapocho, enfrente de la estación. Lo que continúe de él hasta nosotros, entonces, será obra de su leyenda hecha tras la modesta caja fotográfica de más de un siglo.
"La Piojera" en los años 60. Imagen de revista "En Viaje".
Coordenadas: 33°26'1.25"S 70°39'7.71"W
No sé si coincide mi apreciación actual de "La Piojera" con las descripciones idealizadas y nostálgicas que ciertos autores asumen, como Maximiliano A. Salinas Campos en su "¡Vamos remoliendo, mi alma!"... Pero es innegable para mí que el boliche que conocí hace tantos años ya, cuando no había que llegar a codazos hasta su antigua caja registradora (una hermosa National digna de tasar en "El Precio de la Historia" del History Channel) y donde los mozos podían conversar largo rato con uno en la barra de irregular y apozada superficie, ha cambiado mucho desde entonces.
Ubicada en la calle Aillavilú 103o frente a Gabriel de Avilés y llegando a la Estación Metro Puente Cal y Canto, el crecimiento ya no tanto de su popularidad como característica sino más bien su fama transversal como secular y tradicional chichería-restaurante del Barrio Mapocho, le ha significado sacrificar un poco su esencia de "picada" añeja y salvaje, aunque las generaciones más jóvenes que ahora repletan sus salas quizás difícilmente sepan distinguir la diferencia. La irrupción de su imagen como atractivo turístico y la moda de "lo guachaca" han abonado a esta transformación, para bien o para mal dependiendo de cada opinión.
Mencionada por escritores como Waldo Vila Suárez, Javier Mujías, Juan Rubén Valenzuela, André Jouffé Louis, Mónica Echeverría Yáñez y especialmente Ramón Díaz Etérovic en sus sagas del Detective Heredia, "La Piojera" es, sin grietas para la duda, uno de los más internacionales y sólidos símbolos de la actual diversión urbana santiaguina.
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Imagen de calle Aillavilú en los sesenta, de revista "En Viaje", cuando las micros pasaban por allí hacia Bandera. Nótese la carreta detenida justo en donde está "La Piojera", con el Mercado Central de fondo.
ORÍGENES DE "LA PIOJERA"
La historia de "La Piojera" está indivisiblemente asociada a la calle Aillavilú, antes llamada Calle de Zañartu por haber tenido allí, frente a la chichería, su casa de vigilancia de las obras del Puente de Cal y Canto el temido Corregidor Luis Manuel de Zañartu, en el siglo XVIII. En "Santiago calles viejas”, Sady Zañartu informa que esta corta callejuela hacía "esquina con el rancherío riberano, antes de llegar a San Pablo". Y en su "Novelario del 900", Lautaro García hace una descripción de cómo lucía la cuadra de calle Puente con Aillavilú vista desde el lado del Mercado Central a exactos principios del siglo XX, con los últimos restos del Puente de Cal y Canto a la vista:
"Pasada la calle de San Pablo, frente al Mercado Central, se alzaba solitario, con aspecto de ruina romana, un alto y grueso muro de cal y ladrillo, de unos cincuenta metros de largo. Nacía bajo, casi a ras de suelo, junto a una calleja oblicua, e iba a rematar su reciedumbre de unos diez metros de altura muy cerca de las márgenes del Mapocho. La calleja se llamaba Zañartu. ¿Fue acaso en homenaje al famoso Corregidor?, y estaba compuesta por sucios bodegones en cuyas murallas se leía: ¡¡¡Llegó la rica chicha de Quilicura!!!... ¡¡¡Aquí se vende la auténtica rubia de Curacaví!!!".
Quizás sea al mismo local que ocupará después "La Piojera" que se refiere García, por cierto, en este callejón antes dominado por los bares, la prostitución y las cantinas herederas de las más viejas casas de jolgorio y algarabía plebeya. Se sabe que fue fundado unos años después y allí mismo por el inmigrante italiano Carlos Benedetti Pini, quien se quedó en Chile y se vino a Santiago tras un naufragio del vapor en que viajaba por tierras magallánicas. Hasta entonces, el establecimiento de la Calle de Zañartu era llamado "El Parrón" o "La Viña", pero el italiano lo rebautizó "Santiago Antiguo", no obstante que flotan ciertas versiones indicando que se le llamaba también "Club Democrático" y "Bar Santiago", entre otras propuestas.
En "El Santiago que se fue", dice Oreste Plath tras entrevistar a su actual dueño que el local de esta cantina se podría remontar a los tiempos de la Guerra del Pacífico, según cuenta, y que el restaurante actual nace hacia 1916, cuando lo compró Benedetti a su dueña, quien escogió personalmente al que iba a ser propietario del célebre sitio. La misma fuente indica que el boliche tenía ya unos 60 años de exitosa vida al momento de ser comprado en el año señalado, aunque versiones nuevas reproducidas en la página web del propio bar, sostienen que empezó a funcionar como cantina en 1896.
Aunque es común que en Chile se apode como "piojera"a cualquier lugar sucio, desastroso o picante, el origen del extraño nombre del negocio tiene al menos dos teorías. Una de ellas supone la presencia real de estas alimañas en el pasado del local, como explica Plath:
"Es llamada así porque en esta chichería picaban piojos grandes y chicos".
La segunda y más conocida propuesta, tomada como la oficial por los actuales dueños, se refiere a un berrinche hecho por el explosivo Presidente Arturo Alessandri Palma cuando lo llevaron hasta allá, al "Santiago Antiguo", en 1922 tras una ceremonia de la Escuela de Detectives. Se cuenta que apenas entró y miró el rústico establecimiento, rugió iracundo ante de todos los presentes:
- ¡¡Y a esta piojera me trajeron!!
Desde entonces, según esta leyenda, el bar jamás pudo librarse de semejante motete, asumiéndolo como su nombre oficial muy al pesar de Benedetti, a quien no le agradaba al punto de intentar cambiarlo en al menos una ocasión, según comentaban los mozos hace unos años.
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"La Piojera" en imagen de revista "En Viaje" de 1963.
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En imagen de 1997, publicada por el diario "La Tercera".
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Interior del local en 1997, también en "La Tercera".
EL CLÁSICO BOLICHE
A la sazón, en días tan auténticamente bohemios del barrio, calle Aillavilú lucía muy distinta a como es ahora, pues tenía una curvatura o quebradura en su forma que seguía una línea angular en la misma desviación que aún se le observa a la fachada de "La Piojera", pero que las remodelaciones urbanas dejaron como un callejón recto en nuestros días, disimulando esta anomalía. En donde ahora existe una construcción vecina al poniente del bar, se formaba la esquina o ángulo interior de Aillavilú con el resto del callejón, en una línea quebrada hacia la dirección de calle Bandera, tramo que también era zona de asentamiento para comerciantes callejeros y oscuras posadas clandestinas, que funcionaban como virtuales mancebías o casas de concertación de citas en ciertos casos, según relatan los viejos. Es por esto que el frontis del local se observa con ese ángulo extraño en relación a la actual calzada.
Image may be NSFW. Clik here to view.A pesar de las transformaciones durante las tres generaciones de Benedetti que han estado a cargo del local, el recinto de "La Piojera" siempre ha sido básicamente el mismo y parece corresponder a una decimonónica construcción solariega (de 1850, presumen algunos), cuyos patios y pasillos con parrones aún se distinguen entre las intervenciones y mejoramientos ejecutados en más de un siglo ya.
Los vinos y las chichas de San Javier se lucían con destacados en la oferta de antaño. Además, antes del boom del "terremoto" y sus variedades, en "La Piojera" eran muy solicitados los pipeños blancos, borgoñas, colas de mono y los ponches de culén, antigua ambrosía de campo que tuvo popularidad en las "picadas" del barrio de los mercados santiaguinos hasta hace no demasiado tiempo.
Por muchos de sus primeros años y décadas, sin embargo, ni "La Piojera" ni varios otros locales de Aillavilú tenían cocinería propia, por lo que el callejón solía estar lleno de comerciantes de comistrajos como "pequenes", una delicia que fuera especialmente popular en Mapocho, además de tortillas y otros bocadillos. Uno de estos vendedores, don Eulogio Horta, más conocido como don Mario, ofreció pan amasado y huevos duros en las puertas de “La Piojera” por 30 años o más, llegando a ser muy querido y conocido en el vecindario.
Por la ausencia de un menú, entonces, era costumbre entre los visitantes antiguos el desconchar y comer grandes cantidades de mariscos retorciéndose al limón sobre sus valvas y frescura, que se compraban en el vecino Mercado Central. Solían llevarlos para degustar en sus mesas las sabrosuras marinas, acompañados de algún diablillo al vaso. Plath recuerda de estas escenas:
"En la calle no faltaban los muchachos que pregonaban limones que se consumían en gran cantidad para los mariscos".
Si bien fue inevitable que terminara introduciéndose al local la comida criolla y típica para la carta de los hambrientos, ya entonces "La Piojera" tenía una característica estética que la acompaña todo el año y más allá de las fiestas dieciocheras: banderas y escarapelas patriotas entre pipas y barriles, al estilo de ramadas o chinganas del viejo y auténtico Chile.
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Entrada del boliche en 2009.
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Entrando por el pasillo y el patio emparrado.
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Músicos de ranchera amenizando al interior.
CLIENTES CONNOTADOS
"La Piojera" ha sido visitada a lo largo de su historia por importantes autoridades e incluso Jefes de Estado. Se cuenta allí pues que, además del ingrato Alessandri Palma, pusieron pies en sus pastelones y baldosas los Presidentes Juan Antonio Ríos, Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende Gossens y Eduardo Frei Ruiz-Tagle.
Tampoco faltaron las estrellas de las artes doctas: aparecía por allí el bienquisto cantante de ópera Ramón Vinay quien, en una ocasión de entusiasmo con el ambiente de público (y probablemente con alguna otra cosilla adentro alentándolo) cantó solemnemente ante los presentes, encaramado sobre una de las pipas que abundaban adentro.
Plath declara haber visto también al pintor Arturo Pacheco Altamirano y al Premio Nacional de Literatura Francisco Coloane. De hecho, parece ser que Coloane fue otro visitante corriente del Barrio Chino de Mapocho y sus alrededores, pues conoció al periodista José Boch en uno de los bares de calle Bandera, el mismo que le convenció de escribir -en sólo un par de horas- un cuento titulado "Lobo de un pelo", que sería revisado y luego publicado en el diario "El Mercurio", dando origen a la exitosa serie de relatos del célebre "Cabo de Hornos", editados como libro único en 1941.
Hay, también, tradiciones institucionales que han quedado instaladas en la relación de "La Piojera" con sus clientes, como la que conserva con la Marina hasta nuestros días y que se vio interrumpida por algunos años a causa de los contextos ya superados. Esto comenzó cuando se presentó a la ciudad el Monumento a Arturo Prat y los Héroes de la Esmeralda en 1962, allí cerca junto al mercado, y las autoridades presentes comenzaron a buscar de inmediato algún sitio del entorno para ir festejar la inauguración. Cuenta la leyenda que siguieron la dirección del propio dedo de la estatua del Capitán Arturo Prat (que apunta en dirección al mar) y así llegaron a "La Piojera", convirtiéndola desde entonces en el sitio donde remataba la conmemoración de cada 21 de Mayo en Santiago, con presencia de altos jefes de la institución en la capital.
Otros que han acudido a sus comedores en reuniones de camaradería o de celebración, son clubes como la Hermandad de los Patos, sociedades de trabajadores de los mercados, conjuntos musicales y agrupaciones deportivas, algunos testimoniados por fotografías que ya son parte de la decoración entre los carteles colorinches de precios y los desteñidos cuadros al óleo atrás de la barra.
Díaz Eterovic agrega a estas historias (en la "Guía de patrimonio y cultura del Barrio de la Chimba" de Editorial Ciudad Viva) que, en los años ochenta todavía quedaba una fuerte presencia literaria en la vida interior de "La Piojera", con improvisadas lecturas de poemas que realizaron los escritores Rolando Cárdenas, Álvaro Ruiz y Aristóteles España; y que Diego Muñoz Valenzuela, autor de "Todo el amor en tus ojos", solía pasar al local luego de haber realizado algunas compras en el Mercado Central o en La Vega.
Frente de "La Piojera", probablemente por donde está ahora un cabaret, existió un "Café Santiago", que aparece en las escenas del filme chileno "Largo viaje", de 1967, y posteriormente el desaparecido restaurante "Chicha y Chancho". Por largo tiempo, muchos músicos de tonadas, rancheras y folklore, al igual que fotógrafos de cámara instantánea, intercambiaban sesiones entre los clientes de "La Piojera" y los de otros locales de Aillavilú como los mencionados, juntando monedas y vaciando potrillos de vino.
Uno de aquellos músicos populares, el cantante callejero René Huesillo, paseaba desde los años setenta por restaurantes de Aillavilú entregando sus canciones y guitarreos de boleros, valses y tristes tonadas a cambio de algunas propinas y aplausos. Don René a veces se sentía pagado con sólo una cañita; o varias, demasiadas… Su voz se apagó al soplo de la muerte, por el año 2003, justo en los días en que había sido entrevistado por un medio de televisión que lo presentó como uno de los personajes más importantes del Barrio Mapocho.
No sólo los visitantes ilustres dejan huellas en "La Piojera", sino también varios de sus mozos, algunos verdaderos símbolos del gremio como es el caso de Fermín Antimán, Walter Bernales o René Parraguez.
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Jarrones de alegría en el mesón, con el antiguo refrigerador atrás.
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Vista de sus salas y mesas.
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Los célebres "terremotos" de "La Piojera".
"LA PIOJERA"FOR EVER...
Si bien el nombre de "La Piojera" se remontaría a los tiempos de Alessandri Palma y su primer gobierno, según la leyenda ya revisada, sucede que este título aparece formalmente en la fachada en tiempos más bien recientes, diría incluso que posteriores a la fecha que se señala en la reseña del sitio web oficial, correspondiente a 1981, pues tengo a mano fotografías posteriores donde aún no se observa tal letrero.
Sí es interesante que los ochenta parecen haber sido una muy buena época para "La Piojera" hasta el cierre de la Estación Mapocho, cuando la clientela decayó abruptamente y se volvió un lugar más íntimo como "picada", pues los pasajeros del ferrocarril constituían buena parte de su público. A pesar de los cambios ambientales, si embargo, "La Piojera" logró sobrevivir, y ha resistido tanto al tiempo como a las amenazas inmobiliarias o proyectos de "progreso", que también han acosado por el vecindario riberano a la Estación Mapocho, al ex Hotel Bristol, al Mercado de La Vega e incluso la Población Manuel Montt de Independencia, alguna vez amenazada por el trazado original de la Costanera Norte hacia Vivaceta.
El actual dueño -desde mediados de los noventa- y nieto del fundador, don Hubert Bernatz Benedetti, tiene bastante claro el peso de historia y folklore que entrega en cada plato, vaso y boleta de tan clásico lugar, en especial después del año 2003, cuando hubo un intento de cerrar el local y demolerlo para la construcción de un centro comercial, proyecto que fue duramente resistido por los dueños y por el público, y que acabó dándole más publicidad a "La Piojera" cuando el llamado Movimiento Guachaca, parodiando las declaraciones de Monumentos Históricos Nacionales, tituló al sitio como Monumento de los Sentimientos de la Nación, además de tenerlo convertido en uno de sus principales cuarteles de operaciones en la ciudad.
Image may be NSFW. Clik here to view.Por esa misma época, también se recuperó la tradición perdida de la visita de los Oficiales de la Armada de Chile a "La Piojera" luego de las conmemoraciones del 21 de Mayo en el monumento, para tomarse el trago de chicha que, en tiempos más recientes, ha sido reemplazado por una gran repartición de elíxires vitivinícolas en el mismo lugar del final de la ceremonia y frente al mercado. Los grumetes han hecho grandes y festivos encuentros en aquellas regadas salas, por lo demás.
La mayor demanda de "La Piojera" es sin duda, el trago nacional a base de pipeño "terremoto", en versiones donde además de helado de piña, se lo acompaña con fernet o con granadina según el gusto del cliente. En los últimos años se ha incorporado a la carta la verdosa versión con menta o "maremoto", la "absenta de los pobres" como le apodan algunos. Sin embargo, esta fama tiene un ribete controversial: actualmente, "La Piojera" mantiene una disputa por la creación original y el registro del "terremoto" con el no menos famoso bar de "El Hoyo" de Estación Central, al que se ha adjudicado tradicionalmente el nacimiento y bautizo del trago luego de una anécdota con periodistas extranjeros que reporteaban las consecuencias del terremoto de 1985. De hecho, la disputa enfrentó a la oficina Carey representando a Benedetti, con la Alessandri por los dueños de "El Hoyo", por los derechos de propiedad intelectual.
En tanto, los rasgos de chanchería, abundante en comidas como pernil, prietas y longanizas, aún se conservan dentro de su cocina esencialmente criolla, siempre acompañada de bocados como huevos duros y empanadas de horno tentando el apetito de los presentes sobre el vetusto y chorreado mesón principal. Los perniles con papas y los bifes a lo pobre están entre los más solicitados por los turistas internacionales que llegan allá. Y los universitarios, que ya son uno de los grupos más importantes de la clientela que continúa rayando con mensajes de saludo y recuerdos sus muros, siguen prefiriendo los "terremotos" y las cervezas.
Generalmente, comienzan a levantarse las sillas de "La Piojera" cerca de la medianoche. Y si bien es cierto que su carácter de "picada" se ha ido perdiendo por los precios y por el estilo dominante de público actual, no es raro que la fiesta pueda llegar a durar hasta bien pasadas las 2 AM, por lo que el boliche sigue teniendo -a pesar de todo- mucho de aquella originaria inspiración bohemia popular que fue tan propia del territorio riberano mapochino.
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El retablo con decoración folklórica, sobre el salón principal.
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Detrás del mesón de la barra.
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Para prevenir borracheras y también para bajones de hambre
Puede que al palacio universitario de la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas de Vicuña Mackenna 20, a pasos de la Plaza Baquedano, no le quede mucho tiempo más en pie por decisión de la propia casa de estudios superiores a la que pertenece. La impresionante edificación de unos 120 años ahora está abandonada, cual casa embrujada esperando la ejecución de su sentencia de muerte. En sus jardines, el antiguo cántaro o tinaja que alguna vez soñé con tener en mi patio ahora está roto, partido en dos piezas, mientras que el pedestal del busto de uno de los fundadores de la facultad y está vacío, sosteniendo sólo los recuerdos. Tanto la placa de este monumento como la exterior que junto a las grandes rejas del acceso presentaba a la facultad, han sido retiradas.
Destaca este lugar por su estilo neoclásico palaciego muy afrancesado, con fachada de gran simetría, pasillo exterior de columnas, uso de desaparecidas balaustras en la cornisa del segundo piso y pilastras murales. Su acceso está alineado con el frontón central de alto y artístico tímpano sobre ambos pisos e incluso superando al tercer nivel formado por la falsa mansarda con ventanas-óculos, más una terraza-balcón superior de borde enrejado. Interiormente, la parte original del edificio cuenta con salones altos y pasillos estrechos, además de elegantes escaleras de gruesa madera y pisos tablados. A pesar de las intensas remodelaciones se conserva mucho del aspecto original de sus vanos y pasajes, mientras que las áreas modificadas y extendidas hacia atrás conectan bajo techados lo que habían sido antes patios y otras dependencias del bello inmueble.
Tengo buenos recuerdos de este lugar, habiendo trabajado allí en un período de 2006 a 2009 aproximadamente, como relator para cursos de programas gráficos y digitales que se extendían en el segundo piso, en el Centro de Informática y Química que funcionaba allí con las secretarias Vero y Marcia siempre ocupadísimas en sus escritorios. A veces, mis jornadas se extendían hasta tarde, pasadas las 22 horas, cuando cerraba el acceso principal y debíamos salir por una lateral que me permitió conocer mejor aún este edificio. Tenía de todo, pues: tradición, historia, arquitectura, valor patrimonial y hasta intrigantes relatos de fantasmas que contaban los empleados encargados de las salas de informática.
Como ya lo he hecho antes en este blog con muchas otras perlas arquitectónicas desaparecidas de nuestro país, casos que fueron el de la Mansión Forteza de calle Compañía y el de la Casona Montt Montt de calle Artesanos, escribo estas líneas justo en medio de la cuenta regresiva para la destrucción del objeto de nuestras atenciones, pero con la esperanza de que las campañas que comienzan a sonar en favor de conservar el inmueble puedan llegar a tener algún resultado.
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Hacia principios de los noventa, en fotografía de la Universidad de Chile.
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En publicación de la propia Universidad del año 2002.
SU ORIGEN COMO DESTILERÍA
A muchos les puede resultar simbólicamente jocoso que una destilería y fábrica de licores haya pasado a ser una casa de estudios universitarios, pero todo indica que así fue... Tal vez algo más para el orgullo entre los miembros de la Casa de Bello, después de todo (y sin ofender).
Efectivamente, el primer uso del edificio de acuerdo a lo que se observa comparando su dirección y descripciones de época, era el de bodegas y talleres de destilación de la que fuera en su tiempo la más conocida y moderna fábrica de licores, llamada Ventura Hermanos y, un tiempo después, la casa Juan Ventura G., sucesor de la firma, ofreciendo "precios corrientes de licores destilados con base etílicas". En el Catálogo de la Sociedad de Fomento Fabril, en tanto, figuraba por esos años con la siguiente dirección y reseña:
"Ventura Hnos. — Gran Destilería y Bodega de Vinos. Establecimiento fundado en 1884. Santiago, Avenida Vicuña Mackenna, 8. Teléfono inglés 1598; nacional 392. Dirección por correo: Casilla 1576".
En el Boletín de la misma Sociedad de Fomento Fabril de 1894, en tanto, se señala que fue en ese año cuando la fábrica terminó de establecerse en la indicada dirección de Vicuña Mackenna 8, en el entonces flamante edificio apodado "Gran Bodega de la Parra". Las instalaciones anteriores con que contaba la compañía estuvieron ubicadas en la dirección de Santa Rosa 91, aunque la fecha de 1884 como aquella de su fundación no coincide en todas las fuentes, apareciendo señalada en 1887 en otras.
Image may be NSFW. Clik here to view.Mariano Martínez comenta con grandes detalles las instalaciones de la compañía licorera. La cita por entonces como Ventura Hnos. & Gramunt, en el libro "Industrias Santiaguinas" de 1896, dando una descripción física del lugar con su numeración antigua (antes de la corrección), que no deja de ser interesante:
"Tras una alta verja de fierro, en cuya portada se lee el numero 8 de la Avenida Vicuña Mackenna, levántase un vasto edificio, que tendría aspecto de chalet si no tuviese la visible exterioridad de una gran fábrica. Este edificio, con todas sus dependencias, ocupa media manzana de terreno, y pertenece a la razón social Ventura Hermanos y Gramunt, que hace poco mas de dos años lo ha construido ex profeso para instalar sus grandes bodegas de vino y su extensa sección de destilería de licores finos.
(...) El primer patio del edificio mide 18 por 45 metros de adoquín. Inmediatamente entra por orden de distribución el local donde se hallan las oficinas y las piezas de resguardo. Este local, que constituye el frente de la casa, es rematado en su techumbre por una torre que sirve de mirador y tiene un subterráneo que mide 14 por 38 metros".
La compañía aparece mencionada por J. Tadeo Laso como Destilería y Bodega de Vinos Ventura Hnos. en "La exhibición chilena en la Exposición Pan-Americana de Buffalo, E. U. 1901", publicado al año siguiente y en donde se informa que su muestra de 12 licores obtuvo medalla de plata, aunque éste es sólo uno de los varios premios recibidos durante toda su existencia. En el mismo informe, Laso también aporta datos interesantes sobre la época original de edificio y de su antigua numeración en la Avenida Vicuña Mackenna:
"Más o menos hasta el año 1893, VENTURA HNOS. se limitaban a la compra y venta de chichas, vinos y aguardientes, que repartían a domicilio, especialmente a los comerciantes en pequeña escala.
En la fecha indicada, habían ya alcanzado numerosa clientela y un desarrollo considerable en sus operaciones, de modo que ya no era suficiente la modesta instalación que hasta entonces habían tenido. Trasladóse la Casa al gran edificio que actualmente ocupa, situado en la Avenida Vicuña Mackenna núm. 8, cuyo costo subió a la suma de $250.000. Cubre una extensión de 6.000 metros cuadrados y todo es de piedra y ladrillo. Los pisos son de concreto y cemento romano.
En el frente del edificio están las oficinas. Después vienen las vastísimas bodegas: una de tres naves en la planta superior, y otra subterránea. La nave central de la bodega superior, especialmente dedicada a vinos y licores surtidos, tiene dos líneas Decauville para el servicio general; en la nave izquierda está la sección de alcoholes y aguardiente; y en la nave derecha, la sección de vinos Burdeos y tintos. En la bodega subterránea, hay una sección para vinos blancos y tintos, y otra para vinos añejos y generosos.
(...) A continuación se halla un departamento que comprende las habitaciones y salas para empleados y los trabajadores de la casa, todos los cuales viven en su recinto, conforme al uso europeo.
Luego siguen bodegas accesorias para la carga y descarga de pipas llenas y vacías, las caballerizas y un gran almacén de pasto".
Ventura Hermanos y la dirección de Vicuña Mackenna aparecen también en la "Guía sud americana y general de Chile" de la Imprenta Barcelona, 1910. Dada la importancia que tuvo por esos años, en ella trabajó por un tiempo don Juan Mitjans y Lorenzo Ribas, los fundadores en 1914 de la célebre compañía de licores Mitjans, Ribas & Cía. El dato aparece en "Historia del vino chileno", de José del Pozo.
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El pesado portón de rejas metálicas.
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Aún se lee el nombre de la primera escuela, en lo alto.
¿DE DESTILERÍA A MANSIÓN?
Hacia el Primer Centenario, la propiedad figura como correspondiente a la Sociedad Vinos de Chile, pero me parece que en parte también a un señor de la familia Saridakis cuyo patriarca, un ciudadano de origen griego, habría sido el encargado de la implementación de las destilerías de la compañía de licores allí en Vicuña Mackenna, según información con la que cuento, además del detalle de que algunos productos licoreros de la firma llevaban su apellido. Esto aparece corroborado también por Martínez, al referirse al equipo de destilería de Ventura Hnos.:
"Esta importantísima sección se halla cargo de un competente fabricante de licores, el señor D. Saridakis, el cual concluyó de instalarla en el mes de mayo de 1894".
Tengo una confusión aquí que la premura no me da tiempo de investigar con más profundidad, por ahora: sucede pues, que el edificio, señalado en algunas fuentes como una casa particular convertida después en el taller de destilería, puede tener quizás una historia a la inversa de esta información, que considero errada. Es decir, que de bodega y destilería original pasó a ser casa particular. Esto, porque así se explicaría la presencia de detalles propios de una residencia palaciega ajenos a lo esperable en una edificación industrial, tal cual la observa Martínez al comentar su "visible exterioridad de una gran fábrica" en aquel entonces. Se sabe, además, que el aspecto exterior del inmueble no recibió transformaciones radicales después de ser adquirido y remodelado por la Universidad de Chile, así que hay una transición un poco difusa a lo que será su aspecto final.
Si estoy en lo correcto con esta arriesgada observación, diría entonces que el ex edificio de Ventura Hermanos pudo haber sido convertido en inmueble residencial durante un breve período de años después de sus servicios a dicha compañía licorera y sus sucesoras.
Sobre lo anterior, es interesante que en esta misma cuadra adyacente a la Plaza Italia -luego llamada Plaza Baquedano-, figure en los registros la propiedad del diplomático Juan Saridakis, que aparece en algunas guías residiendo en el número 6 de la misma avenida Vicuña Mackenna en 1906, en el 16 en 1910 y en el 24 en 1918 (vecino al edificio y quinta que nos interesa).
Con relación a esto, hago notar que el escritor Fernando Santiván, en sus "Confesiones" de 1958, recuerda algo sobre la remodelación de un suntuoso edificio con grandes patios y jardines, que presumo podría haber sido en parte del terreno anterior del mismo inmueble o -cuanto menos- inmediatamente vecino a la antigua propiedad de la compañía licorera (en quizás lo que fuera parte de su terreno en el pasado). La conversión residencial se hizo luego que el señor Saridakis contrajera matrimonio con la artista escultórica francesa Laura Mounier, residente en Chile, ex esposa del acaudalado empresario español Matías Granja:
"Laura Mounier se vino a Santiago, a fin de liquidar los negocios del marido difunto y, solamente para hacer espera, se compró una casa rodeada de árboles y jardines, en Alameda esquina de la Avenida Vicuña Mackenna. Tapiceros, fabricantes de muebles, escultores, pintores, se encargaron de transformarla, bajo la experta vigilancia de la dueña, en mansión de confort y de arte.
El comedor constituía una obra primorosa. Cada una de sus paredes formaba un solo cuadro monumental, que representaban, respectivamente, campos floridos de crisantemos, rosas, durazneros, con toda la rica gama de una sabia orquestación, vagamente bañada en atmósfera de ensueño y de frescura matinales. Todo el talento de Benito Rebolledo quedó preso en aquellas telas primaverales y jugosas. Durante meses trabajó el artista incansablemente, para dejar satisfecha la fantasía de aquella señora de gustos refinados.
En los altos, un vasto taller de amplias galerías, con vista al río, a los cordones del cerro San Cristóbal y a las nevadas cordilleras. Allí saciaría su dueña el ansia de belleza, entregándose al cultivo de su arte favorito: la escultura. En el jardín, al fondo: cancha de tenis, bajo los grandes árboles. En el hall, billares, juego de pimpón, una caja de música maravillosa que ejecutaba las composiciones de los maestros clásicos. No se conocían aún las modernas radios".
Por esta lujosa casa de doña Laura pasaron grandes maestros, artistas y literatos como Pedro Lira, de modo que debe haber sido un gran centro de reunión cultural y actividades aristocráticas, por el breve tiempo que ella vivió allí. Se verifica también su ubicación en un decreto de agosto de 1913 reproducido en elBoletín de Instrucción Pública y en los Anales de la Universidad de Chile, donde se traspasa un terreno fiscal del Ministerio de Instrucción Pública al Ministerio de Exterior, en el lugar donde calculo que ahora están los Edificios Turri de Plaza Baquedano, y con un deslinde que por el Sur incluía los terrenos de la mencionada Sociedad Vinos de Chile y de doña Laura:
"Los deslindes del lote mencionado son los siguientes: al Norte, Avenida de la Providencia; al Oriente, la calle pública que lo separa de la Estación Providencia (nota: hoy Ramón Carnicer); al Sur, la propiedad de la Sociedad de Vinos de Chile y de la señora Laura Mounier de Saridakis; y al Poniente, la misma propiedad de la señora Mounier de Saridakis y la Avenida Vicuña Mackenna".
Poco después, este mismo terreno figura en el plan de ampliación de una plaza para la Estación Pirque y se señalan ofrecimientos de permuta hechos al Estado por el señor Saridakis, para darle una forma más regular, propuesta cuyo resultado desconozco aún. Sólo puedo comentar, mientras tanto, que doña Laura dejó la mansión, seguramente tras enviudar, abandonando Chile hacia 1918 y regresó a Europa.
No cuento, pues, con el tiempo suficiente ni las fuentes a mano como para confirmar ahora alguna relación entre la quinta de la antigua destilería y sus terrenos, con el posterior palacio de Laura Mounier en Vicuña Mackenna en el período antes de que llegara a ser el inmueble del número 20 una sede universitaria, pero dejo a la vista estos antecedentes por si algún investigador con más accesos, profesión y herramientas pudiera echar una vistazo a esta posibilidad.
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Vista exterior del edificio, desde la esquina de Vicuña Mackenna con Buhrle.
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Vista a través de los jardines, desde Vicuña Mackenna.
LA ESCUELA UNIVERSITARIA
En los años 20, el inmueble que había nacido como destilería, es adquirido y después reacondicionado ahora por la Universidad de Chile, para alojar allí la Escuela de Farmacia y Química. Ésta había sido creada en 1833 como departamento de formación del Instituto Nacional, posteriormente asimilado por la Casa de Bello en 1842. Gran importancia tuvo en su primera etapa el profesor y empresario farmacéutico José Vicente Bustillos. Al año siguiente, sin embargo, el curso dependía de dos Facultades: la de Medicina y la de Matemáticas, quedando en la primera de ellas a partir de 1885. Con la separación formal de los estudios de Medicina de los de Farmacia hacia 1911, se crea la Escuela de Química y Farmacia de la Facultad de Medicina, pero comenzando a operar ya de manera independiente dentro de la institución.
Mas sucedió que, después de un incendio de 1919 de la Facultad de Medicina, la Escuela de Química y Farmacia quedó huérfana de dependencias propias para dictar los cursos y, durante varios incómodos años de esfuerzos de sus alumnos y sus académicos, las clases estuvieron siendo impartidas en diferentes sitios, como lo indica la Doctora Irma Pennacchiotti Monti en un artículo de los Anales de la Universidad de Chile N° 12 del año 2000:
"Durante el período de 1919 hasta 1923 los estudiantes tuvieron que 'peregrinar' para sus clases y prácticas entre el Instituto de Higiene donde el Prof. Ghigliotto era químico forense, para las clases de Química Analítica y Toxicología; el Instituto Pedagógico (en Alameda esquina Cumming), para la Química Orgánica e Inorgánica del Prof. Servat, donde él también era profesor. Por otra parte, la Escuela de Medicina prestó sus excelentes auditorios y anexos para la enseñanza de Farmacia, Botánica y Física".
La gestión de adquisición de un edificio propio para resolver esta situación, es comentada por Eduardo Guzmán Rivero en su "Historia de la Farmacia en Chile", informando que fue iniciativa del entonces Director de la Escuela de Química y Farmacia, el Doctor Armando Soto Parada, la de adquirir el edificio de Vicuña Mackenna 20 en 1925. Sin embargo, hay un dato interesante que aparece en la publicación titulada "Materia y Memoria: tesoros patrimoniales de la Universidad de Chile", donde se señala que el edificio "era lugar de encuentros universitarios" desde un poco antes de que fuera comprado por la casa de estudios, específicamente desde 1923, deslizando la idea de que tal atractivo para los alumnos pudo deberse a su pasado como bodega de alcoholes.
Image may be NSFW. Clik here to view.Tras la adquisición del inmueble, se redistribuyeron muchas de sus salas interiores, se habilitaron laboratorios y se subdividieron espacios para aulas, pero se mantuvo bastante el estilo original con escasas intervenciones externas, según se sabe. Esto también abona a la idea de que el aspecto palaciego posterior al uso del edificio como destilería, debe aparecer en algún momento previo a su incorporación a la Universidad de Chile.
Al parecer, tiene lugar hacia este período también una modificación de los terrenos de la quinta, siendo reducida a su actual perímetro y naciendo las calles cortas de Arturo Burhle, lateral a la propiedad (del costado donde estuvieron por largo tiempo la biblioteca y las oficinas administrativas), y más al Sur la de Almirante Simpson, ambas uniendo las arterias de Ramón Carnicer con Vicuña Mackenna. La primera recuerda con su nombre al actor Arturo Bürhle, fallecido en Valdivia en 1927, cerca de la fecha de apertura de la calle, presumo, mientras que la segunda recuerda al ilustre marino de la Armada de Chile. Por el otro lado, los Edificios Turri que dan telón de fondo a la Plaza Baquedano, al costado Norte de la mansión, son levantados en 1929.
Cabe añadir que el Director Soto Parada mantenía también su residencia particular en los altos del mismo inmueble de la facultad, la que debió abandonar con su propio cargo académico, tras diez brillantes años al mando, a raíz de la crisis política de 1931 que significó la caída del Gobierno del General Carlos Ibáñez del Campo y la verdadera cacería de brujas que siguió a su dimisión. Fue relevado por otro notable decano, don Francisco Servat Marquet, quien permaneció en el cargo hasta el año 1936.
Todavía se observa en lo alto del frontón central la inscripción "ESCUELA DE QUÍMICA Y FARMACIA" en caracteres románicos, recordando el rol con el que debutó el edificio sirviendo a la educación superior chilena y a manos de la Universidad de Chile.
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Costado Norte, desde conjunto residencial de Edificio Turri.
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La misma ubicación, desde un poco más de altura.
Y POR FIN, LA FACULTAD
Pasaron los años, los académicos y las primeras generaciones salidas de esta sede en Vicuña Mackenna. A la dirección de la Escuela bajo la mano de Servat, siguió la del profesor Juan Ibáñez Gómez, que se extendería hasta 1955, incluyendo un período que resultó fundamental para la historia de la misma.
Image may be NSFW. Clik here to view.Sucedió que, en junio de 1945, el entonces Rector de la Universidad de Chile, don Juvenal Hernández Jaque (quien estuvo en el timón de la Casa de Bello desde 1933 hasta 1953), llamó a una asamblea entre los académicos de la Escuela de Química y Farmacia en el Salón del Consejo Universitario, con la intención de consumar la creación de una Facultad de Química y Farmacia que actuara dentro de la Universidad sin estar subordinada ya a las Facultades de Biología o de Ciencias Médicas. El propósito del Rector era actualizar la impartición de estas disciplinas en consideración no sólo de los avances y demandas que podían visualizarse en la química y la farmacología (muy atrás había quedado ya la época de las boticas y droguerías que viera nacer a la Escuela), sino también del crecimiento de la propia área de formación profesional de la casa de estudios en estas disciplinas científicas.
Así, el decreto fundacional de la Facultad de Química y Farmacia fue emitido el 1° de junio de 1945, siendo considerada esta fecha como la del aniversario de su creación que, por singular paradoja, este año celebrará su versión 70 pero con el riesgo de demolición de la histórica mansión de avenida Vicuña Mackenna.
El profesor Ibáñez Gómez pasó a ser el director de la flamante Facultad, tras nueve años a cargo de la Escuela en calidad ad honorem, por lo que conservó el título a pesar del cambio formal de rol. En la Secretaría de Dirección, en tanto, fue elegido el ilustre académico Hermann Schmidt-Hebbel, uno de los personajes más influyentes que pasaron por la sede, además de pieza fundamental en la organización y ajuste de la transición de la Escuela a la Facultad. Su mérito le llevó a asumir la dirección de la misma entre 1962 y 1969, como sucesor de la gestión del no menos connotado profesor Luis Cerutti Gardeazábal. Correspondió a su gestión, además, enfrentar los cambios introducidos por la Reforma Universitaria de 1968-1969, período en el que pasó a ser llamada Facultad de Ciencias Químicas.
A la par de testimoniar estas importantes transformaciones, el edificio de Vicuña Mackenna 20 albergó por largo tiempo las instalaciones del Museo de Farmacia "Profesor César Leyton Caravagno", antes de que fuera trasladado al Colegio de Químicos Farmacéuticos y después a calle Merced. Fue fundado en 1951 por el profesor que le da su nombre y que fuera Decano entre 1955 y 1961, a partir de innumerables objetos, recipientes e instrumentos que recolectó en viajes y búsquedas por farmacias antiguas, motivado por su afán coleccionista. Fue fundado en una sala del segundo piso del edificio con el profesor Raúl Cabrera como su primer curador y administrador, y allí permaneció hasta los años ochenta.
Tras asumir el decanato en 1976 el profesor Carlos Mercado Schüler, la dirección pasó a llamarse Facultad de Ciencias Químicas y Farmacológicas. Mercado también trasladó el Museo al primer nivel del edificio. Sin embargo, la fusión con la Facultad de Ciencias como parte de la reducción forzada de ese período, convirtiéndose en la Facultad de Ciencias Básicas y Farmacéuticas, trajo grandes problemas y perjuicios con los que debió lidiar su sucesor don Juan Morales Malva, tras asumir en 1981.
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Costado del edificio, calle Arturo Buhrle.
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Pasillos interiores de la Facultad.
DE FACULTAD A... ¿ESCOMBROS?
Las primeras amenazas de destrucción del inmueble de Vicuña Mackenna 20 se ciernen sobre él en este mismo período sombrío y deslucido de los años ochenta, cuando en la mañana del 28 de septiembre de 1983, fue declarado un incendio en las dependencias del edificio, afectando principalmente las oficinas administrativas del primer piso.
Image may be NSFW. Clik here to view.Según lo señalado por la Doctora Pennacchiotti en su artículo antes mencionado, a consecuencia del incendio y si bien fue controlado con velocidad por bomberos sin que se produjeran víctimas, resultó parcialmente destruida la oficina del decano Morales Malva, en el segundo piso, y se perdieron las valiosas pinturas al óleo hechas por Camilo Mori con los retratos de los decanos decanos Leyton y Cerutti, y de los profesores Bustillos y Vásquez. También resultaron con daños los retratos de los decanos Caiozzi y Mercado.
Coincidentemente, además, el Decano Morales Malva renunció al poco tiempo poniendo fin a su breve y dificultoso período de dirección de la Facultad. Su sucesor, Camilo Quezada Bouey, asumió el cargo hasta 1986, período en el cual pasó a ser la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas, el 1° de abril de 1985, titulo que ha mantenido hasta ahora y que parece ser el definitivo después de tantos cambios y revisiones. Poco antes, el terremoto de marzo de ese año había causado algunos daños en el edificio y ciertas observaciones sobre las capacidades de resistencia del mismo, aunque soportó bien al castigo. Aún no he podido confirmar si las balaustras del gran balcón doble sobre la cornisa que divide el primer y segundo piso, fueron removidas después de este período a consecuencia de alguna clase de daño durante el mismo terremoto.
En julio de 1987, en el primer decanato de Hugo Zunino Venegas, el Museo del edificio es trasladado en calidad de comodato al Colegio Profesional de Químicos Farmacéuticos, administrado por la Academia de Ciencias Farmacéuticas. Allí permaneció por 10 años hasta que, en 1997 y por intervención del veterano profesor Schmidt-Hebbel, fue llevado al cercano establecimiento de Merced 50, por el lado del Parque Forestal. Y pocos años después, tras otro incendio ocurrido esta vez en el Edificio Luis Cerutti de calle Olivos 1007, Independencia, el 2 de julio de 1992, la Facultad sólo contó con su cuartel de Vicuña Mackenna para seguir en actividades por largo tiempo más, antes de la reconstrucción de la siniestrada sede donde se formaría a los químicos y bioquímicos.
Contra los cálculos de algunos agoreros, el inmueble pudo resistir el tremendo embate del terremoto de 2010. Sin embargo, la amenaza real era ahora el progreso: ese mismo año, se realizó el Concurso de Ideas para el Edificio del INAP (Instituto de Asuntos Públicos) de la Universidad de Chile a construir en el lugar de la mansión. Si bien hubo propuestas que pretendían mantener el edificio, parece que las posibilidades de conservarlo o de destruirlo no eran algo que complicara particularmente a la casa universitaria.
Al año siguiente, el Decano Luis Núñez Vergara consiguió que se inaugurara la nueva sede de la facultad y el inicio de la construcción de una nueva etapa para completar la unificación, con lo que iba a quedar jubilado el viejo edificio de Vicuña Mackenna tras 90 años de leal servicio a la Universidad de Chile.
Ese mismo 2011 y en el descrito contexto, fue presentada en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, la tesis de postgrado titulada "Estudio y propuesta de conservación del edificio Vicuña Mackenna 20", bajo la guía de los profesores Lorenzo Berg y Gunther Suhrcke. En ella, las alumnas Paola Seguel, Natalia Le-Bert y Carolina Aldunate formulan el estudio más sólido del edificio quizás hecho hasta entonces y la que parece ser también la primera propuesta de conservación concreta para el mismo. Pero de alguna manera prevalecía ya la insólita predisposición sectaria y el desdén de la casa de estudios en su mirada al inmueble; como suele suceder, escudándose en evaluaciones patrimoniales absurdamente técnicas, hasta lo inverosímil en algunas declaraciones.
Desocupado por etapas entre 2012 y 2013 con el traslado de la Facultad, con el reciente desmantelamiento interior el destino del inmueble parece echado en estos minutos, de acuerdo a lo que ha anunciado la Universidad de Chile: su intención de demolerlo y levantar allí el nuevo edificio de 31.000 metros cuadrados, de 8 pisos y 5 subterráneos, que albergará al Instituto de Estudios Internacionales, al Instituto de Asuntos Públicos y al Centro de Extensión Artística y Cultural (CEAC), incluyendo a la Orquesta Sinfónica y el Ballet Nacional.
Aprobado el proyecto por el Consejo Universitario en junio de 2014, el nuevo edificio que debería quedar terminado en 2018, significará un desembolso cercano a las UF 1.000.000, que serán cubiertos entre las unidades que integran esta iniciativa y el presupuesto general de la Universidad de Chile. Septiembre del año en curso es el mes que se ha indicado como aquel de inicio de los trabajos del llamado Proyecto VM20, para levantar las nuevas y espaciosas dependencias.
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Acceso a las cámaras subterráneas del edificio.
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Las elegantes escalas de madera al segundo piso.
CRÍTICAS AL PROYECTO
Los primeros en reaccionar al anuncio del proyecto fueron un grupo de ex alumnos, académicos, funcionarios y profesores de la propia Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas de la Universidad de Chile, organizados en lo que más tarde se ha llamado Laboratorio Patrimonio Activo. Publican rápidamente una carta tras conocerse la aprobación del Consejo Universitario e inician una campaña intentando convencer al Rector Ennio Vivaldi, a quien dirigen su misiva, de abandonar semejante intención:
"Con todo el respeto que merece esta noble iniciativa en pos de fomentar la cultura y el arte, creemos que la selección del lugar para instalar el proyecto, en reemplazo del antiguo edificio de la Facultad, busca construir nuevo patrimonio destruyendo un patrimonio existente, lo que implica un perjuicio que quizás nunca se pueda reparar. En el artículo se publica una foto del nuevo proyecto y sólo se habla de los costos monetarios, sin decir nada del actual y centenario ocupante del sitio escogido. Sin embargo, para nosotros el valor de estas instalaciones es inestimable, pues esta casona no sólo es parte del patrimonio arquitectónico, cultural, histórico y científico de la Universidad y de la sociedad chilena, sino que es parte de nuestra propia historia de vida y de formación. La historia de nuestras aspiraciones, del esfuerzo y superación de decenas de generaciones de científicos que allí desarrollaron sus proyectos, sus ilusiones y su vida. Desde de los inicios de su funcionamiento como Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas, pasaron por esas instalaciones muchas generaciones de estudiantes, académicos e investigadores destacados como el Dr. Hermann Schmidt-Hebbel, Osvaldo Cori, Luis Cerutti, César Leyton, los hermanos Mario y Jaime Sapag, entre muchos otros; incluyendo a los siguientes galardonados con el Premio Nacional de Ciencias: Ramón Latorre (Ciencias Naturales, 2002), Dr. Pablo Valenzuela (Ciencias Aplicadas y Tecnológicas, 2002), María Cecilia Hidalgo Tapia (Ciencias Naturales, 2006) y Jorge Allende (Ciencias Naturales, 1992), quienes se formaron en esta facultad y trabajaron por el desarrollo científico, farmacéutico, bromatológico, químico y bioquímico de Chile".
Empero, la señalada indiferencia -o incluso desprecio- que persiste en la propia Universidad de Chile hacia este bello edificio, ha sido recientemente explicada y defendida por Pilar Barba, Directora de Servicios e Infraestructura la casa de estudios, al diario "El Mercurio" (17 de enero de 2015), donde espeta:
"Desde un punto de vista formal, esta fachada no tiene significativos méritos en su materialidad arquitectónica exterior y menos en su interior, como así mismo respecto de su emplazamiento. Es una construcción adosada a la cara trasera de los 'edificios Turri', que sí representan un valor patrimonial.
...Esta nueva conformación volumétrica del edificio MV20, en conjunto con estos edificios, aporta un significativo mejoramiento al espacio del perfil vial de Vicuña Mackenna en su encuentro con la Plaza Baquedano, jerarquizando con una adecuada escala urbana en altura y en su frente".
Image may be NSFW. Clik here to view.Al no existir ningún instrumento de resguardo aplicado a la casona y vigente para garantizar su conservación (como categorías de Inmueble de Conservación Histórica, Monumento Histórico Nacional o parte de una Zona Típica), además de la obsolescencia de la legislación chilena general sobre materias de patrimonio arquitectónico, no hay realmente trabas para que el inmueble acabe destruido por la propia institución que es su propietaria, bajo las interpretaciones que se han esgrimido minimizando su valor, en algunos casos con una entonación argumental que juzgo un tanto rebuscada.
No obstante, de todos modos el proyecto ha sido duramente criticado por varios patrimonialistas y urbanistas con el correr de las semanas, partiendo por el Colegio de Arquitectos a través de la Presidente del Comité de Patrimonio, doña Ana Cárdenas, la que ha declarado de manera enfática a "La Segunda" del 21 de enero pasado:
"El reconocer valores patrimoniales no es igual a que esté protegido, tiene que ver con considerar ciertos elementos de la ciudad que son particulares, como la historia, el contexto urbano o la identidad. El que esta casona no esté con protección es porque el dueño del edificio, es decir la Universidad de Chile, no quiso que fuera así y esto ha pasado con distintas dependencias de esa casa de estudios".
Se han oído ya otras críticas de periodistas, escritores (como Hernán Castellano Girón ex alumno de la escuela) y de los mencionados integrantes del Laboratorio Patrimonio Activo de la Facultad, publicando afiches que alertan del asunto y solicitando incluso la urgente declaración del edificio como Monumento Histórico Nacional, para salvarlo de la destrucción.
Como esta lamentable situación de peligro del edificio se encuentra en desarrollo y aún haciendo noticia, probablemente me tome el trabajo de tener que actualizar a futuro algo sobre final que haya tenido el inmueble de Vicuña Mackenna 20, con alguna entrada hecha cuando esté resuelto su amenazado destino, por ahora aún bajo el asedio del falso concepto del progreso reducido a la mera satisfacción del hambre utilitaria e inmediatista.
En el último mes, dos personajes conocidos de la fauna gastronómica local se instalaron con fuentes de soda. Un acto de reivindicación de estos olvidados pero tradicionales restoranes.
Son las cinco de la tarde y en el restorán Las Cabras el personal por fin se prepara para almorzar. Como todos los días desde que abrió hace un mes, las 70 sillas del local -ubicado en ese pequeño barrio Meiggs que se ha convertido la calle Luis Thayer Ojeda entre la salida de la estación Tobalaba y la entrada del Costanera Center- estuvieron llenas. En la terraza se ve al chef Juan Pablo Mellado, uno de sus dueños, conversando con unos amigos al mismo tiempo que se despide del equipo de un noticiero que fue a reseñar el restorán.
“Espérame cinco minutos en la barra, ¿ya?”, dice Mellado antes de perderse por media hora en la terraza entre las cientos de personas que entran y salen del mall y los vendedores ambulantes que ofrecen desde relojes hasta calcetines. Ya de vuelta, se excusa: “Perdona, pero he estado así todos los días, ¿te ofrecieron algo?”.
Las Cabras no es un restorán de vanguardia, de comida francesa ni tampoco española. Se trata de una simple fuente de soda, denominación que comparte con Olimpia, una pizzería y fuente de soda abierta también hace un mes por los dueños del taquillero La Jardín algunas cuadras más abajo, en la esquina de Providencia con Orrego Luco.
“Me llama la atención que el mismo mes abrieran dos locales de inspiración en la fuente de soda, me parece que algo quieren decir estos casos en un lugar como Providencia”, afirma el cronista gastronómico Álvaro Peralta -más conocido como @Dontinto en Twitter- desde la barra del Prosit de Plaza Italia. Cuando él habla de “inspiración en la fuente de soda” se refiere a aspectos característicos de este tipo de restoranes: el sifón de schop, una larga barra, las sillas y mesas empotradas, esas servilletas inútiles que no absorben nada, los envases de colores del kétchup, mostaza y ají, la plancha ojalá a la vista, el mantel de goma floreada o el espejo para dar amplitud al espacio. La misma estética entre vintage y falta de presupuesto que fue desechada por la industria hace décadas y que ahora se puso glamorosa.
La pregunta cae de cajón.
“¿Por qué una fuente de soda?”, repite Mellado y explica que la idea se le ocurrió mientras escribía su libro Hecho en Chile y se dio cuenta de que la comida de este tipo de locales era exponente de las distintas cocinas que conviven en el país. “Creo que la fuente de soda es un concepto clarísimo, que no necesita demasiada explicación. Tú entras y sabes perfectamente lo que se come acá”, dice el chef y animador del programa Cuando de Chile del canal El Gourmet.
Por su lado, desde Olimpia también hablan de la simplicidad del formato cuando explican por qué pasaron de tener uno de los restoranes estéticamente más sofisticados de Santiago a una austera fuente de soda. “Queríamos probar otro sistema, algo más chico; en La Jardín de repente no veía a la gente que iba. Esto es súper controlado, estamos acá, conversamos con las personas y sabemos lo que les gusta”, dice Rodrigo Arellano, uno de los dueños junto a Andrés Rodríguez.
Una institución
Pero, claro, la fuente de soda no nació este año. Los primeros registros en Chile son de la década del 40 con La Madamita en San Pablo con Teatinos y el American Bar de Bandera con San Pablo, aunque su masificación llegó en los 50 y quedó asociada a la estética de los dinners americanos de esa epóca. “Las fuentes originales de Estados Unidos no eran necesariamente alcohólicas, eran de refrescos, malteadas o helados. Acá le agregan el alcohol por un tema cultural y por la influencia alemana”, explica el historiador urbano Cristián Salazar, sentado en la tradicional Costa Brava, ubicada en Alameda frente al GAM.
Ya en los 60 surgen verdaderos distritos de fuentes de soda. Salazar explica que quedaban en lugares de gran concentración de comercio y personas. “La Alameda fue un centro de fuentes de soda”, dice. En esos años se definió su estilo: lugares ubicados en avenidas muy transitadas para comer y beber algo rápido, al paso. En esa década se instalan algunas en Plaza Italia -como el Zurich- y en el barrio universitario de Alameda y Portugal, como las aún existentes Cantábrico o Valle de Oro.
Esta proliferación duró hasta fines de los 80, cuando la pobre oferta de esparcimiento las transformó en centros de la movida cultural, aprovechando sus extensos horarios de atención. “En El Castillo de Plaza Italia pasaba todo. Ahí aparecía Pedro Lemebel y se juntaba el under. Era lo que hoy sería un bar ondero, pero como en esa época no había mucha onda estética la cosa era con completo y schop”, dice Álvaro Peralta.
Con el cambio de década las fuentes de soda pierden notoriedad frente al surgimiento de un nuevo lugar: “el pub”. “Me acuerdo que, por ejemplo en Suecia o Bellavista, se abrieron muchos locales a los que no les querían poner fuente de soda ni bar, así que les ponían pub. Fue un momento de cambio. En esa época nadie se iba a poner con una fuente de soda, por eso salieron del imaginario de la gente. La excepción fueron las del centro”, explica @Dontinto. A partir de eso años comienzan también a asociarse con lo viejo: “Hablar de fuente de soda se volvió una especie de arcaísmo, una palabra con mucha antigüedad y que designaba una cuestión con mucha tradición”, señala Ricardo Martínez, lingüista y académico de la Universidad Diego Portales, desde una de las sillas empotradas de La Terraza de Vicuña Mackenna.
¿Preservación o marketing?
Veinte años después esta revalorización sorprende. “Hay dos razones que la explican: La gentrificación de la ciudad, que empieza a mejorar sus servicios y una cuestión vintage, que si bien es una tendencia mundial, en Chile se conecta con algo tradicional, porque no es lo mismo rescatar un servicio del pasado que acá no existió, a rescatar uno que perduró con una estética muy reconocible”, explica Martínez.
En Olimpia reconocen que tienen algo de ese espíritu conservacionista y que por eso se ubicaron en el mismo local donde la fuente de soda Kali atendió a vecinos y oficinistas por 40 años. “Queríamos recuperar un espacio que tenía mucha historia. Por acá hay una calle bien conocida por sus negocios de sostenes y este local podría haber terminado en eso, pero quisimos darle una oportunidad”, dice Arellano.
También se vincula con el nuevo interés de los chefs chilenos en la cocina local. “Me llama la atención -admite Peralta- que hay hartos cocineros jóvenes que cuando piensan en proyectos personales lo hacen con cosas chilenas, tradicionales o inspirados en la tradición. Hace 10 años los cocineros de esa edad estaban pensando en poner bares de tapas o en traer influencias de afuera”.
Desde su transitada esquina, Mellado evita aparecer con afanes mesiánicos. “Palabras como ‘preservar’, ‘descubrir’ o ‘rescatar’ me suenan a que esta cocina está en peligro o que hay que hacerse cargo de ellas a través del paternalismo… desde arriba”, explica y agrega que se trata básicamente de un tema de coherencia: “Yo, que llevo años llenándome la boca hablando de cocina popular, no podía irme a Nueva Costanera a poner un restorán. Esto no lo hago por obligación, pero estoy tratando de ser lo más consecuente posible”.
Para Álvaro Peralta, este discurso se asocia con la buena fama que, de un tiempo a esta parte, ha ganado la comida chilena entre el público más joven. Pero hay otros que creen que es en parte marketing. “Diría que es un tema más frívolo; puro negocio. Ellos hablan mucho de rescatar y yo creo que esa es una pose vernaculista”, sentencia el crítico gastronómico César Fredes, mientras se come un sándwich de lengua en el Lomit’s de Providencia agregando otro punto: “Siento que escapan a la naturaleza de la fuente de soda por sus precios. Porque aunque ellos tienen derecho de cobrar lo que quieran, uno no se toma ese consomé”, sostiene Fredes.
En el Olimpia dicen que se están cuidando de eso. “No me interesa decir ‘soy fuente de soda pero te vendo un plato caro’. El menú vale 4.500 pesos. Queremos hacer algo asequible en precio y no solamente en onda o estilo”, asegura Rodrigo Arellano.
Ahora sólo queda ver si el entusiasmo por este tipo de locales se expande o las fuentes de soda vuelven a perderse.
Mi fuente de soda favorita
Álvaro Peralta: "El Barros Luco del Lomit's me gusta mucho, los completos del Kika's -en metro Tobalaba-, el lomo mayo Munich -en Vicuña Mackenna con Santa Isabel- y los chacareros de Las Lanzas en Plaza Ñuñoa".
Cristian Salazar: "Yo antes de ser vegetariano comía en el Bierstube de Merced, el Costa Brava y el Torremolino en el Metro Universidad Católica".
Ricardo Martínez: "Me gusta La Terraza de Il Successo. Uno finalmente se vuelve parroquiano".
César Fredes: "Para mí el mejor lugar sánguches en el mundo es la Fuente Alemana. El rumano es pesadito pero sublime. También me gustan los del Lomit's y algunos de sus platos: como la palta reina, su tortilla de porotos verdes y la cazuela de vacuno. Por último recomiendo el caldo de gallo; en el Bar Nacional y en el Ciro's hay todos los días, aunque no es de gallo sino que es el caldo donde se calientan las gordas y los lomitos".