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Ha llegado a mis manos y gracias a su propia autora, un nuevo trabajo para la biblioteca patrimonial de folklore y tradición chilena: "Agua, harina, sal y levadura. Relatos del oficio panadero en Santiago de Chile". Con sello de Ocho Libros Editores y cofinanciamiento del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, la joven diseñadora Gabriela Diéguez Santa María (gabrieladieguez.cl), devenida con este trabajo también en probada buena investigadora, ha lanzado recientemente tan notable trabajo sobre una de las artes más tradicionales pero menos sondeadas de nuestro país: la alquimia dorada del pan.
Ya de entrada se nota la mano diestra de una diseñadora gráfica en este trabajo de verdadero y romántico homenaje a la panificación. Y sospecho que intuye el enorme valor de lo que está presentando en sociedad:
"Por qué una diseñadora comenzaría a desarrollar un proyecto editorial sobre el oficio panadero. Una primera relación tiene que ver con el objetivo de hacer un libro. Como producto de diseño éste tiene muchas capas de información: el material con que está hecho, las tipografías, ilustraciones y colores, lo transforman en un cuerpo tridimensional, no sólo físicamente, sino por lo que su contenido es capaz de crear: mundos complejos, distantes del presente e incluso surrealistas. Quizás lo más importante del libro es que permanece en el tiempo, como un manifiesto dispuesto a perdurar para siempre".
Elegante presentación material, entonces, con una contrastante y bien controlada rusticidad en alusión de colores y texturas, buena diagramación, fotografías, ilustraciones con estilo de grabado y diría que hasta olor a pan, no sé si por sugestión, coincidencia de aromas, tumores cerebrales o qué, pero juro que lo sentí. Me complace haber podido colaborar, además, con una pequeña ayuda a esta obra y que aparece al inicio del libro, con los antecedentes de la panificación en la colonia chilena que publiqué hace algunos años en otra entrada de este mismo blog.
Bien; formalmente hablando, esto es un libro de 120 páginas y buena cantidad de imágenes, pero, ¿de qué se trata este trabajo, exactamente? La originalidad de sus materias y de su presentación no favorecen alguna intención de darle alguna categoría en particular. La autora, nieta de un panadero gallego venido a nuestras tierras, nos presenta una preciosa exposición que es en parte crónica, en parte guía técnica, en parte anecdotario y en parte también aclamación para el oficio de marras. Agradable de leer, entretenido, ameno e instructivo, saltando por momentos desde los contenidos más memoriales hasta verdaderos diccionarios del argot en la cultura panadera.
Aunque he sabido de otras publicaciones que tocan el tema de la panificación en Chile, me sorprende que, teniendo nuestro país una larguísima tradición panadera y un declarado amor al producto que nos tiene entre sus mayores consumidores a nivel mundial (compitiendo con países como Turquía y Alemania), recién este año 2015 haya aparecido un trabajo con la calidad de éste y combinando elementos de valor histórico y cultural con un digno homenaje lleno de cariño por el oficio. Contrastado, por ejemplo, con la cobertura que se ha dado a nuestras tradiciones vitivinícolas, el libro de Gabriela Diéguez viene a aparecerse casi como una especie de desagravio contra la desidia y un paso categórico en el ajuste de cuentas de la cultura culinaria.
"Son las siete de la tarde -dice uno de sus capítulos, seduciendo al lector- y el local está inundado de olor a pan cliente que se apodera del mostrador. Los clientes de apetito muy despierto casi pueden sentir en la boca el gusto sabroso y crujiente. Expectantes, se frotan las manos como queriendo entibiarlas con el reconfortante aroma que viene del horno. Todos esperan. Un hombre vestido inmaculadamente de blanco entra con una gran canasta y deja caer el pan sobre el mostrador. Así va y vuelve, dejando caer más y más panes. Los clientes sin perder un minuto se abalanzan sobre ellos, tan ansiosos que ni siquiera toman precauciones para no quemarse, sacándolos con gran prisa y metiéndolos en su bolsa casi sin tocarlos. Otros no se resisten, y aun a riesgo de quemarse deciden 'degustarlos', despedazando con los dedos una marraqueta que cruje y deja salir una estela blanca de vapor, antes de llevársela a la boca".
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Igualmente, quienes oyeron alguna vez el clásico chiste burlándose de quienes usaban sábanas con la marca "El Molino", acá confirmarán que no era raro en otras épocas, que personas menesterosas se valieran de las telas de los sacos de harina que botaban las panaderías, para fabricar su ropa interior, manteles, paños de cocina y, por supuesto, humildes sábanas.
En su labor de rescate de conocimientos, relatos y sabores -muchos de los cuales van en franca retirada-, "Agua, harina, sal y levadura" aporta a la difusión y al registro una serie de datos valiosos que habían ido quedando inadvertidos sobre la cultura panificadora fuera de sus círculos íntimos, pero que deberían estar desde ahora en el abecedario de quien pretenda documentarse en profundidad sobre el tema, confirmándome otra vez el valor de la investigación y la información que da cuerpo a la opera prima literaria de su autora. Brilla en la capacidad de armar esta completa memoria, también, a partir de los testimonios de quienes la forjaron: viejos panaderos de Santiago y sus descendientes, relacionados con históricas panaderías como "El Pueblo", "América", "Egaña", "Atacama", "Anexa Patria", "Mayo", "San Camilo", "La Selecta", "Récord", "Fresia" de Rengo, "Lo Castillo" de Vitacura, etc.
De esta manera, si alguien ha escuchado alguna vez y a la pasada, una antigua expresión refiriéndose a los huachos de las panaderías, por fin hallará acá una definición aclaratoria: trabajadores de estratos muy bajos, indigentes y a veces cargando deudas con la justicia o vidas errantes, que se ofrecían para laborar en las panaderías a cambio de recibir alimentación y hospedaje, generalmente en las mismas instalaciones.
Y del mismo modo, quienes se preguntaron por las razones del estricto color blanco de los trabajadores del pan, tan característico y corporativo como los delantales médicos, podrán comprender por estas páginas la verdadera filosofía que existe detrás de este aparentemente secundario o derivativo formalismo, donde la harina exige cuidar la pulcritud a niveles en los que incluso se procura imitar el albor de todo lo que pueda ser alcanzado por su mágico polvo de palidez durante la actividad panificadora.
Leer "Agua, harina, sal y levadura" es, entonces, iluminar los más sabrosos pero misteriosos ingredientes invisibles del pan: la osnaburgo o tela tradicional ocupada en el oficio, la relación del gremio con la colonia española en Chile iniciada con inmigrantes provenientes de poblado de Gaguazoso, la explicación a la presencia de trabajadores de origen mapuche en los antiguos talleres, los peligros de la cocina como aquellos golpes de fuego salidos de los hornos y apodados "toros", la razón práctica por la que los antiguos panaderos tenían sus hogares arriba o al lado de la misma panadería, las variedades del producto que ya van en extinción (Monroy, rosita, candeal, bocado de dama, coliza, etc.), la presencia de caballerizas en los clásicos establecimientos para asegurar la repartición rauda de las salidas de pan caliente, la importantísima presencia de los carretones repartidores para el mismo trámite, la distribución de las faenas diarias en cuadrillas que son la base del pan fresco garantido a toda hora en nuestro país, los criterios "profesionales" para definir una marraqueta o una hallulla, los problemas que ha traído la industrialización en el viejo oficio, las consecuencias de las crisis políticas, etc.
En conclusión, tengo en mis manos un trabajo excelente y completamente recomendable por su doble valor: uno intrínseco, derivado de la bien documentada materia que lo ocupa, y otro agregado, proveniente de la forma en que su autora lo concibe, lo elabora y lo publica, en analogía misma con el esmero de quien hace pan. Es ésta, entonces, una lectura de proporcional interés y entretención; un libro gratísimo de devorar con velocidad, como a ese exquisito pan caliente cuyo aroma uno siente estar olfateando en cada cambio de página, cautivado por el encanto de las artes panificadoras y por el placer de la exploración de un oficio que nos conecta con los hilos originarios y culturales de nuestra propia sociedad chilena.