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La popular Playa Chica de Cartagena, hacia 1950-1960. Se observa en pie la Iglesia del Niño Jesús, cuyas ruinas hoy sólo acogen leyendas de maldiciones y pactos diabólicos. Fuente Imagen: Cartagenafm.cl
Esta entrada es la segunda de la selección de artículos del cronista Raúl Morales Álvarez (ver la primera aquí: "El Cristo pobre"). Corresponde al título "Cartagena y la aventura adolescente'" publicado en la columna "La pista de la noticia" del diario "El Clarín" de Santiago, en 1962. El actual texto es, además, una primicia del proyecto editorial "Temporal en Cartagena: antología de Raúl Morales Álvarez", de la Agrupación Cultural El Funye (ir al Facebook del grupo), exclusivamente dispuesta para los lectores de este blog.
CARTAGENA Y LA AVENTURA ADOLESCENTE
''FULANA DE TAL -me anunciaron- desea verlo. Dice que es muy urgente''. Me despedí con rabia de mi tranquila siesta en las arenas, resignado a regresar a la casa, donde me aguardaba la visita. ¿Quién sería esa fulana de tal? Ni siquiera en pelea de perros me acordaba de su nombre. Decididamente, no la conocía. Contemplé, por eso, con cierta sospechosa duda, su figura. Era una mujer de ojos tristes y nerviosas manos, vestida sin coquetería, con los agobios de un largo cansancio en el cuerpo y el rostro, quitándole vigor, para dejarla prematuramente envejecida. Debería estar recién por los cuarenta, sin apuros. Pero representaba veinte años más. Viéndola, uno sentía ganas de saludar a la desdicha. ''Buenas tardes, tristeza''. Pero solo me alcé de hombros, suspirando un poco, antes de mascullar las consabidas palabras de una rutina indiferente, empilchado sin embargo de cortés:
- ¿Usted me buscaba, señora? ¿Qué se le ofrece? ¿Le puedo servir en algo?
Las nerviosas manos de la mujeruca hurguetearon un instante en el interior de su sencilla cartera sin adornos. De allí salió una fotografía. Me la alargó junto con un angustiado atoro de palabras:
- Señor -me dijo-. ¿Usted no lo ha visto? Es mi chiquillo. Hace veinticinco días que falta en la casa. Me dijeron que había viajado a Cartagena, por eso vine a molestarlo, señor. Usted, que escribe en los diarios, debe saber todo lo que pasa aquí. Si mi niño esta en Cartagena, usted me ayudará a encontrarlo. ¿Verdad que sí, señor?
En el cartón de la foto me sonreía el rostro moreno de un mocoso, con ojos tan animosos como los de un pájaro. Le devolví la imagen y enhebré una pregunta:
- ¿Doce años?
- Trece -me corrigió-. Pancho los cumplió recién no más, el 30 de agosto, para Santa Rosa, que es mi día. Va en segundo de Humanidades, y es un buen muchacho, señor. Y se lo digo no porque sea mi hijo. Pero me trajo unas notas espantosas, con puros 2 y 3, y entonces yo me exasperé, lo reté, y hasta creo que le di unos palos. El niño se me achunchó con el castigo. Anduvo amurrado un par de días. El dos de septiembre desapareció, después de almuerzo, resuelto a no volver, llevándose todas sus cosas en un saco harinero. En el barrio los otros chiquillos me dijeron que se había venido a Cartagena. Eso es todo, señor...'.
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Raúl Morales Álvarez con sus hijos.
![](http://4.bp.blogspot.com/-T0D27j9SxeE/WNmsQIuvHxI/AAAAAAAAZdI/mKcOBrYofIkODdUn9H6F7pa7DWFqWEQtACLcB/s1600/rma02.jpg)
Raúl Morales Álvarez y Helena Wilson (primer matrimonio), en sus años residiendo en el balneario de Cartagena.
PERO ESO no era todo todavía. Faltaba aun mucho más para hacer hablar al pequeño aventurero desde su misma fotografía:
- Estos ojos -le precisé, indicándoselos-, son los ojos de un cabro inteligente. Revelan inquietud, ambición, anhelos de pelear para sí mismo. En el rostro de cada niño es posible escrutar las señas que hace el porvenir. Las que posee su hijo, señora, son buenas señas. ¿Por qué, entonces, le salió tan mal alumno?
-Porque no le gustan los estudios del Liceo -contestó-. Pancho es orgulloso. Pero a mí no me la ganará el porfiado. Contra vientos y mareas lo sacaré adelante, así se me vaya quedando pegado cada año en el colegio. Mi hijo será alguien. Médico, abogado, ingeniero, o empleado público. Eran, también los deseos de mi esposo. Antes de morirse me lo imploró el finado: ''Rosa -me dijo-. Haz que Panchito surja y se vaya para arriba. Que no sea como nosotros''.
- ¿Qué son ustedes? -indagué, con cierta crueldad en el tono.
La mujer se envaró un poco en sus humildes gafas:
- Nosotros somos pobres, señor -respondió-. Pero no unos cualquiera. Con el finado teníamos un almacencito en Las Hornillas. Nos daba para todo. Desde que quedé viuda trabajo en la costura. Si la cosa es dura, lo cierto es que también da para los gastos... Pero usted comprenderá, señor, que ambicionamos que el hijo de una costurera y un almacenero sea algo más de lo que fueron sus padres. A mí me gusta la carrera de abogado. De allí no cuesta nada pasar a la política. ¡Y qué feliz sería yo con mi niño de ministro, diputado o senador...!
- Dígame -precisé entonces-. Usted me aseguró que a Pancho no le gustaban los estudios del Liceo. Esto parece indicar que le gustaban otros. ¿Cuáles?
Me contestó con desgano y casi con desprecio:
- Se lo pasa dibujando, señor, haciendo monos y otras tonteras parecidas. Afirma que será artista, aunque se muera de hambre en el camino. Yo no lo entiendo. ¿Y usted, señor?
Pero no le dije cómo lo entendía.
Ya estaba tranqueando hacia la puerta para iniciar la búsqueda del mocoso que pinta. En eso ando todavía. Buscando a Pancho. Quiero convencerlo de que siga haciendo monos cuando lo encuentre. Acaso su Luna también tenga los mismos seis peniques que la de Gauguin, el Embrujado.