Quantcast
Channel: ex URBATORIVM
Viewing all articles
Browse latest Browse all 726

LOS JARDINES IMPOSIBLES: RECUERDOS DE UN PRIMER VIAJE AL DESIERTO FLORIDO (PARTE II)

$
0
0
Añañucas amarillas que encontramos por las dunas del camino a Carrizal Bajo.
Para ir a la primera parte de este artículo, clic aquí. 

PERDIDOS EN LA OSCURIDAD
Volvemos con proa hacia la Ruta 5 Norte por el camino que bordea la Quebrada de Carrizal. Tendremos que recorrer unos 50 kilómetros, según conjeturo. Pero del sendero rural sólo encontramos los restos medio visibles de lo que éste fue alguna vez: durante el último invierno, continuos aluviones y barriales de infierno literalmente hicieron desaparecer el camino que, a ratos, se nos pierde de la seguridad de los focos y de la propia vista, incrementando la comezón de la angustia.
Seguimos en esta penosa pero extrañamente sugestiva marcha por largas horas. De cuando en cuando, un salto del camino permite que las luces alumbren al horizonte tan extraviado como nosotros: hacia la llana vastedad del paisaje, que se ve barrido por el desastre hasta donde llega el brillo eléctrico de nuestros focos.
No estamos en cualquier parte: esta es la zona cuyos terrenos debiesen pertenecer al Parque Nacional Llanos de Challe, otro de los vergeles paradisíacos y verdaderos símbolos del período de Desierto Florido, pero también escondido ahora de nuestra humana percepción entre las tinieblas nocturnas.
De vez en cuando, un pequeño riachuelo de aguas exhaustas cruza el camino -o más bien dicho, el sendero- de lodo seco que orienta nuestra ruta. Cristián baja constantemente del vehículo a verificar si nuestro inapropiado modelo de ciudad será capaz de cruzar por esos hilos fluviales, pues el camino ha llegado a un punto en que no puede ser peor, obligándonos a avanzar con una desesperante lentitud y redoblando las precauciones para cuidar la muy baja parte inferior del automóvil, expuesta a golpes contra los lomos de tierra y las enormes rocas que se nos aparecen como burlándose de nuestras ya suficientes aflicciones.
Mientras más recorremos, más claro nos queda la magnitud del desastre que aquí tuvo lugar, casi como un viaje hacia la intimidad más sombría y diabólica de la madre naturaleza, la misma que tiene el talento de llenar los desiertos de flores, por extraña paradoja de creación y destrucción simultánea. La oscuridad es tan grande que ya podemos asumir con toda seguridad que estamos perdidos, sobre todo cuando recuerdo las muchas veces el camino parecía bifurcarse sin señalización ni indicaciones, por lo que debíamos continuar confiando en nuestra ambigua e imprecisa intuición de viajeros.
Curiosamente, al tiempo de suceder esta extraña parte de nuestra aventura, la brújula que llevo siempre conmigo en los viajes largos estaba totalmente loca, girando sobre sí misma como lo haría un tocadiscos. ¡Ni el magnetismo terrestre está con nosotros!... Completamente abandonados a nuestra suerte, entonces.
Continuamos atravesando rocas y barro seco en la profunda oscuridad salpicada por manchones de cactos y flores ocultas en la vera de este sendero. Cerca de una hora más tarde, sin embargo, justo frente a nosotros, comienza a aparecer una imponente y reluciente Luna, lejana sobre las moles oscuras de las sombras de las altas montañas, revelando un paisaje arcaico, en una impresionante postal arqueozoica. Estamos bien y aliviados, sin embargo, pues su aparición frontal indica que nos dirigimos en dirección correcta hacia el Oriente, con el mar a nuestras espaldas. Algo de tranquilidad vuelve a la cansada tripulación de este pobre y sobreexigido vehículo cruzando los parajes atacameños.
Cada vez que bajo la ventanilla, confirmo que extraño ya ese olor de las flores que nos habían acompañado en la mayor parte de este día agónico. Veo entre las sombras algunas plantas más, como matorrales que han crecido sobre el barro seco, pero las flores aquí no se encuentran de manera tan fácil como en otros segmentos de nuestro viaje.
Creo adivinar mi encanto con tan lúgubres momentos: toda esta situación se me figura como estar siendo testigo de las primeras noches de la vida en la Tierra, y digamos que con un paisaje de otra época, de la Noche de los Tiempos para parafrasear a Lovecraft y a Barjavel. De hecho, hasta esa Luna medio asomada en espectaculares nubes doradas sobre el cielo nocturno, semeja un extraordinario paisaje antediluviano, en el que parecemos estarnos introduciendo como exploradores locos o suicidas.
No recuerdo ni deseo recordar cuántas horas más de seductora penuria pasamos en esa jornada, buscando retornar a la carretera y a la civilización. Es el precio que se paga, quizás, en el Desierto Florido: la cuota por el derecho a ver el paraíso con ojos indignos, con miradas profanas.
A ratos, la angustia nos crece como en la de esos extraviados en el desierto que se encuentran de bruces con un esqueleto calcinado y pulido en el suelo, en un anticipo de su inminente destino. Quizás, esa misma clase de señal o símbolo nos hizo el encontrar, junto al camino, las ruinas de lo que fuera antes una pequeña aldea o algo así, totalmente destruida ya, al punto de que mientras nos detenemos para mirarle iluminándola con los faros del vehículo, nos cuesta reconocer las formas de lo que alguna vez había sido una arquitectura organizada. Ese lugar debía ser Canto del Agua, un antiguo caserío usado como estación de la desaparecida línea férrea que bordeaba el mismo camino que ahora llevábamos nosotros y por el cual ya no se veían rieles ni durmientes, sólo memorias perdidas y fantasmas de la nostalgia esperando el paso del tren perdido.
Nada de vida se observa ya; ni rastros de civilización. Nada... Completamente abandonados, me repito en la cabeza una y otra vez.
Inesperadamente, a lo lejos y luego de mucho nuevo andar, vemos unas esperanzadoras luces distantes, presumiendo que se trate acaso de una ciudad o poblado. Al acercarnos lentamente, vamos cambiando de opinión y llegamos a pasar por su lado descubriendo que se trata de una enorme planta con aspecto tenebroso: un recinto con grandes y ruidosas máquinas que se mueven solemnemente en la lejanía, entre miles de luces propias. Sin embargo, lo hace como si todo allí estuviera automatizado, y no se asoma ni un homo sapiens en todo el sector. En los edificios, a través de las ventanas distantes, se alcanzan a ver los interiores vacíos, ausentes de toda silueta humana asomándose un segundo siquiera por ellas. El conjunto parece más bien una base extraterrestre, una ciudadela de ciencia ficción.
Los planos camineros nos confirman que trata de la planta minera Los Colorados... Y no sólo eso: ya estamos cerca de la Ruta 5. Un fluido intangible de alivio llena el interior de nuestro vehículo desde aquel instante.
Tras dejar atrás aquel consolador indicio de civilización, por fin encontramos la carretera y llegamos a la ciudad de Copiapó, el ancestral oasis de la epopeya minera argentífera iniciada por Juan Godoy.
Pese a la extenuación y el agotamiento, le hemos ganado a la inmensidad. Y, después de todo, esta complicada y angustiosa travesía nocturna ha sido también parte de las maravillas impensadas de este viaje.
La esquiva y atesorada garra de león, también llamada mano de león en algunas zonas, en fotografía publicada en la página web de la Fundación R. A. Philippi. Denominada Bomarea ovallei por los científicos, ha sido depredada de tal forma por coleccionistas y malos viajeros que está en peligro.
UN CACTO MISTERIOSO
Volver a la urbanidad nos regresó también a nuestro tiempo, a nuestro mundo real, pero imbuido del fenómeno natural en el que nos hallamos como visitantes y peregrinos.
Era temprano ese bello día en pleno período Fiestas Patrias y la luz de la mañana nos revelaba que todo se hallaba vestido de una verdadera fiesta floral en la ciudad: los locales comerciales lucen enormes pósteres alusivos al fenómeno que observamos y en las dependencias de atención al público de la gasolinera hay cuadros fotográficos delicadamente enmarcados, con maravillosas fotografías de las variedades de formas y colores que ofrece el Desierto Florido, del que ya hemos sido testigos privilegiados.
Aquí en Copiapó, el período floral es más notorio incluso que el tradicional convencionalismo decorativo de las fiestas de la Independencia en que nos hallamos. Las flores han desatado en toda esta zona una verdadera devoción de fe. Son, además, el reflejo de la llegada de la primavera hasta aquella ciudad y región que tanto presume con su frase “donde el desierto florece”.
Esto parece más bien el ambiente de una gran fiesta o carnaval religioso local. La gente decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles, restaurantes y servicentros se llenan de imágenes ilustrando el fenómeno. Todo pareció adquirir colores nuevos: los azules se ven más azules y los rojos más rojos. Y todo cobra vida, de alguna forma: llegan esos insectos que parecen extraviados en la región y hasta los cactos en los cerros antes resecos de la zona aportan lo suyo, con magníficas florescencias rojas o blanquecinas, quizás de entre las más hermosas de todo el reino vegetal y que, entrando en verano, se convertirán en sus suculentos frutos, algunos apetecidos por su dulzor, como es el caso del llamado copao, muy popular en el Valle de Elqui.
Allá pues, entre nuestros turnos ocupando las duchas de otra estación de servicio, Cristián y yo caminamos hasta un local de recuerdos de la zona a unos pasos del sitio donde estamos aparcados. Es uno de esos típicos puestos de souvenirs para turistas, atendido por una mujer más bien joven y muy simpática que ofrece, entre otras cosas, artículos como minerales de la región, cristales naturales pulidos, llamas en miniatura y figuritas de bronce. Caigo tentado en el impulso de comprar un par de fósiles de las serranías de la zona: un trozo de madera petrificada y una blanca roca con huellas oscuras de lo que alguna vez fue una planta parecida a un helecho; quizás el equivalente a las flores que aquí crecían hace millones de años y que no necesitaban entonces esperar el paso completo de tres a cinco calendarios para ver la luz tras una temporada de lluvias.
Cristián compra algunas piezas de estas coloridas piedras pulimentadas y de tan hermosas tonalidades que, por un segundo, veo fugazmente en este viaje otra inesperada maravilla cromática pero que no está directamente relacionada con las flores. Sin embargo, a pesar de que la muchacha nos hace algunas rebajas mientras atiende a otros viajeros, advierto que mi amigo y cofrade se ha desmedido en sus gastos, quedándole sólo unos cuantos billetes para terminar el largo camino que aún nos queda. Creo que su probada fama de seductor y su necesidad de complacer con recuerditos de viajes a los corazones juveniles que le esperan en Santiago, están perjudicando su más delicado sentido de economía de andariego.
Hace mucho calor, y el cielo copiapino tiene un intenso azul. Es un buen estado climático para proponerse partir hasta el sector de Totoral, ilusionados aún en la posibilidad de contemplar flores aún más espectaculares que las observadas hasta ahora, algunas sumamente esquivas con los viajeros a causa de su peligrosa escasez.
La referida localidad se ubica poco más al Sur de Copiapó, pero alcanzarla debemos acercarnos nuevamente hasta las playas erosionadas por la hostilidad del clima cálido combinado con la frialdad de la Corriente de Humboldt. Playas rocosas y de aspecto prístino, ahora convertidas en vanidosos jardines gracias a la inclemencia de la cálida Corriente del Niño y sus lluvias generadoras de fuerza vital.
La etimología se enreda un poco en estas cosas. La versión oficial dice que los pescadores peruanos de Paita habrían colocado el nombre de "El Niño" al fenómeno de aguas cálidas en alusión al Niño Jesús, realizándose incluso procesiones al respecto... Sin embargo, es inevitable preguntarse si el curioso acontecimiento tendrá que ver más bien con alguna asociación a un niño orinándose tibiamente sobre aguas frías, como efectivamente sucede con esta corriente cuando transita por las aguas casi heladas del Pacífico y desencadena las precipitaciones que llegan a ser feroces y castigadoras. Alguna vez hemos escuchado esta misma versión de boca de un profesor.
Por otro lado, en Punta Totoral hacia donde pretendemos dirigirnos, tendremos que pasar necesariamente por la quebrada del mismo nombre. Allí se suponen refugiadas otras maravillas botánicas vistas por sólo unos pocos. Entre ellas están algunos de los últimos ejemplares del cacto llamado ñapín, pequeño pero hermoso, productor de flores blanquecinas también únicas en su atractivo. Está cerca de la extinción, encontrándose -según se sabe- únicamente en éste lugar y en la Quebrada de los Choros, entre otros puntos muy específicos de la región, casi en el límite de misma. Ambos sitios principales están separados por cerca de 150 ó 200 kilómetros, lo lleva a concluir que el pequeño ñapín, o Neoporteria napina de la ciencia, alguna vez fue relativamente abundante en todas estas comarcas ahora llenas de flores, aunque hoy esté en inminente peligro y reducido a sólo esas dos concentraciones territoriales aisladas entre sí.
Parte de la culpa en la tragedia del ñapín puede tenerla la mano humana combinada con su propia e inherente belleza, pues los coleccionistas de cactos a veces lo solicitan pagando altas sumas por él. Y yo, que también coleccionaba cactos en esos años, ni siquiera había visto alguna vez un ñapín y hasta tenía mis dudas de poder reconocerlo, pero podía al menos identificarlo en imágenes: semeja un minúsculo tambor armado por algo como una coraza de glóbulos como escamas verdes en su tallo, de cada una de las cuales explota una estrella de espinas cortas.
Tenía la fuerte esperanza de encontrarlo, en esos momentos… Y, felizmente, la suerte no me frustró.
Un pequeño ñapín, en imagen publicada por fpa.mma.gob.cl. El bello cacto es otra planta nativa chilena amenazada por coleccionistas y por la destrucción de su hábitat.
PASEANDO POR EL EDÉN
Corre un viento atacameño suave y tibio, que mueve en interminable coreografía a las alfombras de flores fucsias que hay en todo este paisaje. Semejan un reflejo en el suelo de la misma danza perpetua de las olas, como si esa armonía se excediera del límite marino y pretendiera extenderse hacia tierra firme cumpliendo con algún extraño principio de energías naturales dominando estas comarcas.
Creo distinguir cómo aparecen entre ellas algunos grupos de pensamientos y lirios, no lo sé con exactitud, que también cargan de perfumes seductivos este ambiente idílico. Otra vez el paisaje nos atrapa y nos aplasta, como una enredadera trepadora apoderándose de una escultura hasta hacerla invisible.
Desaparecemos por entre estos escenarios florales como los conejos y palomas de un gran mago cósmico. Y constato allí, casi disuelto en este entorno, cómo han crecido verdaderos campos de terciopelos amarillos y anaranjados, que parecen las pinceladas de un óleo divino. ¿Cómo puede perderse este espectáculo la mayoría de los habitantes de este país ingrato y desagradecido, que prefieren salir a los balnearios de otras tierras lejanas desconociendo los pequeños y nada onerosos detalles con que contamos, como éste que tengo ante mis ojos?
El recorrido por el valle y sus costas cautiva por la elegancia rústica de sus praderas multicolores. Mirar estas postales en vivo es siempre como la vez primera: sobrecogen y provocan una potente inyección de asombro al alma.
Cristián cae en la compulsiva fiebre: la del fotógrafo eufórico. La había controlado un poco más que Pablo, pero no pudo resistirla más, y lo entiendo. Probablemente, si mi mala cámara no estuviese hecha añicos, estaría en el mismo frenesí por atrapar estas imágenes para el papel fotográfico. La mera memoria no basta para retener el golpe rotundo de encanto que acá se experimenta, entre los jardines del desierto.
Esta zona es básicamente de vastas llanuras en esta época floridas, como el Llano de Hornillos y el de la Jaula. La lejanía y placidez del horizonte acentúan más aún el embrujo de los paisajes, donde las llamadas patas de guanaco o doquillas, de hojas gruesas y carnosas que algunos ingenuos confunden con especies de cactos, elevan tupidas flores moradas desde pequeños roqueríos y manchando de a miles los vastos terrenos que se extienden ante la vista. La escena se pierde en la mirada hacia la cordillera de la costa, mientras algunos niños juegan con sus padres entre ellas, distinguiéndose diminutos en la distancia, como las figuritas de un diorama animado.
Junto al camino y hasta donde llega la vista, huilles violetas y azulillos comparten espacio con otras pequeñas florcitas semejantes a estrellas abiertas de color celeste, de aspecto muy frágil de cristal o porcelana, recordando esas flores intocables descritas en los cuentos de María Luisa Bombal. Se expanden en la perspectiva siguiendo las sinuosidades y caprichos de la geografía, destacando con su uniformidad las formas casi sensuales de la misma.
Unas plantas de hojas carnosas y de textura acerada se retuercen por el suelo con sus propias colecciones de pétalos. Otras minúsculas flores albinas salpican matorrales verdes como si fueran espejismos de nieve, acompañadas por una extraña planta baja cuyas ramas serpentean por el suelo rematadas en otra flor de cinco puntas, muy grande y puntiaguda, de un fuerte color amarillo que casi hiere las retinas. Hay más florescencias que ya he observado antes y en otras temporadas: crecen en las ramas izadas de alguna planta y comparten, simultáneamente, colores amarillentos y albos, pero con pétalos de una textura también muy delicada, parecida al más fino terciopelo o felpa. A sus pies, cubriendo las arenas en sus tupidos grupos, se alzan otras que se me figuran como un amarillento girasol enano, entre las alfombras de lila y blanco llenos de lisonja y orgullo.
La ruta a Totoral por estos colchones gigantes de flores, sale desde un lado de la carretera principal hacia el poniente. Es un camino viejo y rural que continúa bordeando la Quebrada de Boquerón y, mucho más adelante, la Quebrada de Totoral propiamente dicha. Muchos de los caminos que se desprenden de uno u otro lado de la carretera en este sector, lo hacen bordeando un río o una quebrada. Eso, sin embargo, resulta en un beneficio para el turista, el viajero y el caminante, pues es en torno a los hilos de agua, por pequeños que puedan parecer, que la vida se desarrolla en el bajo Atacama, exponiendo así sus más bellos paisajes.
Vemos unos burros que pastan tranquilamente abajo de la quebrada pantanosa, entre las plantas de tallos más altos. No sé de dónde salieron, pues hasta parecen ser el resultado de la misma generación espontánea que ha soltado escarabajos, abejas, saltamontes y hormigas por este desierto.
Allí, observando los animales en el agua, subí a una pared rocosa para lograr una mejor vista del lugar, y descubro de pronto que es una roca con mucha pirita dorada, esa que con mucha razón ha sido llamada oro de los tontos. Casi paso por tal... Casi. El Sol brilla con destellos similares a los de este falso oro, sobre los miles de granos incrustados en la blanca roca; una variedad ilusoria de flores, flores fantásticas, o bien flores de luz.
Pero aún queda viaje pendiente. Lo recuerdo de súbito, cuando escucho la voz de mis amigos exigiéndome regresar para retomar el viaje tras esta parada.
Matorrales floridos en nuestro camino. Atrás, Pablo toma fotografías.
Llanos de flores del desierto en imagen de "Chile a Color" de 1981, Editorial Antártica.
LA ALDEA DE TOTORA
La localidad de Totoral ha sido, por sobre todo, un sitio labriego pero siempre asombroso y enigmático, cuyo origen es tan antiguo que se pierde en la lejana oscuridad de tiempos precolombinos. Existe acá incluso un antiquísimo cementerio indígena, testimonio del increíble pasado que arrastra este misterioso lugar.
La abundancia de la totora que da nombre a este pueblo y a varias otras toponimias de la zona, se nota en la primera mirada a sus viejas, viejísimas casas y murallones de barro. Incluso los lugareños venden artesanía típica de la zona que -como se podrá adivinar- es principalmente de material de totora.
Una pequeña pero hermosa plaza nos obliga a acercarnos con un hechizo mágico y placentero, pues entre sus tupidos árboles que sin duda han crecido allí sin control, se alza al cielo maravillosamente azul una vetusta iglesia, de esas que parecen estar cayendo a pedazos con el retumbar de cada paso. Cerca de acá, además, una antigua piedra sacra consagrada a antiguos cultos indígenas, marca el sitio más ancestral de toda la aldea.
Es sorprendente la cantidad de puntos de atención que puede encontrar el visitante en unas pocas cuadras de este caserío de dos calles principales. Su subsistencia depende especialmente de las aguas que brotan de napas subterráneas alimentadas por los hilos hídricos de la quebrada... En cierta forma, es un pueblo con la fragilidad de las propias flores del entorno.
En tanto, Cristián comienza a tener los mismos problemas con su cámara que detonaron mi reacción final del día anterior. La máquina fotográfica que carga es de la misma marca que la que destrocé a golpes: de una compañía rusa ya desaparecida, famosa justamente por la mala calidad de sus productos. ¡Claro!, si pertenecía a los tiempos de la tiranía bolchevique, no cuesta imaginar al pobre e inexperto obrero que la construyó con la punta de un AK-47 en la cabeza mientras un matón le pone prisa.
En su esperanza de salvar el rollo evitando velarlo, Cristián pide que lo encerremos con su mala cámara en la oscura cajuela del vehículo, donde permanecería un largo rato tratando de rescatar la película, para guardarla a puro tacto dentro de un pequeño frasco negro. Pasamos las maletas y bolsos al interior, sobre los asientos, y cumplimos con su petición. Sólo esperamos que en este día tan caluroso, éste no sea su último deseo allí encerrado en el maletero de un vehículo.
Mientras él realiza su acto Houdini, Pablo y yo seguimos recorriendo algunas de las antiguas construcciones del lugar, empezando por la iglesia. Las paredes y hasta las rejas exteriores son de totora y madera; un pueblo que representaría la fantasía de un pirómano, quizás. Las calles están ligeramente decoradas con adornos alusivos a la temporada, pero casi se pierden entre la primacía de los colores grises y marrones del elemental paisaje urbano. Algunas banderas, sin embargo, se agitan al viento colorida y tranquilamente.
Según calculo por el aspecto de los mapas carreteros, el caserío está a la entrada de la Quebrada de Totoral, allí en donde se encuentran los cactos ñapines escondidos entre trincheras de flores. Ya hemos visualizado parte de la quebrada y de su cargado arroyo que, a ratos, deriva algún brazo hacia el camino muy básico que recorre esta parte de la geografía nortina. Sin embargo, acá se tiene la impresión de estar más cerca de una tierra de pantanos bajos que las cercanías litorales del Norte Chico de Chile.
Finalmente, regresamos al vehículo y sacamos a Cristián del portamaletas luego de completar un recorrido por el lugar. Sale de allí por completo sudado, medio asfixiado y enceguecido tras tanto rato cautivo de su propia desesperación, manipulando cámara y rollo fotográfico en la oscuridad. Empero, ha logrado salvar sus imágenes: un premio a esa paciencia y perseverancia suyas que yo, particularmente, no tengo.
La corriente de la quebrada está crecida, según confirmo mientras avanzamos por ella hacia el litoral, pareciendo más bien un río que nos escolta, permanentemente a nuestra derecha. En algún momento del camino, éste se interna en el cañón penetrando por una amplia boca de la quebrada, en otro de los hermosos cuadros paisajísticos que pueden verse en esta parte de la región tapizada de vergeles gracias al fenómeno de marras.
En una parada, me di tiempo para subir a otro pequeño cerro de la quebrada. Busqué intensamente algún cacto que tuviese apariencia del tan apetecido ñapín, pero no había ninguno a la vista… Nada. Sólo las flores alivian mi curiosidad.
Mi última esperanza de encontrarlo se esfumaba, pues la quebrada continuaba sólo hasta un poco más allá, disolviéndose con el terreno costero. Sólo habían grandes cactos de cerros y las flores de ensueño, mas no ñapines... Hasta temí que ya estuviese extinto, cumpliendo con los peores pronósticos que se han hecho sobre la especie.
Totoral en septiembre de 1997, con banderas preparándose para Fiestas Patrias.
Interior de la pequeña Iglesia de Totoral, como lucía en septiembre de 1997, pleno período del Desierto Florido. Su aspecto ha cambiado mucho desde entonces.
PEQUEÑA CONQUISTA
Penetrando más decididamente por la amplia abertura de la Quebrada de Totoral, se da con un camino tan pedregoso y poco visible que casi se pierde de la atención de quien lo transita. Y allá lejos, hacia el otro lado del sendero, alcanzo a distinguir también a otro grupo de peregrinos viajeros que nadan en el cauce de lo que ahora era más bien el río Totoral, considerando el volumen de sus aguas. Están junto a un vehículo todo terreno, pero dentro de un sitio de acceso tan difícil que realmente no me explico cómo llegaron allí. Ni soñar con intentar lo mismo en nuestro carro familiar.
El cielo sigue luciendo su semblante prometedor y despejado, salvo por unas cuantas nubes ligeras que no consiguen aplacar el calor solar. Sin embargo, el camino se vuelve progresivamente malo conforme nos acercamos hacia la costa. Al menos la vegetación floral de esta zona, coronada por plantitas de hojas rojas y flores amarillentas, alienta a continuar la travesía. Las acompañan esas flores compuestas de pétalos amarillos, y otras azules muy parecidas a los terciopelos, pero de otra especie distinta.
Sigo frustrado con el asunto del ñapín. La historia de la garra de león también se me repetía y eso no incitaba al mejor ánimo, digamos. Los momentos del viaje pasan como episodios de una maravillosa pero efímera historia con poco tiempo para escribirla. Momentos que, con toda seguridad, serán únicos y no volverán. La oportunidad de volver a salir tras estos tesoros naturales se hace distante y difusa, entonces: es ahora o nunca. Un titubeo más me costará marcar con otra nota de frustración parte de esta inolvidable aventura, hasta la próxima temporada de Desierto Florido.
Se acercan las horas del atardecer. El cielo azul va cediendo gradualmente al color crepuscular del fin del día y el Sol se sonroja otra vez. La percepción se va haciendo confusamente lenta y rápida a la vez, cuando se está en un viaje de estas características y en estas horas de tránsito. Todo depende de lo que vaya apareciendo por el camino. Por lapsos, así, el sentido del tiempo se perturba y se enmaraña.
Fue en la Caleta Pajonal, ya junto a las playas de arenas suaves, cuando caminé hasta el interior del camino costero observando las muchas flores del paisaje, entre las que sin duda destacan las hermosas añañucas ya comentadas. El mar resuena a mis espaldas y una suave brisa acaricia la piel con sensaciones simultáneas de calor y frío. Su repetición somnífera nos inserta otra vez en un ritmo secular de tiempos perdidos, arcaicos y primigenios… Esas épocas sin épocas.
Repentinamente, veo que entre las añañucas y casi a ras de suelo, crecían pequeños cactos globulados sospechosamente parecidos a los ñapines que busco... Al menos a los que he visto en fotografías e ilustraciones. Fue enorme la agitación que sentí al descubrir que se trataba de ellos, pero mermaba un tanto cuando me entraba la razonable duda de que la vista y el entusiasmo no me engañaran. Costó convencerse, pero era cierto: uno de los secretos objetivos de este viaje, aparentemente, estaba siendo cumplido pese a todas las posibilidades en contra.
Pequeños, tímidos, con un atractivo indescriptible y un misterio propio: así es esta especie vegetal. Efectivamente, la zona en que los encontré no está registrada en los catálogos ni las referencias botánicas de existencia del ñapín, de modo que he procurado mantener silencio de la ubicación precisa de este lugar y a ratos e intentado olvidarla yo mismo. Esto será un secreto entre el ñapín y yo; un juramento.
Me permití recoger del suelo un par de ejemplares que estaban en evidente mal estado y al borde de expirar, pues el viento y los pasos de los escurrimientos de agua de lluvia habían desenterrado varios de ellos, arrastrándolos y luciendo marchitos o moribundos junto a unos manchones pedregosos del suelo rocoso, donde les sería imposible sobrevivir. No interfiero la normalidad de la naturaleza ni desato progresiones de efectos en cadena como la mariposa de Bradbury, pero a varios de los ñapines desenterrados los volví a colocar en tierra. Me siento comprometido con esta planta. También dejo libre mi conciencia.
A partir de ese momento, dos pequeños ñapines, tomados de los moribundos que habían sido arrastrados hasta el borde del camino, continuarían acompañándome en el resto del viaje dentro de vasos plásticos a modo de maceteros.
Revisando frenos y ruedas en la Quebrada de Totoral, ese año... Hoy me pregunto cuántos más habrán sido capaces de meter autos familiares como éste entre cañones y quebradas de Atacama.
LA PEREGRINACIÓN
Otra imponente quebrada suele aparecérsele en el camino al peregrino de las flores de Atacama. Semeja la marca hecha en seco por la punta de un cuchillo gigantesco sobre el terreno, por la zigzagueante mano de Dios. La única forma de pasarla es contorneándola, pero nos detenemos regularmente a observarla y fotografiarla sorprendidos.
A pesar de que, en mi caso, he visto este lugar en algunas postales o imágenes sin saber a cuál correspondía exactamente, no deja de asombrarme que estos espectaculares sitios se encuentren en mi Chile y sean tan poco conocidos... Quizá sea mejor que permanezcan así, aun cuando este relato saque risas en unos cuantos años más, desde el momento en que los insensatos hayan llenado estos sitios sacros de la geografía con trazados carreteros y autopistas licitadas.
Al final del largo y serpenteante cañón, brota una enorme extensión de tierras enverdecidas: jardines de los que sobresalen sólo dos misteriosos cerros o lomas gemelas… Dos peñones bajos, rocosos e idénticos entre sí, que parecen mirar el mar como dos enamorados congelados en su fascinación con la vastedad del atardecer nortino.
Y al costado de esta geografía única, se encuentra la hermosa Quebrada de Palmira, ese sublime enclave floral que tengo en una vieja fotografía que me acompaña, tomada de una publicación del Instituto Geográfico Militar en los años ochentas. Me emociona conocer, por fin, un lugar del que sólo tenía noticias por una imagen impresa.
Por el último tramo de playa nos observan algunas pocas familias o parejas que también han llegado a este retirado sitio como viajeros, acampando en un pequeño sector de arenas frescas, todos ellos con vehículos muy apropiados para haber arribado a estos parajes. De hecho, me parece que nos observan incrédulos de que hayamos podido llegar hasta acá en nuestro citadino automóvil, cargado a tope y con tres indolentes a bordo.
Sin embargo, la sombra del infortunio nos vuelve a atacar sólo unos minutos después, al comenzar a caer rápidamente la noche por esos terruños también de apariencia prehistórica e intocada.
Hemos tratado de seguir los infernales senderos señalados en el mapa carretero, desde Caleta del Medio por entre la llamada Sierra Pinuno y la Quebrada de Palmira que aún no lograba ver con claridad desde nuestra ubicación. Es muy sencillo describir en abstracto nuestro plan de avance, pero cuando nos encontramos de frente con una compleja red trazados apenas visibles sobre el suelo agrietado, toda la teoría se va por el resumidero. Creo que, exactamente como hacía un día atrás, nuevamente estamos en apuros... Perdidos. Esa es la palabra
Tras largas horas, la oscuridad vuelve a imponérsenos y ya no me queda duda alguna de que otra vez estamos extraviados por nuestra propia audacia y temeridad... ¡Y el mismo camino parecía tan sencillo en los mapas!
En un momento, al principio de esta parte del viaje, Cristián hizo detenerse a una familia que paseaba en un buen vehículo para consultarles si ésta era la orientación correcta para volver a la Ruta 5, a lo que respondieron positivamente. Sin embargo, con el pasar del rato nos hemos encontrado con varias rutas laterales y caminos derivados, marcados como insignificantes senderos polvorientos que pueden ser la diferencia entre seguir extraviados, extraviarse más aún o, finalmente, recuperar el camino. Y de la Quebrada de Palmira, mejor olvidarse. Se quedó atrás con las garras de león y el santuario de ñapines.
Ha avanzado la noche, y no puedo engañarme. Sabemos que estamos perdidos en tiempo y espacio, nuevamente. Otro vortex; un vórtice dimensional...
- ¿Cuántos kilómetros nos estaremos desviando? –pregunto, en un momento, pero nadie responde.
Cuando ya nos parece estar relativamente cerca de la carretera, un vehículo se aproxima en sentido contrario: una vieja camioneta que hacemos parar con casi desesperadas señas. Nos advierte su conductor que debemos seguir este mismo camino para llegar a la Ruta 5, nuestra salvación, y es lo que hacemos. Sólo entonces vuelve la tranquilidad a nuestro vehículo.
Salimos a la carretera encontrándonos en los últimos instantes de nuestro cuasi naufragio con varios otros vehículos que parecen proceder desde distintos lugares de la zona y que han enfilado por este sendero matriz, convergiendo allí como en un embudo.
Para nuestra increíble sorpresa, hemos salido al Norte de Copiapó, casi 20 kilómetros antes de su entrada septentrional, por encima del famoso paso de la Piedra Colgada con el enorme y amenazante peñasco que da nombre al lugar al costado del camino. Eso significa que nos hemos desviado más de 50 kilómetros de la ruta original, y por caminos fantasmales... ¿Era esto en verdad un vórtice, como bromeamos en algún instante de cansancio? Si uno quiere ser aventurero e irreflexivo, no puede hacer menos que acostumbrarse a este tipo de inconvenientes que son parte de la andanza. La noche sobre el paisaje agreste, nuevamente, me ha dejado en claro su poder y su dominio sobre nuestro destino.
Horas después, camino a Vallenar y casi en el cruce mismo de la carretera sobre el río Huasco, una patrulla de carabineros nos obliga a detenernos y le cursan una infracción a Pablo. En efecto, venía a exceso de velocidad, ganándose el primer castigo por infracción de su vida. No recuerdo a cuántos kilómetros iba, pero no era mucho por sobre lo permitido. Afortunadamente, lo tomó con humor y nosotros también: por un largo rato el ambiente se llena de burlas y chistes sobre su deshonrosa caída como conductor.
En Vallenar, en tanto, encontramos poco ambiente dieciochero al llegar. Bien por un lado, pero nos complica el hallar una ciudad tan lánguida y dormida en plenos días de fiestas.
Lo último que recuerdo de aquella larga jornada, es ver a Pablo jugando con un oso de plástico en miniatura que encontró de regalo dentro de un paquete de bocadillos chatarras, mientras se lamenta del parte que ha recibido hace sólo un rato.
- Bueno... -comenta en tono irónico y resignado- Por lo menos me gané un osito.
Hermosa imagen de la Quebrada Corriente de Palmira, cerca de la Hacienda Castilla, publicada por "Chile a Color" de Editorial Antártica, en 1981. Por años, esta fotografía me sedujo e inspiró a viajar al Desierto Florido hasta que, en 1997 y llevándola con nosotros, por fin pude estar allí, aunque el sector de Palmira ya no ha vuelto a tener el esplendor de aquellos años y que se ve en la imagen, según nuestra impresión.
Cerritos del sector de Palmira hacia la costa, tal como se veían en 1997.
LEJOS DE TODO
Por la mañana, asoma un día espléndido, con un Sol dorado acuñado sobre ese cielo permanentemente azul; azul intenso, como si el propio mar se hubiese invertido y derramado sobre la bóveda celeste.
El comentario obligado de este nuevo día siguen siendo las circunstancias de la multa que le han cursado a Pablo y una serie de bromas derivadas de lo mismo.
Poco más abajo de la localidad de Domeyko, en nuestra ruta, está el mítico caserío de Cachiyuyo, popularizado por el comercial televisivo de la publicidad de una compañía de telecomunicaciones y que acabó creando un dicho popular alusivo al pueblo.
Curiosamente, el pesado cartel de bienvenida a los viajeros en Cachiyuyo y que se lucía escrito en varios idiomas, había caído arrastrado por las mismas lluvias que hicieron florecer el desierto. Es un lugar típico de ese sector de nuestro país, por lo que sin duda está demás agregarle recomendaciones a los turistas fuera de las que ya tiene. Una vieja cancha de fútbol resecada por el Sol, una típica estatua de la Virgen María en la cima de un pequeño cerro (algo típico del Norte de Chile), más líneas férreas tan viejas que no se puede saber si están en uso u olvidadas, completan lo pintoresco de este sitio. Tengo tiempo de visitar corrales con llamitas lanudas y acaloradas, echadas a la sombra de verdes árboles de pimientos. Una calle larga atraviesa el caserío, al final de la cual se encuentra el famoso "teléfono" de la compañía que hizo rodar en el lugar ese comercial que permitió a los demás chilenos saber de la existencia de Cachiyuyo. En la distancia, con el ritmo acompasado y vibrante de la distorsión de las imágenes por el calor, se ve una gran bodega o estación abandonada de ferrocarriles.
No necesito decir que toda esta zona tampoco está ajena a la infinidad de maravillas naturales que nos han acompañado: poco antes de entrar a la famosa Cuesta Pajonales, por ejemplo, vemos nuevos matices de este paisaje espectacular que se ha apoderado del desierto. Miles de manchones amarillos se extienden hasta donde puede captar la vista sobre las floridas superficies de los alrededores, y al fondo, en la línea montañosa del horizonte, las copas de altos cerros parecen tragadas por la humedad de una nube densa y lenticular, con aspecto de ameba gigante engendrada quizás por los vientos costeros.
Más nubes comienzan a apoderarse paulatinamente del camino mientras ascendemos por la cuesta, al punto de que, ya en la altura, la espesa y fría niebla obliga a los conductores a continuar el trayecto con cautela, por la poca visibilidad y lo resbaladizo del asfalto que culebrea al borde de los precipicios. Esto permite, sin embargo, poner mayor atención a la increíble vegetación que se ha apoderado de las alturas del sector antes seco a morir, pero ahora con plantas rociadas y aspecto casi como de selva patagónica, esa de suelos siempre mojados en los bosques del Sur de Chile, inclusive con plantas parásitas que crecen como verdes telarañas sobre las otras. Y entre toda esta enceguecedora neblina, a la lejos, se ve un frío e inocente disco solar blanco, penosamente asomado entre la densidad vaporosa, hasta que comienzan a aparecer las coloridas tierras despejadas de más abajo.
Y ya cerca de la ciudad de La Serena, encontramos otra zona increíblemente bella, atravesada por la Ruta 5… Es extraordinaria, increíble e indescriptible. Si no sigo agregándole adjetivos, es porque ya he abusado demasiado en este texto con los sinónimos de la palabra hermoso, pero de veras lo son: aun para el más letrado lingüista, nuestro español tan rico en conceptos descriptivos quedaría caduco al intentar aproximarse siquiera al boceto de una belleza como ésa. ¡Ni siquiera las cámaras de fotografía y video con que contábamos en nuestro viaje fueron capaces de captar con fidelidad lo que allí había! La belleza natural simplemente había desbordado a las capacidades técnicas de nuestros artefactos.
Como he dicho, bastaría la existencia uno de los lugares como estos en nuestro viaje para justificar la totalidad de tan hermosa peregrinación de la flores de la primavera en el desierto. Cientos, miles, ¡millones!... Sí: millones de flores que se extienden en tapices enormes, divinamente grandes, de todos los colores imaginables, sorprendentes incluso para mí que trabajaba habitualmente con colores y tonalidades por mi profesión.
Flores celestes acampanadas, buscando el Sol en el cielo de la tarde, cubierto de una que otra nube intrusa y envidiosa. Otras azulinas y magentas, que me parecen lirios o algo así; fucsias, blancas con aspecto de estrellas, amarillas, anaranjadas... Campos enormes, arrancados desde el jardín de Dios o del patio del Diablo, ya no sé a estas alturas. Acaso se trate de nuestro “campo de flores bordado”, de los versos de Eusebio Lillo en la Canción Nacional.
Y entre toda esta maravilla verde y floreciente, algunos pequeños roedores silvestres corren asustados, mientras los insectos levantan el vuelo o emiten sus extraños cantos de cortejo desde secretos rincones, entre las plantas mecidas con la brisa de la respiración del desierto, hoy disfrazado de carnaval.
Algunos vehículos con más peregrinos se han detenido, y varios niños juegan entre las flores, mientras me pregunto por qué esta maravilla debe ser tan efímera, tan cruelmente efímera… Y luego me respondo que es precisamente por eso que estamos frente a una maravilla lejos del mundo vulgar y pedestre.
El olor de las flores agitadas por Céfiro de nuevo nos cubre por completo; se pulveriza sobre nosotros y nos impregna tiernamente, como lo haría el fuerte abrazo perfumado de la mujer amada. Usualmente, soy un alérgico a todo tipo de polen, pero la naturaleza del Desierto Florido ha sido generosa conmigo en esta temporada: siento así cómo esos aromas de la tierra emergen, encantan y seducen. Acarician los sentidos hasta adormecerlos sobre cojines de plumas forrados en seda.
Es algo casi curativo, sanador. Casi embriagador, también. Nos devuelve la vitalidad y hasta alegra nuestra existencia por el tiempo que dure el recuerdo.
¡Oh, mi Chile amado! ¿Cómo pagarte estos favores?
Recién llegados al famoso teléfono de Cachiyuyo...
En un aromático campo de flores de colores blanquecinos, cerca de La Serena. Cristián en el automóvil y yo atrás con una cámara grabadora.
PROFANO, UFANO Y MÍSTICO
Atrás quedó ya la obra maestra de la evolución y avanzamos de vuelta en la urbanidad. Unas horas más tarde, estamos en la famosa Recova, el principal mercado popular de la colonial ciudad de La Serena.
He decidido hacer una excepción a mi vegetarianismo de aquellos días, y pido una paila marina en uno de sus locales comerciales del complejo comercial junto a Pablo y Cristián, aunque debo recordarle a este último que ya está casi sin dinero por sus tendencias al derroche y así debe ser socorrido por nosotros con los gastos de estos últimos días de viaje.
Hace calor en esos momentos. Es otro día de prematura primavera o anticipo de ésta. Desde un cómodo y sombreado balcón con vista a la calle, saboreo mi plato sin quitarle los ojos al vehículo, pues el tipo que está cuidando abajo los automóviles de los clientes se encuentra tan borracho (celebraba, según él, que esa noche iba a tocar en la ciudad el grupo musical "Los Jaivas") que resultaba más un peligro que una garantía de seguridad. Lo veo pasar junto a sus demás colegas una y otra vez portando una botella plástica con el gollete cortado a tijeras, llena de piña picada gruesa y sumergida en un acuario de lo que parece ser pisco. En esta región principalmente pisquera, mucha gente bebe este destilado como si fueran bebidas gaseosas; equivale al vino pipeño en Cauquenes o a la cerveza en Valdivia.
A pesar de que La Serena no es una ciudad ruidosa, el sonido de la urbanidad daña un poco mis oídos, tal como el olor de la civilización lo hace a mi olfato. En los pasados días de aislamiento entre los campos florales del desierto, me habitué al ruido del viento, al aroma de las brisas pasando entre las flores. Las bocinas, los vehículos que transitan por abajo, la conversación de la gente alrededor, el ruido de los platos, los zapatos y los televisores son sonidos que se me han vuelto desagradables en estos pocos días. Los olores urbanos también: sin ser graves ni penetrantes, parecen agredir nuestra nariz aún adormecida por los vergeles florales.
Cuando nos vamos de La Recova, nuestro vehículo está rodeado por los ebrios cuidadores, aunque intentan mantener la compostura y la falsa rectitud al ver que nos aproximamos. Nuestro "encargado" está tan curado que no pudo recibir mi propina y terminó sólo unos pasos más allá vomitando litros y litros de esa cosa dulce que bebe tan alegremente, mientras los demás le observan risueños y algo avergonzados... Afortunadamente no soy escrupuloso, por lo que puedo aguantar la visión de un ácido y tibio "postre" como ése, sin afectar el recuerdo de la sabrosa paila marina que acabo de echarme en las entrañas allá en el segundo piso del mercado serenense que da hacia el lado de calle Zorrilla, donde -a unos cuantos metros- terminaba la época del famoso lupanar de Las Motores, todo un símbolo de la bohemia local.
Las carcajadas por lo sucedido en el estacionamiento nos duran bastante rato más. Marchando desde allí hacia la ciudad de Vicuña, al interior del Valle de Elqui, recordamos con insistencia al tipo y su catarata regurgitarte, con largas risotadas.
El camino del valle ha cambiado bastante desde el último verano, cuando estuvimos allí por vez anterior. Han avanzado enormemente los trabajos de la construcción del Embalse Puclaro, afectando todo el paisaje y cambiando de manera radical la fisonomía de estos parajes. Pueblos elquinos como Gualliguaica y los caseríos bajos cercanos a El Tambo desparecieron bajo sus aguas, debiendo ser trasladados fuera del perímetro del tranque. Tiempo más tarde, tras períodos de sequía, han vuelto a quedar al descubierto parcialmente algunas de sus estructuras ruinosas y fantasmales.
Al llegar a la casa de Susana, nuestra anfitriona del poblado de San Isidro, cerca de Hierro Viejo y al oriente de Vicuña, comenzamos a discutir quien grita el primer "aló" hacia el interior de la casa. Es casi una costumbre este debate en todos nuestros viajes. Ella sale con sus ojos entreabiertos, evidente señal de que dormía o reposaba al momento en que la imprudentamos...
- ¡No puedo creer que estén aquí! -nos comenta alegremente, aunque su rostro parece siempre afectado de una extraña expresión o rictus de melancolía.
Susana es una mujer adulta, pero con ademanes de alguien mayor aún. Luce una cabellera increíblemente oscura, negra como el azabache y sin ninguna cana, contrastante con una piel blanca y lozana, como la de aquellas representaciones de ángeles de las catedrales antiguas. Es, además, una mujer solitaria, silenciosa, extraña y a veces incomprensible, con quien habíamos formado lazos de amistad durante el verano, cuando nos mostró increíbles señales de generosidad y simpatía a pesar de que apenas nos conocía en esos instantes. Su desprendimiento hacia nosotros lo justificaba en la existencia de lazos espirituales que sólo ella comprendía y que aseguraba existentes entre todo nuestro grupo de amigos.
Pero hay algo más: Susana pertenece a alguna sociedad de orientación esotérica cuya identidad nunca hubo de revelarnos, aunque hizo algún esfuerzo por intentar acercarnos a sus creencias y a sus ideas exóticas, sin llegar a forzarnos o hacernos sentir incómodos. Convicciones en donde pretendidos extraterrestres son llamados maestros, un sabio misterioso es llamado águila y hasta dice tener contacto con un famoso mago de las tradiciones populares medievales. Muy atractivo... Muy tentador, y muy propio del tipo de cosas que uno suele encontrarse en el Valle de Elqui. Mas, todo resultó quizás en un rotundo fracaso, porque nuestro horizonte era otro, y cuando se cruzan cuerdas distantes, como en los planos interdimensionales de un cuento de Cortázar, el conflicto se desata: lo bello se vuelve burdo, lo divino se transforma en profano, y la grandeza se convierte en un desfile de liliputienses; lo que ayer parecía perlas pierde su brillo y lo que relucía como diamantes se vuelve cristales quebradizos.
Hela ahí, sin embargo, una Susana fiel a nosotros, inmensamente leal, a pesar de las distancias y las diferencias. Lamentable sería el que sólo una o dos veces más volviéramos a verla, superados por las realidades tan dispares y las circunstancias de este atomizante mundo, para perder todo lo que había entre ella y nosotros, en fechas posteriores. ¿Creerías que aún pienso en ti, mi amiga Susana, a pesar de que hasta reí de tus palabras más serias en la complicidad de mis amigos, a pesar de que no acepté tu ofrecimiento y a pesar de que sabía bien que mi camino físico y metafísico inevitablemente chocaría alguna vez contra el tuyo? ¿En realidad no sabías que esto iba a ocurrir, que las cosas iban a terminar así, y que es más peligroso jugar con el fuego de otros planos que con el fuego de esta dimensión, que quema, solamente quema?
El Desierto Florido fue escenario de nuestro último gran encuentro con Susana, pues los nexos comenzarían a decaer desde aquel momento, por infeliz suerte. Prefiero recordarla como aquella tarde en las riberas del río Elqui, quizás más por aquellas banalidades: con sus negros cabellos un poco revueltos por la siesta e intentando recobrarse de la sorpresa de vernos llegar volver tras ocho meses de ausencia. Es parte de nuestra epopeya por el reino de las flores del desierto.
Una pequeña higuera crecía en el jardín de Susana. Ojalá, algún día, florezca para ella esa misma higuera.
Detenidos junto a la autopista. Cristián a la derecha y yo en el vehículo.
Cerros del sector de La Serena, habitualmente rocosos y estériles, pero tapizados de flores durante el fenómeno, en otra imagen de "Chile a Color" de Editorial Antártica, publicado en 1981.
LA FLOR DEL ELQUI
Con Susana marchamos hasta el costado de los cerros de Vicuña, por el sector Norte, hacia donde parece emigrar todo el mundo acá en el fértil valle agrícola. Han instalado allá su versión local de la Fiesta de la Pampilla, en un paisaje carnavalesco muy parecido al que recuerdo haber visto en mi infancia en el Cerro Chena de la Región Metropolitana, con el famoso "Dieciocho Chico" de Fiestas Patrias.
Por aquellos cerros llegamos en algún día de febrero en nuestra primera visita a Vicuña, unos años atrás, intentando encontrar el lugar de un supuesto avistamiento de "platillos voladores" con aparición de alienígenas y todo. Nuevamente, otra típica historia de las que pueden escucharse en el Valle de Elqui, con su fama esotérica y misteriosa. Pero nuestra "expedición" acabó en una chabacanería absoluta, cuando eliminamos el peso de las cantimploras y las botellas de agua, poniendo en su lugar litros de pisco comprado a los convenientes precios de la zona, además de una improvisada pasada por un decadente bar campesino llamado “21 de Mayo”, para beber cervezas calientes y espumosas. Aún recuerdo la dificultad con que descendíamos totalmente mareados por los bordes de los secos cerros, casi como por un peligroso tobogán de tierra.
Hoy, este paisaje también está cambiado: enverdecido por las lluvias y tan lleno de gente, que se nos hace irreconocible con respecto a cómo lo vimos aquella bochornosa vez. Sin embargo, borrachos todavía hay allí y ahora por cientos: las ramadas tocan indecisas sesiones de cueca y cumbia; la gente pasea con jarros de chicha en las manos y, de cuando en cuando, aparece tambaleando algún ebrio terminal, próximo a desplomarse sobre el pasto.
Pese a todo, el lugar es tranquilo. Muchas de nuestras amistades están acá, casualmente casi todas ellas mujeres. Incluso nos encontramos con algunas amigas de Santiago, como aquella que llamamos simplemente Cota, que es visita frecuente de estos lados de la Región de Coquimbo.
Un círculo de gente conocida comienza a rodearnos, de este modo, mientras relatamos por ahora muy superficialmente algunas de las maravillas que hemos visto hasta hace sólo unas horas atrás. Sorprendente, constatamos que nadie acá ha salido a mirar los encajes florales que decoran la región desde sólo unos kilómetros más allá... ¡Nadie de los presentes!
Vuelvo a repetirme la sentencia definitiva que tengo como patrón de medición de nuestra extraña idiosincrasia: el chileno no tiene idea del país donde vive. Tan acostumbrados estamos a lo importado, a lo artificioso, que creemos que la belleza y lo sublime sólo puede hallarse en lo que se oferta como tal y no en lo que se busca. Por algo decía el jesuita Fray Manuel Lacunza en el exilio, ya en el siglo XVIII, que sólo pueden saber lo que es Chile “quienes lo han perdido”.
Por cierto, a estas alturas nuestro fiel y probo vehículo se ve inmundo y tiene un ruido raro proveniente desde uno de sus amortiguadores o de alguna parte de la suspensión, como si hubiese una pieza quebrada. En ese estado llegamos con él, un rato después, hasta la casa de nuestra amiga Carmen. Como su inquieta familia cambia de residencia con tanta frecuencia, cada vez que hacemos una visita debemos llevar un nuevo papel con un mapa o los datos del domicilio para ubicarla dentro de la ciudad. Como siempre, sin embargo, nos reciben allí amablemente, tal como lo hace Susana, pariente directa de Carmen.
El fiel Nissan, esperándonos al Sol. Pablo al extremo derecho, yo más atrás.
NOCHE EN VICUÑA
Por la noche, hemos decidido estirar las piernas sin más vehículo de por medio y atravesamos el pueblo a pie, acompañados de nuestras varias amigas presentes. Asistimos a un pub de pretensiones turísticas ubicado frente a la plaza principal de Vicuña, ante la insistencia de nuestras acompañantes. Es una vieja casona de estilo colonial o algo parecido, arquitectura solariega bastante común en este lugar, cuyas viejas habitaciones han sido adaptadas para un lugar de reunión más juvenil.
Mientras bebemos unas cervezas y gaseosas, llegan más personas conocidas y de pronto, los tres somos el centro de la conversación de una larga mesa. Incluso nos observa desde otros sitios allí adentro gente desconocida, la mayoría de ellos motociclistas que ha llegado en caravana a presenciar fenómeno floral y que, literalmente, se tomaron Vicuña aquella noche con sus ruidosos motores. Su atención se debe a que ellos recién enfilan hacia la aventura de la que nosotros ya venimos de vuelta.
Nuestras amistades escuchan atentas los relatos y los intentos que hacemos por explicar las características de los lugares en donde hemos estado estos últimos días, entre reinos de flores mágicas, tal vez fantasmagóricos, cuales espejismos y Fata Morganas que por el resto del tiempo dominan esos territorios.
Habría pasado un rato cuando comienza a temblar el piso con una sonajera de percusiones que me ensordecen y me impiden continuar conversando. Con Pablo y Cristián nos miramos comprendiendo de inmediato la situación: es una de esas "batucadas" que ya comenzaban a ponerse de moda por esos días, con fantasías afros como la Capoheira y la Samba de performance, en uno más de nuestros permanentes períodos de aculturización. Desde algún lugar del local, alguien ha decidido colocar a estos percusionistas para amenizar el ambiente con una ola de tarros que no me permiten continuar conversando. A nadie de las otras mesas parece molestarle, sin embargo, lo que me demuestra lo lejos que me encuentro de ser el tipo de persona ideal para hacer de público permanente de estos lugares a los que no frecuento, no aptos para asociales ni misántropos. No puedo evitar recordar con nostalgia, allí mismo, las mesas cojas de "Las Tejas" de San Diego, donde comenzó nuestro viaje: ese salón por el que paseaba algún artista callejero como el Huaso Egidio con su viejo acordeón, o bien un básico grupo de cumbiancheros pidiendo unas monedas en un gorro al final de cada sesión.
Desde una mesa contigua, una mujer me observa constantemente. Es atractiva, rubia y de rostro delicado según logro ver de reojo, pero su insistente mirada comienza a incomodarme y a volverse desagradable a medida que pasan las horas. El peso de esas miradas es como un elástico que a uno lo tensa constantemente, obligándolo a volverse buscando la fuente. Diría que a estos lugares, la mayoría viene a buscar pareja, pero me parece que su interés también está en tratar de oír la aventura que estamos contando con detalles: nuestro viaje por las flores. De ahí las miradas atentas e insistentes.
La persona que nos atendió vuelve con una cuenta inflada. Nos cobran una botella de cerveza "fantasma", que nunca pedimos ni bebimos. Luego de un rato de discutir, me inclino indignado en mi asiento y arrojó un billete a la mesa haciendo saber con arrogancia mi molestia. Quien nos atendía se retira en silencio, de seguro fastidiado por mis comentarios y actitud, mientras Cristián observa risueño toda esta escena. Ésta es la señal que necesitaba para irme.
¡La Noche, los Reinos del Nox no se pueden gastar encerrados en un sitio sin magia, sin simbología, sin enseñanzas!... Para eso está en ataúd, al final de nuestros días. Meterse a él antes de morir es un acto vil y antinatural.
Terminamos la noche de recorrido por Vicuña y de repaso de nuestra reciente aventura, con la vuelta a la casa de Susana. Carla, una chica pálida, de largo pelo liso grandes ojos negros y muy cercana a Carmen, ha procurado estar bastante rato para estar sentada junto a mí durante esta noche y hasta se permite la iniciativa de tomarme la mano mientras caminábamos entre esas calles estrechas, delineadas por las viejas murallas de adobe que hay hacia Hierro Viejo, varias de ellas en ruinas, pasando entre caballos asustadizos arrancados desde algún corral y caminando sobre espigas secas crecidas a los pies de paredes de adobe.
Ya en la espaciosa casa de nuestra anfitriona, siento desde el living, mientras comparto un trago con Carla, cómo Pablo -algo pasado de copas, por primera vez en todos estos días- se agita y se ríe ruidosamente entre la gran cantidad de parras del patio, como si le persiguieran Cristián, Cota o los demás presentes en una alegre jugarreta.
Mientras tanto, Carla y yo permanecíamos en la hospitalaria intimidad de esa sala adornada con reliquias, antigüedades y con el ambiente de museo que tanto gustaba a su dueña, Susana… No crean que pasó algo audaz, por cierto, pero ahorraré detalles de igual modo. Todo esto era, quizás, consecuencia del romance ambiental de las flores del desierto que en ese instante impregnaban mi existencia.
Fotografía mía con patas de guanaco en color morado, la variedad más abundante.
ADIÓS A LAS FLORES
Ya es la mañana del último día de toda esta travesía por un mundo paralelo de corta duración. Le doy uno de mis ñapines a Susana, mientras le cuento puntillosamente lo que fue mi camino para encontrarlo. Ella me dice algo extraño al respecto: una de esas confesiones suyas de las que uno no sabe si prepararse para echarse a reír en tono burlón o bien asentir con la cabeza en la complicidad de una profunda y comprensiva afinidad espiritual:
- Plantaré este cacto en un lugar especial. Los Maestros siempre me han dicho que debo colocar muchos cactos por los rincones de la casa. Son del tipo de plantas más receptivas y beneficiosas para un buen ambiente como el que necesito.
¿A quiénes se refiere con los Maestros? A veces, Susana me da señales de que se trataría de seres extraterrenos; y otras veces, de entidades mediadoras, inexistentes, ilusorias pero reales, habitantes del imposible y, sin embargo, están allí, donde no se las creería presentes. Serían, en tal caso, como las flores del desierto, o las legendarias flores de la higuera: milagros, maravillas que existen en donde no deberían. La duda será para siempre.
Nos despedimos afectuosamente, culminando nuestra breve visita al Valle de Elqui. Debemos partir ahora hacia la realidad, saliendo de este sueño floral para regresar al cemento y el asfalto capitalino.
Nos dicen adiós como si partiéramos a un largo e incierto viaje; como si fuésemos visitantes de otro mundo y de otra era, distinta al presente; a su presente. A veces creo que lo somos: quizás provenimos de una realidad tan distinta que el contacto con la de ellos asusta.
Carmen nos acompañará hasta La Serena, en donde estudia. Allá se despediría de nosotros emotivamente, obligándonos a prometer nuestro pronto regreso.
Una breve detención en la ya desaparecida tienda de papayas confitadas "Duncan", cerca de La Serena en el sector de Algarrobito, nos permite respirar por última vez los aires del valle del río Elqui. Es un lugar muy bello, decorado con armas antiguas y leones de piedra que reciben a los visitantes en un jardín secreto. Unos hermanos siempre atienden, entre las que se encuentras bellas muchachas de ojos negros y piel morena, con la típica belleza nortina, aun cuando nos han contado de parte de su ascendencia nórdica en tono de infidencia. Precisamente, una de ellas nos recibe aquella tarde.
Observamos al Sol de la tarde refulgente, reflejado sobre el océano. El mar se ve, así, prendido de un resplandor bruñido, como de bronce pulido. También ha florecido, en cierta forma.
Saliendo de Coquimbo hacia el Sur, el camino expone esos pastos verdes y claros, con matorrales y manchones amarillos y dorados que nos despiden de esta larguísima y demandante procesión.
El atardecer nos sorprendería cerca de Los Vilos, en un extraordinario nuevo campo de flores doradas, ahora de esas llamadas yuyos, que se extiende kilómetros y kilómetros a uno y otro lado del camino atravesando cercas de madera, caminos de tierra, arbustos y llegando hasta las faldas de los lejanos cerros. Un par de caballos con las patas perdidas entre las flores nos observan sigilosos, casi ocultos entre un paisaje amarillo como el de los cuadros de Van Gogh, particularmente la famosa obra titulada “Trigal con cuervos”. Camino allí por un pequeño sendero polvoriento, y me interno unos pasos en ese campo majestuoso, con millones de yuyos mecidos por la brisa crepuscular mientras comprendo que mi aventura ya se acaba, con esta obra inmensa de la naturaleza... Sensaciones inolvidables vuelven a quedar registradas en mi banco mental, acompañándome hasta ahora, mientras escribo estas palabras intentando retratarlas.
He ahí el final de un viaje; la conclusión perfecta para una peregrinación extraordinaria, mientras cae la oscuridad de camino hacia nuestros hogares, en Santiago.
Las flores volverán a los desiertos de Chile cada vez que el capricho de la Gran Voluntad desparrame sus lluvias sobre los desiertos más secos de la creación, y los peregrinos de las flores volverán a ellos buscando sus propias encrucijadas y revelaciones.
Pasaremos en el tiempo todos los que alguna vez estuvimos allí, en los jardines de Atacama, pero el Eterno Retorno se encargará de premiar la paciencia de los futuros viajeros una y otra vez, repitiendo este milagro de vida, de muerte, de espera y de resurrección. Y en nuestras tumbas, también de vez en cuando, alguien dejará algunas de estas mismas flores, reclamando el derecho a la eternidad: ese derecho que se ganaron las flores del desierto, al descubrir el secreto profundo de la eternidad cíclica.
Y como las flores, algún día nosotros también volveremos hasta allá, atrapados y empujados por la fuerza universal e imperecedera del desierto florido en la preciosa perpetuidad de la sinfonía del devenir.

Viewing all articles
Browse latest Browse all 726

Trending Articles