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Imagen de mi amigo Eduardo Rojas Ávila (1926-2005) en septiembre de 2002. Curiosamente, cuando tomé esta fotografía para una ficha de directorio, don Eduardo se colocó la camisa, corbata y chaqueta sólo para verse más formal, pues aquel día vestía de manera sport, como en sus buenos años de escalador y andinista. Abajo del encuadre aún vestía sus pantalones cortos y zapatillas deportivas.
Nacido el 5 de diciembre de 1926, Eduardo Rojas Ávila fue siempre un hombre de profundas convicciones valóricas y fe cristiana, poseedor de un impulso luchador que le permitió endulzar la vida con su pasión de montañista, y también poder sostener la difícil existencia hasta los últimos días de su duro combate con la cruel enfermedad que lo llevaría a la tumba. Su vasta cultura y sus experiencias me llevan a tener la seguridad de que no deben ser pocos los que lo consideramos un maestro y un enorme guía de vida.
En su casa, en el sector de avenida Macul con Las Torres, de la ciudad de Santiago, se demostraba como un hombre extremadamente atento y muy cordial anfitrión con sus visitantes. Compartía con los que llegaban allí comentarios sobre su gran biblioteca o sus innumerables recuerdos de odiseas varias por este país, Chile, al que se manifestó dispuesto a amar y defender más que a su propia vida, sin chovinismos ni baratijas patrioteras. Me consta que es así, pues uno de sus máximos dolores provocados por los padecimientos que lo arrebataron de este mundo, fue tener que alejarse de las actividades de defensa de las fronteras y límites de nuestro país, a las que se dedicara tras jubilar.
Padre ejemplar, formó familia con su distinguida esposa doña Dina Morales. Poseía a esas alturas una cultura y educación vastísimas: amaba la música, la literatura y el contacto directo con el paisaje y la geografía, incluso la más desafiante. Nunca se le escapaba alguna mala palabra o una expresión soez; por el contrario, su hablar pausado y lento solía ser el centro de atención para entretenidas tertulias en su casa o el living de sus amigos, rondas en las que participaban con frecuencia familiares, camaradas y alumnos putativos de este verdadero maestro.
Era tal la cantidad de experiencias, anécdotas, hazañas y aventuras cargadas a cuestas, que don Eduardo parecía inagotable: conocía todos los cerros, todos los lagos, todos los ríos; había estado en todos los sitios, regiones, carreteras; ubicaba a todos los personajes de nuestra historia, y conocía en persona a muchas celebridades contemporáneas del mundo político y social. Pocos hombres pueden jactarse de saber reconocer tan bien a Chile, y tierras aun más allá de su país. Jorge Figueroa, nuestro amigo en común y de su generación, me comentó alguna vez también que Eduardo, siendo más joven, era un hombre que incluso provocaba gran atención en el sexo opuesto por su estampa de personaje aguerrido y temerario, conquistador de montes y explorador decidido de la geografía a la que otros temerían de sólo visitar.
Su pasión por el montañismo y la exploración lo hicieron un reputado miembro del selectísimo e histórico grupo de la Corporación de Antiguos Deportistas Juan Ramsay F., club social y deportivo fundado el 22 de diciembre de 1944 con su sede y hogar social en una conocida casona de calle Fray Camilo Henríquez, en el 340. Tengo entendido que tuvo alguna relación también con la rama cultural de este centro de ex deportistas y hoy, cuando ya no está, en una de las vitrinas de su casino se conserva una tarjeta de duelo y despedida que repartieron sus familiares en sus exequias, con una pequeña imagen suya entre el esperado Cielo y sus amadas montañas.
Su voz pausada y suave contrastaba con la fortaleza de su espíritu y de su propio cuerpo. Fue así como ascendió en innumerables ocasiones cumbres tales como el Aconcagua y el Tupungato, convirtiéndose por mérito propio en toda una autoridad del andinismo. De ahí su importancia asesorando grupos de defensa de límites internacionales, pues conocía como pocos la situación real de la Cordillera de los Andes y sus hitos. Este estilo de vida fue tan fuerte en su vida, que quedó con marcas patentes de las inclemencias de los climas agrestes en su piel: lucía como curtida a Sol, a lluvia y a nieve por tantas odiseas y hazañas que la fueron oscureciendo. No por nada, consideraba y decía a menudo que las montañas eran el más grande tesoro de la naturaleza y la prueba más elocuente de la generosa majestuosidad del Dios en el que creía tan convencidamente. Ofrendado a estas actividades, entonces, durante sus años más vitales recorrió quebradas, valles casi inexplorados y cuencas agrestes, admirando cada rincón de la Creación. Conocía perfectamente, así, nuestra geografía; y esto, unido a la notable capacidad de retención de su memoria, lo hacían una fuente vital para quienes trabajamos investigando asuntos sobre fronteras y límites territoriales.
De alguna manera, el intrépido Rojas Ávila encarnaba el patriotismo de los conservadores y los nacionalistas de antaño, los románticos y honestos; esos que eran capaces de hacer su vida con vehemencia ya sea en finos salones de aspecto victoriano o en la naturaleza más salvaje e indómita que les ponga el camino a la epopeya personal. Por eso, cuando el cuerpo comenzó a alejarlo de sus pasiones deportivas en terreno, fue relacionándose así con actividades más intelectuales de defensa territorial, tal vez para compensar y canalizar hacia algún lado sus energías más íntimas, haciéndose asesor del Comité Patria y Soberanía y más tarde director de la Corporación de Defensa de la Soberanía.
Algo extraño sucede con esta clase de personajes, sin embargo. Tal como los otros ilustres patriotas, el también montañista Eduardo García Soto y el investigador independiente Benjamín González Carrera -con los que tuvo estrecha relación defendiendo intereses chilenos frente a conflictos limítrofes y diplomáticos- don Eduardo era un hombre austero y de muy bajo perfil, evitando la exposición o cualquier expresión que entrara en conflicto con su personalidad sumamente modesta y apacible, que gozaba en la placer de lo sencillo. Por lo mismo, rechazaba la frivolidad y la exhibición gratuita, y en alguna ocasión me pidió a mí tomar entrevistas que iban originalmente para él, sobre asuntos de cartografía historia y cuestiones de las relaciones exteriores de Chile.
Como todo hombre bien informado y con experiencia en terreno, don Eduardo tenía una visión de notable claridad sobre la realidad diplomática de Chile, especialmente en casos como los de Laguna del Desierto, Campo de Hielo Patagónico Sur, la Antártica Chilena y la situación de los territorios monopolizados en la Patagonia Chilena por manos de magnates internacionales. Pudo haber influido en ello, además, que conocía bastante de los trabajos del controvertido historiador Oscar Espinosa Moraga, quien especificó mucha de su obra en esta clase de temáticas sobre relaciones exteriores y sus controversias.
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Pequeño texto de apuntes hecho por Eduardo Rojas Ávila, de su puño y letra, hacia el año 2000. Aunque era partidario de regular la migración a Chile y darle un marco legal a la situación de los ciudadanos extranjeros, como se ve en el contenido de su carta tenía una visión generosa, humanitaria y acogedora para con los inmigrantes, la que no chocaba con su sincero nacionalismo y patriotismo.
De esta manera, era difícil que el afable y reflexivo Rojas Ávila pecara de ingenuidades, a pesar de su aparente timidez y personalidad excesivamente calma: con su extraordinaria comprensión de la realidad, por ejemplo, anticipó casi en tono y acierto profético que Chile resultaría perjudicado por tremendos errores cometidos en el campo diplomático durante los primeros dos gobiernos de la Concertación, tras retornar la democracia en 1990, pero que en aquel momento estaban siendo celebrados como grandes logros políticos. En una de nuestras reuniones, por ejemplo, llegó a detallar taxativamente gran parte de lo que iba a suceder a partir de los fatales acuerdos suscritos entre La Moneda y la Casa Rosada por esos días, partiendo por la Declaración Presidencial de 1991. El desastre de 1994 vino a confirmar sus primeros peores pronósticos sobre el destino del territorio austral que Chile consideraba suyo y que estaba siendo sometido a arbitraje.
Otro gran acierto de Rojas Ávila, a pesar de que escapaba a su ámbito de experiencias geográficas, fue anticipar con precisión también que la República Argentina no estaba en condiciones de cumplir proyectualmente con los acuerdos de los protocolo gasíferos firmados con Chile hacia esa misma época, resultando en un fracaso tal como él lo previó, cerca de 10 años después. Como conocía con precisión la situación comercial interna del vecino país, de sus matrices energéticas y de sus carencias intestinas, había pronosticado que el acuerdo de abastecimiento caería en incumplimiento en década, y nos advirtió de las consecuencias que esto podría traer al panorama energético chileno... Y así ocurrió, exactamente, diez años después, dándonos el privilegio de haber tenido por anticipado una opinión adversa a dichos acuerdos, con sus nefastos resultados perfectamente vaticinados.
Otro detalle admirable de Eduardo Rojas era que creía que los enlaces comerciales "no connaturales" eran el peor mecanismo para tratar de forzar cimientos de confianza y de integración entre los países, pues sólo concluían los esfuerzos generando discrepancias y discordias... ¡Cuánta razón tenía! Por ese mismo motivo nos explicó las razones para oponernos al Tratado de Integración Minera Chile-Argentina de 2000, pues, nuevamente como experto conocedor de la geografía andina, anticipaba los perjuicios ambientales y las alteraciones al medio natural que estas actividades podrían acarrear, algo que ha quedado demostrado con la formalización del proyecto Pascua-Lama en la cordillera del Huasco, derivado del mismo tratado unos años después.
Otro gran acierto de Rojas Ávila, a pesar de que escapaba a su ámbito de experiencias geográficas, fue anticipar con precisión también que la República Argentina no estaba en condiciones de cumplir proyectualmente con los acuerdos de los protocolo gasíferos firmados con Chile hacia esa misma época, resultando en un fracaso tal como él lo previó, cerca de 10 años después. Como conocía con precisión la situación comercial interna del vecino país, de sus matrices energéticas y de sus carencias intestinas, había pronosticado que el acuerdo de abastecimiento caería en incumplimiento en década, y nos advirtió de las consecuencias que esto podría traer al panorama energético chileno... Y así ocurrió, exactamente, diez años después, dándonos el privilegio de haber tenido por anticipado una opinión adversa a dichos acuerdos, con sus nefastos resultados perfectamente vaticinados.
Otro detalle admirable de Eduardo Rojas era que creía que los enlaces comerciales "no connaturales" eran el peor mecanismo para tratar de forzar cimientos de confianza y de integración entre los países, pues sólo concluían los esfuerzos generando discrepancias y discordias... ¡Cuánta razón tenía! Por ese mismo motivo nos explicó las razones para oponernos al Tratado de Integración Minera Chile-Argentina de 2000, pues, nuevamente como experto conocedor de la geografía andina, anticipaba los perjuicios ambientales y las alteraciones al medio natural que estas actividades podrían acarrear, algo que ha quedado demostrado con la formalización del proyecto Pascua-Lama en la cordillera del Huasco, derivado del mismo tratado unos años después.
Sobre lo anterior, don Eduardo me hizo llegar una pauta con sus observaciones al respecto, una vez, y la leyó personalmente en una reunión siguiente con palabras aún recuerdo casi perfecto, por su energía y lucidez. De hecho, recordando la conocida promesa chileno-argentina del Cristo Redentor donde tantas veces hizo parada, aquello de que se despeñarán las montañas antes que se rompa la paz allí jurada, no titubeó en preguntar públicamente por entonces y sin afán de escandalizar: "¿Y si algún día sí se cayeran las montañas?", refiriéndose a la tendencia de recurrir al pensamiento mágico para garantizar situaciones profanas y terrenales, como las condiciones de paz entre los pueblos. Así lo estampó también en una de sus pocas pero elocuentes cartas enviadas a medios de comunicación en esos años.
En abril de 2002, fui invitado a los estudios de Radio José Miguel Carrera de Santiago, en avenida Pedro de Valdivia, junto con don Eduardo y otros investigadores de historia de fronteras y límites chilenos. Allí, en ese lugar, nos confesó a los presentes que estaba siendo afectado por una enfermedad degenerativa y que debía, por esta razón, asistir a terapias periódicas. Aunque no se sospechaba aún del alcance que este progresivo mal pudiese tener, se advertía en él una pequeña cojera y una ligera dificultad para desplazarse... Cosas que, sin embargo, aparentaban ser sólo pasajeras en un hombre con el currículo de deporte y energía como el suyo.
La situación de salud de don Eduardo no se revirtió. Por el contrarió, comenzó a decaer cada vez más. Por primera vez en muchos años, faltaría a reuniones, empezando a postergar sus tertulias, a dejar de redactarnos informativos y a retirarse de la agitada actividad investigativa que ocupaba sus días de retiro. El diagnóstico médico fue lapidario: Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), un devastador mal que va postrando al afectado hasta imposibilitarlo de moverse y, finalmente, quitarle la vida.
La situación de salud de don Eduardo no se revirtió. Por el contrarió, comenzó a decaer cada vez más. Por primera vez en muchos años, faltaría a reuniones, empezando a postergar sus tertulias, a dejar de redactarnos informativos y a retirarse de la agitada actividad investigativa que ocupaba sus días de retiro. El diagnóstico médico fue lapidario: Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), un devastador mal que va postrando al afectado hasta imposibilitarlo de moverse y, finalmente, quitarle la vida.
Para fines del año 2004, el deterioro de don Eduardo era evidente y hacía presagiar lo peor. Intentamos mantener en reserva esta enfermedad dada su comentada tendencia a evitar exposiciones innecesarias, y también tratamos de no molestarle con nuestra permanente necesidad de recurrir a él como asesor, pero se hacía imposible contener los deseos de llamar constantemente a su residencia bajo alguna excusa pero con la intención íntima de saber de su estado, de esperar alguna mejoría por leve que fuera. En los últimos meses, sin embargo, ya ni siquiera era capaz de contestar el teléfono por sí mismo, con su motricidad profundamente deteriorada, por lo que fue inevitable comenzar a perder contacto directo con él.
Hacia el final de sus días, a aquel hombre que antaño escalaba algunas de las cumbres más altas y difíciles del planteta, ya le resultaba imposible incluso el simple acto de hablar. Por esta razón, el 2005 fue el año más difícil para el veterano ex deportista y su familia. Estar asistiendo regularmente a controles médicos no impidió que se presentaran complicaciones bronco-pulmonares serias. Todo hacía anticipar ya lo peor.
Precisamente, había salido de uno de los chequeos médicos durante la mañana del lunes 20 de junio, cuando se cumplían sus últimas horas de vida. Sereno y silencioso, mientras era conducido de vuelta a casa por su familia, hizo con sus manos un par de gestos pidiendo algo específico para almorzar, y los suyos alcanzaron a entender a qué se refería: empanadas y un poco de vino tinto. Fue la muy nacional y folklórica última cena de un gran chileno, un gran patriota, un gran montañista y un gran hombre en toda su humana condición. Al terminar de comer, se recostó en su habitación con la necesaria ayuda de los suyos y allí, en la tranquilidad del hogar, falleció, partiendo su alma quizás a hacer cumbre en la Gloria, la última de sus cimas conquistadas.
Su pequeño cuerpo, ya débil y contraído pero cargando los recuerdos y huellas de toda una vida de aventuras, fue despedido con el último adiós de sus seres queridos, concientes de estar pediendo una de esas presencias irremplazables para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y ser sus alumnos; uno de esos personajes veteranos únicos que inspiran, que dan fuerzas, y a los que se recurre cuando necesita la seguridad y la certeza de una voz autorizada.
Palabras suyas, trascritas después para la que sería su tarjeta póstuma, dijeron una vez:
"Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios. La muerte es inevitable y pone fin a la existencia terrena, pero desde la fe y la razón, creo que abre el camino a la vida que trasciende en otra dimensión".