Coordenadas: 20°12'16.65"S 69°47'54.23"W (aproximadamente)
Hace algún tiempo, me extendí acá en una relación histórica de los perros como elementos integrados a la formación de la identidad chilena y del imaginario nacional. También vimos que esta relación entre hombres y canes no ha sido del todo alegre en nuestro terruño, corrompiéndose un aspecto de ella en lo que denominamos la cuestión "social" de los perros, asociada a la falta de responsabilidad, el abandono, cuestiones sanitarias y casos de abyecta crueldad contra nuestras mascotas más populares. La historia del perrito Cachupín de la Salitrera Huberstone (ex La Palma), al interior de Iquique en Tarapacá, tiene un poco de ambos campos.
Los perros pasean en los desiertos chilenos desde mucho antes de la Guerra del Pacífico, acompañando a exploradores, cateadores, comerciantes, carrilanos y trabajadores del guano, el salitre y la plata. En los cantones y campamentos del caliche se repitió muchas veces el fenómeno de las grandes ciudades: los animales domésticos andaban libres, volviéndose casi "perros comunitarios" que pertenecían y conocían todos en cada poblado, pero que en rigor vivían y moraban sin grandes restricciones en el espacio público. La relación con el dueño, muchas veces, se limitaba a ponerles nombre y dejarlos dormir en algún lugar de la casa.
Los casos célebres de perros del salitre fueron innumerables, acompañando toda la época de esplendor de los nitratos a pesar del poco registro que quedó de ellos, pues la mayoría de aquellas memorias sobrevive sólo en el recuerdo tambaleante de algunos ancianos sobrevivientes a aquella época. Cuando morían los vecinos más caritativos con los canes o cuando comenzó el despoblamiento de las oficinas por la caída de la industria, el problema crecería tanto para hombres como para perros. Un dramático cuento de Joaquín Edwards Bello, "El quiltro Chuflay", trae de recuerdo un fragmento de este oscuro período, cuando cantidades de perros quedaron vagando entre ruinas de las salitreras, como últimos vestigios de vida en la epopeya de los nitratos de las regiones de Antofagasta y Tarapacá. Historias tenebrosas corrían sobre el cómo sobrevivían allí las pobres bestias, en semejante abandono, acaso cazando lagartos raquíticos o asaltando los cementerios de los poblados fantasmas.
Uno de los últimos perros del salitre fue Cachupín, cuyo nombre (tan popularizado más cerca de nuestra época por los chistes del humorista Álvaro Salas) nos recuerda al personaje homónimo del caricaturista Renato Nato Andrade en los años 40, lo que lleva a suponer que el perrito de la Oficina Salitrera Humberstone era también una criatura pequeña y traviesa, como aquel sujeto de las viñetas de la revista "Estadio".
Ya al final de aquella época de la industria minera del caliche, o más bien en los restos de la misma, por muchos años vivió en Humberstone una gran cantidad de perros cuidadores que pertenecían a don Isidoro Andía, el último propietario de la oficina. La razón de esto fue que, tras cerrar en 1960 el complejo salitrero, era frecuente que el poblado ya casi fantasmal fuera periódicamente invadido por ladrones, huaqueros y saqueadores que robaban maquinarias, materiales y partes de las estructuras, por lo que los perros estaban allí para disuadirlos y, cuando no, para espantarlos. Uno de ellos era Cachupín, por supuesto... O más exactamente Cachupín 2, según la inscripción que lo recuerda.
Sucedió entonces que, en plenas Fiestas Patrias de 1968, una pandilla de ladrones ingresó furtivamente al recinto para robar implementos o herramientas como tantas veces lo habían intentado otros, y fueron descubiertos en el acto por los perros cuidadores de don Isidoro, hacia el sector de la planta. Trágicamente, uno de los delincuentes acabó asesinando a Cachupín en su escape, tronchando la vida de este misterioso perro del salitre.
Cachupín era muy querido por el dueño y los cuidadores, al parecer, porque seguramente consternados y sin hallar consuelo por su súbita muerte -cuyos detalles lamentablemente se han perdido-, levantaron una cruz con su nombre allí, hacia el fondo, atrás del campamento y junto a los galpones de los talleres, con la siguiente inscripción:
“Cachupín 2.
Murió cumpliendo
su deber. 18-9-68”.
Murió cumpliendo
su deber. 18-9-68”.
Varios detalles de la poca pero interesante información relativa al perrito mártir de Humberstone y su cruz, es una deuda que he contraído con el investigador pampino Ernesto Zepeda, gracias a la intermediación del fotógrafo y difusor patrimonial Ricardo Pereira Viale, personas versadas en la historia de la célebre ex salitrera. No me ha sido posible confirmar con datos duros, sin embargo, si la mascota de la oficina salitrera se encuentra sepultada también allí, bajo la sencilla cruz cerca de una vetusta locomotora minera junto a los galpones. Empero, considerando que la tradición de las animitas chilenas es ser colocadas en el lugar del deceso (o donde se desencadena la tragedia que llevó a la muerte) y que también es vieja costumbre nacional la de sepultar a los perros en los mismos lugares que solían rondar para que los "cuiden" desde el más allá (antes que entraran tendencias más foráneas, como la de crear cementerios de mascotas), me parece casi seguro que Cachupín se encuentra bajo la cruz con su nombre.
Así pues, uno de los últimos perros del salitre de los que se recuerde su nombre propio, se volvería también uno de los pocos canes con animita en nuestro país, conservando la suya por cerca de 50 años ya en el lugar mismo de su tragedia y como testimonio de las mascotas que acompañaron a los hombres en la dominación de aquellas comarcas de la epopeya salitrera.