Siluetas mostrando la escena de un típico exterminio de perros de los siglos XVIII y XIX, según dibujo publicado en el libro “Memorias de un perro escritas por su propia pata”, de Juan Rafael Allende, en 1893.
“Un perro ató su aullido / a la Cruz del Sur”
(Giordano Leporati, versista porteño, 1942)
Hace algunos años, en 2009, publiqué acá un largo artículo dedicado a la relación de Santiago de Chile con los perros a lo largo de su historia, divido en tres capítulos: uno dedicado a la relación simbólico-heráldica de los perros con nombre de Santiago del Nuevo Extremo, otro más extenso concentrado en la historia de los perros en Chile con énfasis en la capital, y finalmente, uno relacionado con el redescubrimiento y revaloración del quiltro expresada en el reconocimiento formal del fox terrier chileno como auténtica raza canina.
Ha pasado bastante desde entonces con relación al tema, y muchas de las cuestiones que allí mencioné como parte del mismo asunto, se han mantenido o han empeorado, especialmente en lo relativo a la situación de los perros abandonados y la cada vez mayor irresponsabilidad social para con los deberes de la tenencia de mascotas.
No es de extrañar en este deplorable escenario, entonces, en este mismo período hayamos conocido de disposiciones edilicias prohibiendo alimentar perros callejeros con amenazas de fuertes multas, como sucedió en Santiago Centro y Valparaíso; o que masivas matanzas de canes hayan terminado incluso en tribunales, como fue el caso de la ejecutada por funcionarios municipales de la comuna de San Joaquín, con uno de los primeros videos-denuncia que se volvieron virales sobre este tema. El escándalo más reciente dice relación con las autorizaciones a la caza de perros asilvestrados, medida del Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) que actualmente se encuentra suspendida y en revisión por la fuerte protesta pública que generó.
No es mi interés, por ahora, hacer sesudos juicios éticos o filosóficos sobre la situación descrita, pero sí quisiera abordar con esta primera parte de un ciclo nuevo de artículos, una visión cultural e histórica sobre los perros aunque mucho más amplia que aquella que asumí hace seis años, ahora dedicada a Chile en general y partiendo con una exposición sucinta de los antecedentes de la "cuestión social" de los perros en nuestro país desde sus orígenes, ya que hasta aquellos años puede rastrearse el problema.
Este texto, por cierto, lo publico a partir de un pequeño estudio presentado por mí para un proyecto editorial sobre el tema de los perros chilenos, hace unos años, pero que por diferentes razones no pudo consumarse. Veamos cómo resulta y si llega a ser un aporte al tema de debate.
SITUACIÓN DE LOS PERROS EN LA CONQUISTA
Dice don Pedro Mariño de Lobera en su “Crónica del Reino de Chile” que, antes de concluir la Conquista, los propios habitantes de la sufrida colonia española de don Pedro de Valdivia se vieron, en algún momento, en tal grado de carestías que debieron vestir con cueros de perros sin curtir, casi como salvajes. De esta necesidad de los antiguos pobladores por contrarrestar la falta de material para prendas, pudo haber sobrevivido una costumbre rural comentada por Nicolás Palacios en su "Raza chilena" y que estaba presente todavía en su época a principios del siglo XX, correspondiente al uso de grandes polainas de piel de perro por parte de algunos huasos, y “que recuerdan el traje del mismo material usado por sus abuelos”, según sentencia.
Por insólito que pueda sonar, los perros callejeros (si es que se podía llamar calles a los senderos polvorientos que tenían entonces las ciudades) ya se perfilaban como un problema en estos primeros años de vida de la Capitanía General de Chile. Por ejemplo, según lo que anotó el escribano Luis de Cartagena para las actas del Cabildo de Santiago en 1544, tras la pérdida y quema de todos los papeles y documentos con el anterior ataque de Michimalongo a la flamante ciudad española, sus habitantes comenzaron a usar cueros para reunir actas y anotaciones pero también enfrentando un problema nuevo, cuando los perros hambrientos devoraron estos soportes al no tener lugares seguros para guardarlos. De esta situación intuyen Palacios y otros autores, provendría el concepto popular de “pasar pellejerías”, pues en tiempos de escasez y miseria las pieles de animales se usaban para todo: como prendas, monturas, camas, manteles y hasta libros de actas, según se ve. Anotó el escribano al respecto, allí en el Libro Becerro:
"Y saben así mismo, cómo hasta que el capitán Alonso de Monroy, teniente general de vuestra señoría, vino con el socorro de las provincias del Perú, los cabildos y los acuerdos que se hicieron, y cosas tocantes al gobierno de esta dicha ciudad, que habían de estar asentados en otro libro tal cual el que a mí se me quemó, por falta de él y de papel para lo hacer, tenía asentados los dichos cabildos en papeles y cartas viejas mensajeras, y en cueros de ovejas que se mataban, que los unos papeles de viejos se despedazaban, y los cueros me comieron muchos de ellos perros por no tener donde los guardar".
En las actas del Cabildo de Santiago del 25 de octubre de 1553 vuelve a aparecer el problema de los perros mal cuidados por sus amos, en este caso estableciendo "que si algún perro matare cabra o hiciere daño, que lo pagará el dueño del perro". Es de suponer que, ya entonces, las mascotas comenzaban a aparecer en régimen sólo parcialmente doméstico a causa de la poca responsabilidad de sus propietarios... El problema ha sido históricamente, pues, el mismo: el comportamiento del dueño y no del animal.
Empero, se sabe que muchos perros de razas corpulentas y agresivas acompañantes de los españoles en campaña durante la Conquista e instauración del coloniaje en Chile, eran parte del batallón mismo. Don Pedro de Villagra, por ejemplo, aumentaba sus filas de sólo cien hombres con canes grandes y bravos que servían para hacerle frente a las huestes indígenas y que eran “poderosos auxiliares en los combates”, según anota Diego Barros Arana en su "Historia general de Chile”.
Existe un consenso más o menos general de las fuentes de estudio, respecto de que fue la introducción de los perros en este mismo período dentro del territorio chileno, lo que marca el origen de los problemas con los perros asilvestrados, los de vida semi-urbana y los mal llamados "vagos", como veremos a lo largo de este artículo. Mucha de esta calamidad ha sido poco visible, sin embargo, en especial el caso de los perros salvajes que se volcaron al paisaje abierto, volviéndose depredadores confirmados de fauna local, como ha sido con el pobre pudú, por ejemplo. Sin embargo, es claro que la esencia del problema se ha hallado siempre en la conducta irresponsable humana, más que en los instintos de supervivencia del perro.
Un perro acompaña a los conquistadores españoles durante la primera misa celebrada en Chile, en detalle del cuadro de Pedro Subercaseaux en exhibición en el Museo Histórico Nacional. Aunque existían canes nativos en Chile, los perros sin dueños se volvieron un tema complicado casi tan pronto arribaron los españoles al territorio.
PRIMERAS MATANZAS DEL SIGLO XVI
Aunque los hispanos también miraron casi como ganado "alternativo" a las jaurías en momentos de emergencia, el cronista Pedro de Córdova y Figueroa escribió en su célebre "Historia natural, militar, civil y sagrada del Reino de Chile" que los perros estuvieron alguna vez en el apetito de los indígenas, describiendo un singular episodio ocurrido al General Lorenzo Bernal del Mercado en la ciudad de Los Confines de Angol, bajo el mencionado gobierno de Villagra:
"En la ciudad congregó Bernal a los caciques que permanecían sujetos al dominio español, y habiéndolos exhortado a la común defensa. Mincheleb, de muy avanzada edad, persuadió a los suyos y respondió por todos ofreciendo cuatrocientos buenos soldados y pidió por compensación media braza de chaquiras a cada uno, chicha y a cada veinte un perro para comer. Dícelo así Pedro Cortés, que presente se halló: y este nuevo reglamento de paga se extrañará en el tiempo presente en Chile, pues tienen tanta abundancia de ganado mayor y menor, que es imponderable su crecido número, y no creerán los indios que hoy subsisten, que sus progenitores apetecían los perros como manjar delicioso, y que abundando tanto esta especie, sólo crían para su diversión y placer; mas el tiempo se burla del mismo tiempo, haciendo que en unos sea apetecible lo que en otros fue despreciable".
El cronista Alonso de Góngora y Marmolejo, por su parte, cuenta en su "Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado" de 1575, algo sobre una de las primeras matanzas masivas de perros ocurridas en el país, específicamente en Concepción y cerca de una década antes del año en que informa de ella, también involucrando al gobernador Pedro de Villagra:
"...había en la Concepción gran cantidad de perros que tenían los cristianos e indios de su servicio, y cuando se tocaba arma, que era casi de ordinario, aullaban y ladraban en tanta manera que no se podían entender; y para evitar esto, mandó Pedro de Villagra que cualquier soldado o indio que trajese perro muerto le diesen cierta ración de vino o de comida: con esta orden los mataron todos. Fuera mejor dar la tal ración a quien trajera cabeza de algún indio, o presea de él, como hacían los numantinos en aquella guerra tan porfiada que tuvieron con los romanos".
A pesar de los horribles banquetes y sangrientas masacres, hacia 1583 la situación de los canes ya se salía de todo control. En Santiago, por acuerdo del 12 de abril de ese año, el Procurador don Martín Hernández de los Ríos pedía angustiado que “se repare el camino de las carretas y que se maten los perros cimarrones” que vagaban por el sector y que, habiéndose propagado en forma extraordinaria, pugnaban con los cerdos y las cabras que también pulularon libremente por la capital, bebiendo agua de las acequias de la plaza central y derrotando a las autoridades en su afán de mantener un mínimo aseo público, como advierte Barros Arana.
Además, como hubo períodos de la Colonia en que prácticamente no pasaban semanas sin alguna ejecución en Santiago como mínimo, los perros comenzaron a añadir otro problema gravísimo para los escrúpulos de la capital, cuando los cadáveres de estos ajusticiados eran apilados en la entrada de la cárcel y varias veces sucedió que sus cuerpos fueron atacados por canes hambrientos, algo facilitado por el descuido de los guardianes. Esto llevó tiempo más tarde, a establecer por razones de salubridad y prudencia la prohibición de exponer de tal forma los muertos, ya en el siglo XVIII según comenta Benjamín Vicuña Mackenna en “Los médicos de antaño en el Reino de Chile”.
EXTERMINIO DE PERROS EN 1606
Hay evidencia de otra temprana gran matanza de perros en 1606, cuando el 6 de mayo de ese año el Cabildo de Santiago abordó un decreto emitido durante la gobernación de don Alonso García de Ramón, según se constata en las actas:
"...y porque en los términos de la dicha ciudad hay muchos perros cimarrones y otros que crían los indios, que son los que destruyen y menoscaban el ganado, mando que los matéis todos, y los que tuvieren los indios los mandéis matar, no dejándoles más de uno que les guarden su casa, y los de los españoles que vieres que hacen daño; y mando al Cabildo, Justicia y Regimiento de la dicha ciudad de Santiago que, juntos en su cabildo, según lo han de uso y costumbre, reciban de vos el dicho capitán Juan Ortiz de Araya el juramento que en tal caso se requiere, y, hecho, él y todos los de más vecinos y moradores de la dicha ciudad y sus términos y jurisdicción, os hayan y tengan por tal capitán á guerra y juez de las dichas causas, y os hagan guardar y guarden todas las honras, gracias, preeminencias, prerrogativas, que por razón del dicho oficio debéis haber, tener y gozar".
El 30 de mayo siguiente, se autoriza al Capitán Córdoba la ejecución de la matanza de perros pagando por cada cabeza de animal y mostrando los alcances de calamidad que habría alcanzado para entonces el asunto:
"En este cabildo se presentó el capitán Juan de Córdoba con un título de el señor Teniente general para deshacer borracheras y para otras cosas, y entre ellas, para que pueda hacer matar los perros en todos los pueblos de indios y estancias de esta jurisdicción; y por que con más cuidado y diligencia se haga, se le señala al dicho capitán Juan de Córdoba medio tomín de cada cabeza de perro que así hiciere matar, y atento el provecho que de ello resultará a la ciudad, vecinos y moradores; y este salario pueda llevar y lleve en cada pueblo ó estancia, pagándoselo el administrador ó estanciero y persona que lo tuviere á cargo, en cabras á medio peso cada una, ó en ovejas á tomín y medio: lo cual se le dé y pague conque se halle personalmente con sus ministros y no de otra manera, por obviar los daños que los tales ministros suelen hacer; y esto se proveyó unánimes y conformes, y que use de su título, que le darán todo fuero y ayuda".
Dicho de otra manera, se pagaría una medida monetaria de tomín en cabras u ovejas por cada cabeza de perro. La cabra se calculaba en medio peso, equivalente a siete reales y medio vellón, mientras que la oveja se estimó en tomín y medio, lo que equivale a 45 céntimos de peseta.
Comenzaba a suceder lo que ya parecía inminente, entonces: el orden ciudadano se volcaba progresivamente contra los perros abandonados o mal cuidados, cual si ellos fueran la causa basal del problema que provocaban y no el comportamiento irresponsable de los habitantes de la misma ciudad donde bullían libres, por habérseles permitido (o forzado) siempre a la vida vagabunda y callejera, tal cual sucede en nuestra época.
Escena de un perro intentando dar caza a un ñandú, en uno de los grabados publicados por Alonso de Ovalle en su obra “Histórica relación del Reyno de Chile”, editado en Roma en 1646.
ÚLTIMAS PERSECUCIONES EN LA COLONIA TARDÍA
Los perros nunca estuvieron libres de la traición de sus propios amos o de pagar por las culpas humanas, como se ve... Y a pesar del cariño popular y la casi identificación del hombre modesto con estas criaturas, ni siquiera lo están ahora.
En algún momento, también se dispuso que esos mismos perros que eran una molestia para las carreras y exhibiciones de caballos, no fueran llevados por sus dueños hasta tales canchas “por los experimentos e inconvenientes que resultan, haciendo al juez o subastador retirar del sitio inmediatamente a los que los llevasen”, dato que puede encontrarse en el libro de Eugenio Pereira Salas “Juegos y alegrías coloniales en Chile”. A la sazón, además, las iglesias criollas debían contar con un personaje cuyo oficio era conocido como perrero, encargado de echar a los perros que entraban a los templos y con el tiempo también asumiendo la obligación de mantener limpio el recinto.
Muchas veces (o mejor dicho innumerables veces), los canes volvieron a ser usados como los vistos abastecedores de pieles o como un directo recurso alimenticio en momentos de apremios y desesperación. Esto sucedió especialmente por los indios de tránsito por la hambruna, pero también por los españoles e incluso por refinados viajeros que asomaban por acá cuando se vieron en tales angustias, como confesaba en 1768 el Comodoro John Byron (abuelo del famoso poeta Lord George G. Byron), recordando sus duras vicisitudes por tierras australes de un cuarto de siglo antes, en su "Relato del honorable John Byron -Comodoro de la última expedición alrededor del mundo- que contiene una exposición de las grandes penurias sufridas por él y sus compañeros en la costa de la Patagonia”:
“Un día me hallaba dentro de mi choza con mi perro indígena, cuando se me presentó un grupo a la puerta diciéndome que sus necesidades eran tales que o se comían el animal o perecían de hambre. Aunque su argumento era apremiante, no dejé de oponerles algunas razones para tratar de disuadirlos de que mataran a un animal que, por sus fieles servicios y su cariño, merecía continuar a mi lado; pero, sin pesar mis argumentos, lo tomaron por fuerza y lo mataron. En vista de esto, opiné que tenía por lo menos tanto derecho a una parte como el que más, me senté con ellos y participé de su comida. Tres semanas después, tuve el gusto de hacerme un guiso con sus patas y el cuero, que encontré podridos a un lado del sitio en que lo mataron” .
Sucedería poco después que, durante la larga gobernación de plaza de don Antonio Martínez y la Espada en Valparaíso, los perros volvieron a ser perseguidos y masacrados sin piedad por razones sanitarias y de seguridad pública. Primero, se ordenó que ningún residente del puerto tuviese más de un solo perro bravo, permanentemente amarrado con cadena, por decreto del 24 de julio de 1775. Quedará en la imaginación qué sucedió con el resto de los perros de cada dueño que tenía más de uno y que no ganaron la rifa por la vida. Luego, la autoridad arremetió contra los canes que subsistían como vagabundos en las playas, cruelmente perseguidos ordenándose cacerías y matanzas. Y aunque -en honor a la verdad- los perros del puerto sí eran una virtual plaga desbocada y más de alguna vez un peligro, dice Benjamín Vicuña Mackenna en "Historia de Valparaíso" que para facilitarse la sucia tarea, La Espada echó manos a un extraño y brutal recurso:
“Mediante un bando que promulgó un negro llamado Come-queso, y cuya morada habitual era la cárcel, el 22 de octubre de 1776, cada uno de los pulperos del puerto debían presentar al cabo del caracol (como se llamaba el de la guardia del castillo, por el caracol o escala en rampa que a él daba acceso desde la plaza) hasta cuatro perros muertos, a fin de que los arrojase al mar, y como de una nómina de la época consta que había treinta y cinco pulperos, se viene en cuenta que la contribución de perros muertos ascendió a ciento cuarenta. Con más que inhumana descortesía, La Espada recomendaba en el bando la preferencia del lazo y del garrote a los perros brutos, ‘y particularmente a las perras’… La aversión del gobernador del Valparaíso al sexo femenino no podía ser más evidente” .
En El Almendral, la misma tarea quedó encargada al teniente Gaspar Covarrubias, donde la cantidad de perros muertos llevados al pie del caracol debió llegar fácilmente a doscientos. Semejante aniquilación, que le valiera a su mentor el apodo de Herodes de Valparaíso por parte de Vicuña Mackenna, debió ser brutal y siniestra incluso para la moral de la época respecto del trato a los animales.
Pero los relatos descarnados involucrando maltratos de perros en Chile no son privativos sólo de indígenas, hispanos, exterminadores coloniales o exploradores náufragos, ya que las grandes ciudades también se vieron escenas tanto o más repugnantes de horrores culinarios, exterminios y matanzas masivas en los siglos que siguieron, en casi todos los casos asociándose a los problemas generados por la sobrepoblación de canes abandonados o descuidados. En el capítulo segundo que seguirá a esta entrada, observaremos la historia de la "cuestión social" de los perros en Chile a partir del período de la Independencia hasta nuestros días, para confirmarlo.