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Con la llegada del mes del próximo mayo al territorio andino y altiplánico, tiene lugar también una de las fiestas más importantes de aquellas regiones: celebraciones en donde la cruz pasa a ser el símbolo sublime de devociones y honores, más que en cualquier otra época del año.
No cuesta advertir que dos cosas sobre la religiosidad popular en los caminos desérticos y feroces del Norte Grande de Chile, por lo mismo: primero, la cantidad de cruces que existen en lugares específicos de la ruta, laderas de cerros y cumbres bajas, a modo de pequeños altares comunitarios o familiares; y segundo, que estas cruces corresponden a un diseño bastante particular, tanto en su plinto escalonado como en el tipo de decoración que reciben de los devotos, con ramos y flores.
Por allá encontraremos que la abundante cantidad de cruces responde a aquel patrón más o menos común y unas características muy propias, que recogen elementos estéticos y místicos de las culturas locales, abundando especialmente en algunos valles y quebradas en donde van de la mano con la fe popular y del folklore religioso que allí sobreviva.
La principal influencia que motiva la presencia de estas innumerables cruces en las regiones de Arica y Parinacota, de Tarapacá y de Antofagasta, entonces, proviene de un símbolo compartido por todo el horizonte cultural andino y altiplánico, de países como Bolivia y Perú, llegando su influyo incluso sobre el Norte de Argentina inclusive. Es un caso perfectamente equilibrado de sincretismo de religiosidad, entre elementos cristianos y otros de la cosmovisión precolombina de los pueblos altiplánicos.
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