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Detalle de los tajamares y los barrios a ambos lados del tramo del río Mapocho cercano al Puente de Cal y Canto, ubicado al centro, en ilustración de fines del siglo XVIII perteneciente al artista italiano Fernando Brambilla, de la famosa Expedición Malaspina. Todo el sector que se observa en las riberas del río fue azotado por el turbión de 1783.
Coordenadas: 33°25'57.94"S 70°39'0.42"W (paso del río Mapocho por la ciudad)
La convivencia de la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo con el Río Mapocho ha sido siempre difícil y con momentos de dramática dificultad, al punto de que alguna vez hasta se pensó en mudar la ciudad completa lejos de su ribera. Una de esas ocasiones fue particularmente compleja para el futuro de la urbe, cuando el Mapocho arrojó un azote descomunal contra ella, golpe cuya violencia y consecuencias quizás no se veían desde la destrucción de la naciente ciudad por las huestes de Michimalongo en 1541, salvo por los casos de los grandes terremotos.
Este formidable embate del Mapocho tuvo lugar el 16 de junio de 1783, y presenta algunas analogías con el ataque que el mismo río le hizo a su ciudad entre junio y julio de 1982, casi dos siglos exactos después, con violentas salidas de madres del cauce de agua en medio de grandes temporales que afectaban a la Zona Central.
Con el Puente de Cal y Canto recién puesto en pleno servicio -habiendo resistido su estructura ya otras riadas menores- y con las previsión de los tajamares del río Mapocho dando una sensación de seguridad que habría de resultar inútil en aquella jornada, la ciudad de Santiago estaba por recibir uno de los más violentos castigos históricos en la transición del otoño al invierno de 1783. Fue, además, la prueba más feroz que le correspondió sortear al recién construido puente del Corregidor Zañartu, cumpliendo su primer año con los últimos detalles concluidos.
A pesar de todas las precauciones, nada logró impedir que fuera en enorme desventaja como llegó Santiago a enfrentar uno de sus máximos exámenes de rigor, en su conflictiva relación con la Madre Natura después de los terremotos de 1647 y 1730, hasta con los presagios y anticipos de su desgracia a la vista.
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"Plan de la Ville de Santiago" del viajero francés Amadé Frezier, en 1712.
ANTES DE LA CALAMIDAD
A la época de la catástrofe, Ambrosio de Benavides ya había tomado el cargo del gobierno colonial en Chile. Benjamín Vicuña Mackenna señala en su "Historia crítica y social de la ciudad de Santiago desde su fundación hasta nuestros días. 1541-1868" que, al llegar a la ciudad y ver el dantesco espectáculo de miseria humana, acequias fétidas, los basurales, animales sueltos en la calle y la ruina general imperante, misma que impresionaba desde hacía dos siglos a todos los gobernadores que venían desde afuera a tomar los destinos de la capital chilena, Benavides anotó entre sus tristes primeras impresiones en carta-informe al propio Cabildo, en 1780, una acotación que resultó dramáticamente profética:
"Los tajamares de cal y piedra que defienden este pueblo contra las invasiones y avenidas de este río, consta a US. están rotos y quebrantados en varias partes por los daños ocasionados de las soberbias crecientes sobrevenidas de pocos años a esta parte, y que la mayor que ocupa la cama o lecho del río está superior en altura a toda la extensión del tajamar que defiende y cubre esta población en tal grado que excede de dos varas de altura la que se reconoce en los lomos y bancos que forma el río en lo más de la anchura de su caja, por lo cual hallándose descubiertos los tajamares de esta costa, es manifiesto el peligro de que en una creciente grande se inunde la mitad del pueblo".
Una avenida del río había tenido lugar ese año, el 10 de abril, cuando el Puente de Cal y Canto se encontraba en uso parcial pero no del todo terminado, demostrando ya entonces su capacidad de resistir esta clase de embates, sin embargo. Las aguas provocaron alguna inquietud sobre la seguridad de las rampas y también irrumpieron en parte de la ciudad según lo que indica Justo Abel Rosales en "Historia y tradiciones del Puente de Cal y Canto", pero ésta todavía no recibía lo peor que podría esperar de su río.
Fue así como le tocó otra vez castigo a la capital chilena el año de 1783, cual amenaza autocumplida sobre sus debilidades y vulnerabilidades evidentes, después de engañosos períodos de prolongadas sequías. ¡Hasta un fuerte temblor vino a anunciar la catástrofe que se aproximaba, el 13 de marzo anterior! Las precipitaciones comienzan a llegar copiosamente en el mes de mayo, desatando la furia del Mapocho a partir de una lluvia torrencial que se apoderó del sistema de chubascos el 3 de junio siguiente. Los temores de Benavides estaban volviéndose terriblemente reales.
Como si ya fuera poco con los presagios, en la víspera del terremoto líquido que encharcó a toda la ciudad, las fuerzas del más allá intervinieron proporcionándonos su propia y última advertencia aterradora, en vista de que las señales naturales no conseguían alertar a los santiaguinos. Cuenta así la leyenda que, aquella noche antes del desastre, los ciudadanos vieron con horror cómo pasaba por las calles de Santiago la calesa del fallecido Corregidor Zañartu, con sus caballos y la respectiva guardia de soldados. Fue una imagen espeluznante bajo la lluvia, pues todos los testigos reconocieron el lujoso coche que no había vuelto a ser usado por ninguna otra autoridad desde la muerte del Corregidor. Una vecina que se asomó por la puerta al oír el alboroto del galope, cayó desmayada al distinguir al fantasma de Zañartu en la calesa de caballos infernales, que avanzó hacia el puente y pasó encima de él como si escapara en dirección a su ex quinta en La Cañadilla, actual Avenida Independencia. Ante la vista horrorizada de otro testigo vecino al monasterio, el carro entró a sus patios para salir tras una rápida visita, causando pavor y el griterío de las monjas al interior del mismo.
No obstante, veremos que les esperaba a las religiosas un susto aún más terrible, pocas horas después.
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Plano de la planta de la ciudad de Santiago de Chile que figura en el mapa del territorio chileno confeccionado por Emmanuel Bowen en 1747.
COMIENZA LA INUNDACIÓN
El ataque del río iba a tener lugar tal cual lo previó don Ambrosio, revelando las falencias del tajamar y de toda la ciudad, siendo conocido este turbión como la Avenida Grande o la Gran Avenida del Mapocho, recordada hasta hoy como la más desalmada de todas las riadas que arrojó los bríos incontrolables del río sobre la ciudad que intentaba crecer a sus costados.
El tormentoso y oscuro día 16 de junio, se completaban 226 horas de precipitaciones ininterrumpidas sobre la capital chilena, mientras el Mapocho ofrecía un aspecto oscuro y siniestro en medio de la tempestad y desde horas de la madrugada, corriendo con un caudal que llenaba todo su lecho y las orillas. Era claro que algo no marchaba bien con el cauce de las aguas.
Comenzó el río, de esta manera, a socavar su propia grieta y a arrasar ranchos completos en lo alto de su trazo, arrastrando animales, escombros, troncos y los primeros cadáveres humanos que se vieron, hasta hacer estrechos los ojos del Puente Cal y Canto para pasar por él su incontenible furia, llegando hasta el arco de los estribos en lo que debió ser una imagen temible, por la altura que habían adquirido las torrentosas aguas y lo cerca que se encontraban éstas de la aparente seguridad de los curiosos arriba del puente. Desde el mismo lugar, los ciudadanos más valientes y temerarios se atrevieron a colocarse junto a los pretiles y así rescataron algunas vidas que venían ahogándose arrastradas en el caudal.
Desbordado y ya derramándose sobre Santiago, el Mapocho arremetió contra los tajamares que habían sido construidos hacia 1750 y hasta poco después, volcándolos, partiéndolos o socavándolos en distintas direcciones. El río los devoró como bizcochos con su descontrolada hambre fluvial:
"Catorce cuadras de malecones–se lamentaba Vicuña Mackenna-, que habían costado más de cien mil pesos hacia sólo 25 años, fueron arrasados de esa suerte aquel aciago día".
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El puente de Cal y Canto estaba recién abierto cuando ocurrió el azote del río.
DESTRUCCIÓN DE LA CIUDAD
El agua golpeó por la parte más oriental de los tajamares coloniales, por el sector entre la Chacra de Balmaseda y la espléndida Quinta Alegre, hasta la altura del Cerro Santa Lucía, desde donde llegó al centro mismo de la urbe.
Metiéndose por la proximidad del mismo cerro, el Mapocho encontró una buena entrada a la metrópoli por el sector que corresponde actualmente al Parque Forestal y el final de calle José Miguel de la Barra, en una hondonada que era tradicionalmente su puerta de ataques a la ciudad cada vez que había crecidas con salida de madre. Esta depresión del terreno era tan grande y marcada por siglos de golpes del río, que cuando se canalizó el Mapocho entre 1888-1891, no fue posible rellenarla por completo y se decidió construir allí una laguna llenando el desnivel, estanque que existió hasta los años cuarenta, aunque todavía se ve el cambio de alturas del terreno en este sector, atrás del famoso Castillo del Parque Forestal.
Del mismo modo, el Mapocho partió a reclamar otra vez y con especial energía sus primitivos terrenos, alcanzando La Cañada de La Chimba y que fue, en los orígenes primitivos del río, un brazo del río sobre el cual se desembocó después el llamado Camino de Chile, prolongación y continuación del famoso Camino del Inca. De esta forma, Santiago quedó sitiado por ambos costados. La riada destruyó también las primeras cajitas de agua que habían surgido de las innovaciones ejecutadas por el Presidente Henríquez para abastecer a la ciudad, desviándola hacia la Plaza de Armas. A la sazón, las antiguas cajitas se habían convertido en otro lugar de esparcimiento y recreo que formaba parte del paseo de los tajamares, pero que desapareció bajo la brutalidad de la arremetida del río.
La parte del Llano de Santo Domingo y el enorme basural colonial situado donde ahora está el Mercado Central, fueron arrasados también sin misericordia. El frenesí destructivo penetró por la actual calle Bandera y convirtió en canales torrentosos sus transversales de San Pablo, Rosas y Santo Domingo, para avanzar con toda maledicencia hacia el Llano de Portales donde hoy está Barrio Yungay, y desde allí hasta el periférico sector de suburbano de Chuchunco. En consecuencia, el antiguo barrio de la margen meridional del río casi pereció ahogado en el encierro de su propio establo, como un potro viejo olvidado en la carga de un naufragio.
El saldo fue catastrófico desde ahí: además de destruir una innumerable cantidad de calles y edificios convirtiendo en un lago a toda la ciudad, al arrasar el sistema de abastecimiento de aguas y canalizaciones la población ésta quedó sin acceso al vital elemento. Constituyó, desde muchos puntos de vista, la venganza de todas las venganzas que fue capaz de cumplir el río contra sus cándidos domadores.
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Cañadilla de la Independencia y templo del Carmen de San Rafael, hacia 1890.
TERROR EN EL CONVENTO DE LA CHIMBA
El paisaje urbano de la vega mapochina resultó casi totalmente destruido por la energía del torrente, una vez que éste se metió insolente por su prehistórico brazo de La Cañadilla y hasta el sector de la Recoleta, arrasándolas de forma tan profunda que alteró gran parte del aspecto antiguo de estos vecindarios. Casi no quedó a la vista vestigio de estos antiguos rasgos de La Cañadilla, e incluso la bella ex quinta del Corregidor Luis Manuel de Zañartu allí ubicada, acabó convertida en un erial de barro. Una leyenda con características de error histórico supone que el temido personaje falleció ahogado en aquella ocasión (mito comentado, por ejemplo, en la "Historia General de Chile" de Carlos Fortín Gajardo, en 1967), pero la verdad es que había fallecido poco antes. La naturaleza no tuvo piedad por sus conventos, ni sus chacras, ni sus humildes moradas de sacrificados rotos y comerciantes pobres.
Las religiosas del Convento de las Carmelitas de San Rafael en La Cañadilla, recinto fundado por el mismo Corregidor Zañartu y en donde entraron sus propias dos jóvenes hijas después de haber enviudado, quedaron casi sin posibilidad de auxilio que no fuera el de orden divino, rodeadas por un angustiante y aterrador mar lodoso que arrastraba escombros, rocas y muerte. Una de las monjas del convento escribió una dramática relación redactada en versos sobre este desastre, usando las siguientes rimas:
La mañana así pasamos,
sin saber el detrimento
que ya causaban las aguas
en la muralla y cimiento,
porque nada nos decían,
atendiendo el sentimiento,
que era regular tener
en riesgo tan manifiesto.
A la una y media del día,
con más que casual intento,
subieron dos a la torre,
y al correr la vista, es cierto,
que cubrió sus corazones
mortal desfallecimiento,
viendo que el río arrancaba,
los Tajamares de asiento,
y con ímpetu batía
sin defensa en el Convento.
La autora de estos versos publicados en anónimo en la "Relación de la inundación que hizo el Río Mapocho de la ciudad de Santiago de Chile en el Monasterio de las Carmelitas, Titular de San Rafael, el día 16 de julio de 1783" era Sor Tadea de San Joaquín García de la Huerta, según lo reveló en 1850 don José Ignacio Víctor Eyzaguirre en el Tomo II de su libro "Historia eclesiástica, política y literaria de Chile". Para más información al respecto, se puede ver el completo trabajo de Juan Uribe Echevarría titulado "El romance de Sor Tadea de San Joaquín sobre la inundación que hizo el río Mapocho en 1783", publicado en el apartado del boletín "Mapocho" N° 3 (Biblioteca Nacional, Imp. Universitaria, Santiago de Chile, de octubre de 1963).
Tras correr a refugiarse en la iglesia y descubrirla también inundada, las espantadas monjas buscaron protección en el coro, mientras sus sirvientas lograban salvarse momentáneamente de morir ahogadas, en tanto seguía subiendo el agua. Como no podían abandonar el claustro sin orden superior, el Obispo Manuel de Alday se apresuró a enviarles una autorización a través de tres valerosos hombres que se atrevieron a cruzar el puente en estas monstruosas circunstancias. Ayudados del vecino Pedro García Rosales y valiéndose de barretas y chuzos, estos rescatistas lograron abrir forados en las paredes del convento para que tuviera un escape la enorme cantidad de agua acumulada dentro de los muros del recinto y así pudieron entrar jinetes a la iglesia, los que salvaron a las 28 horrorizadas mujeres incluyendo las hijas del fallecido Corregidor Zañartu. Las monjas fueron hospedadas por tres meses entre las celdas de los recoletos dominicos.
Aunque el Capellán Manuel de la Puente había logrado rescatar la eucaristía y la custodia del Convento de las Carmelitas, los daños y pérdidas en el templo fueron de gran consideración. Él es aquel recoleto mencionado en la continuación de los mismos versos de Sor Tadea:
Fue un hijo de San Francisco.
Religioso Recoleto:
que con agua a la cintura
y por las rejas rompiendo
sacó Custodia y Viril
y las llevó a su convento.
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Plano de S. Giacopo (Santiago) de 1776, confeccionado por el famoso cronista y naturalista, el Abate Juan Ignacio Molina, detallando lugares relevantes de la ciudad en el siglo XVIII poco antes de la Gran Avenida del Mapocho.
DECISIONES TRAS LA CATÁSTROFE
Hacia las 10 de la mañana del día siguiente, 17 de junio, y tras una de las noches más abominables que haya conocido Santiago de Chile, la tormenta cesó al fin y el Sol comenzó a asomar entre las nubes ya saciadas de su fiebre de sudoración destructora. El astro iluminó a una ciudad sumergida en aguas y horrores, cual Atlántida de Platón pero para cuyo trágico destino bastó no un océano, sino apenas un río. Muchos habían salvado sus vida corriendo a las rocas altas en el peñón del Santa Lucía, desde el cual miraban resignados la destrucción del poblado.
Terminaba, así, esta arremetida del Mapocho contra la ciudad que no tuvo parangón en la historia dificultosa de la relación entre el hombre y los caprichos del río, que es mucho más que un mero accidente hídrico en la geografía. Según la crónica "Descripción histórico geografía del Reino de Chile" de don Vicente Carvallo Goyeneche, un millón de pesos en daños fue el desolador estimado de pérdidas, cifra por completo exorbitante y casi inimaginable para la época. Salvo por el Cal y Canto, el que mucho tiempo después sería el actual Barrio Mapocho quedó reducido a escombros y lodo.
Por largo tiempo, más de un siglo, el nombre de esta Gran Avenida que hoy se nos asocia a una de las arterias más importantes de nuestra capital, fue para los santiaguinos la memoria de un hecho terrorífico y causa de temblor en las piernas.
Aún sin estar secas las calles, los santiaguinos se vieron enfrentados a la misma necesidad de proporcionar una solución urgente al problema de las periódicas inundaciones, que le estaban costando enormidad de recursos a la ciudad. En la noche del 18 de junio de 1783, con el agua del desastre del río aún apozada entre las ruinas, el Cabildo se reunió para tratar de decidir una salida definitiva, pero la conclusión fue tan dramática como la riada misma: no quedaba dinero efectivo alguno y, por consiguiente, nada había que hacer en lo inmediato por la pobre ciudad. Desesperados, aceptaron pedir uno o dos mil pesos al Presidente y, si no fuese posible, a algún prestamista, destinándose para tal tarea a don Juan Ignacio Goycolea. Apenas pudo, el encargado dispuso de todos los reos de Santiago como peones para las faenas aunque sumaran apenas 24 pares de manos, además de ordenar la tala de los árboles de las alamedas y de huertos particulares para instalar estancos provisorios mientras se reconstruyera el tajamar, fijándose una derrama de seis mil pesos sobre el vecindario.
Coincidió que se encontraba en Chile el ilustre arquitecto Joaquín Toesca, encargado de la construcción del Palacio de la Moneda por el gobierno español, por lo que no tardó en quedar a cargo del desafío en el Mapocho. El italiano se asoció para estas nuevas funciones con el alarife Argüelles. Sin embargo, a poco de comenzar se encontró con los primeros problemas y presentó una protesta el 10 de julio, denunciando que los vecinos se resistían a las talas de sus árboles y boicoteaban la disponibilidad de peones para los trabajos en el río. La autoridad reaccionó y emitió la orden de que se sacaran de todas las chacras del valle la cantidad prorrateada de cinco mil estacones de cinco varas de largo, para taponar con palizadas las aberturas y los peligrosos boquerones que la riada había dejado abiertos. Pero el Cabildo no estuvo del todo de acuerdo con el Capitán General y sus miembros presentaron un reclamo el día 19, alegando que "ni siquiera quinientas estacas podían sacarse". En consecuencia, el Cabildo terminaría solicitando que los recursos se pidieran a la hacienda del Rey.
Buscando salir de la nefasta situación, Benavides solicitó en septiembre al Ingeniero Militar don Leandro Badarán la confección de planos con un nuevo y último sistema de tajamares. El encargado inició estudios del proyecto produciendo un plano donde demostró comprender perfectamente el problema del río que provocaba las salidas. También colaboró en este plan el Ingeniero Juan Garland, quien elaboró después un bosquejo adicional donde se observa el trazado de sucesivos malecones discontinuos e inclinados.
Comenzaba con estos planes, la última parte de la vida colonial de los tajamares del Mapocho, que serían construidos ya durante la administración de don Ambrosio O'Higgins, hacia fines del período de dominación española y en los albores de una nueva etapa en la historia de Chile.