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Coordenadas: 33°25'59.48"S 70°39'26.62"W
Este texto de mi autoría pertenece originalmente al capítulo titulado "Otro ángel caído", del tomo II de mi libro "LA VIDA EN LAS RIBERAS: crónicas de las especies extintas del Barrio Mapocho" (pág. 359 a 361), publicado en versión digital en la siguiente dirección: issuu.com/urbatorium/docs/la_vida_en_las_riberas_tomo_dos. Como nota de actualización, corresponde decir que estas instalaciones de la animita fueron totalmente arrasadas hace un par de años, aparentemente por decisión de las autoridades, eliminándose todo vestigio de ella en la esquina donde se encontraba.
La ribera opuesta también ha adicionado a su paisaje los vestigios de tragedias similares a la de Mauricio Andrés y en las que la partida traumática e inesperada ha dejado esa ilusión de una energía milagrosa y gentil en el lugar donde se posó el dedo de la muerte. Existe un caso más reciente que el acabado de ver, de hecho.
Fabiola era una chica de bajo tamaño y un poco gordita, nos dicen. Usaba su liso pelo aclarado y siempre parecía sonreír, pese a haber sobrellevado sus 30 años con algunas dificultades. Había algo cándido e infantil en ella, en Fabita, como le llamaban sus amigos: alguna secreta inocencia que le hacía verse de menos edad y mayor vitalidad. Integraba un club religioso que agrupa a sordos y oyentes de Maipú, llamado Comunidad Manos de Alelí, pues tenía un sobrino afectado por esta limitación. No hay duda: siempre fue una mujer muy querida entre los suyos.
Dicen sus flamantes devotos que Fabiola trabajaba en la proximidad de la Estación Mapocho, por donde está la ex Cárcel Pública, el escenario de su tragedia. Transitaba a diario por allí, inconsciente de que sería acaso la primera víctima del infame sistema Transantiago, y además la última animita que ha aparecido en este lado del barrio riberano, en la encrucijada de calles donde le aguardaba la muerte.
La jovial Fabiola cruzó la calle General Mackenna aquella mañana de día martes, hacia donde están los cuarteles de la Policía de Investigaciones, por la altura del famoso kiosquero don Juan Rubio, por más de 35 años establecido en el mismo barrio. No lo habría hecho con imprudencia, nos han informado también por acá, sino con una falsa seguridad: la muchacha desconocía que los trabajos de pavimentación que se realizaban cerca de ahí en calle Bandera (como siempre, eligiéndose las peores épocas del año para ejecutarlas), habían obligado a descargar todo el tráfico de la locomoción colectiva que iba hacia el Norte, ahora por la calle Amunátegui, exigiendo a los monstruosos y aberrantes buses oruga del nuevo sistema doblar por esta calle justo en su esquina con General Mackenna, precisamente donde cruzaba la inocente víctima.
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Fabiola Andrea Hernández Pailamilla murió golpeada y arrollada ahí mismo por esa mole metálica, símbolo de la desdicha de toda una ciudad sometida a las eternas malas decisiones de sus autoridades, per secula seculorum. Es por eso que creemos que Fabiola fue la primera víctima del nefasto sistema, casi como un mal presagio o anticipo de su fracaso, pues además del bus que causó este drama, el Transantiago recién se estaba preparando para ser puesto en marcha plenamente en febrero del año siguiente y las pavimentaciones que produjeron estos desvíos fatales nacieron de la urgencia por disponer contra reloj las calles para el mismo .
Fueron horas de terrible emoción las que se vivieron allí durante esa mañana. Carabineros llegó a realizar las pericias y los primeros deudos de Fabita aparecieron haciendo más dolorosos aquellos momentos. El cuerpo fue retirado y una gruesa manguera de incendios intentó borrar las huellas de la brutal escena que había tenido lugar, haciéndole vista gorda al sufrimiento y al horror que se vivieron. Según entendemos, fue sepultada provisoriamente en el Cementerio General, y luego trasladada hasta el Parque del Sendero, en Maipú.
Pero algo iba a impedir que Fabiola fuera sólo un número más en la estadística, pasado por lo bajo de promesas del mejor sistema de locomoción que jamás llegó. Nos cuenta don Juan, el kiosquero, que de a poco comenzaron a llegar amigos y familiares de la infortunada muchacha, a colocar sus ofrendas florales en las rejas que están sobre la infausta esquina de su última desgracia. Flores frescas y otras de papel, más algunos adornos extras, como veletas, cintas o escarapelas. Y luego, llegaron las velas y los visitantes anónimos, y el juramento de que, tal como en el caso del otro chico atropellado frente a la Piscina Escolar, la fallecida era en extremo milagrosa, impregnando de su magnificencia ese mismo sitio que fuera sangriento tablado de su caída… Mapocho se había ganado otra generosa hada.
De esta forma, entonces, su nombre sigue presente allí en la esquina, con una segunda vida propia. El imaginario jardín decora ese lugar que habría sido un sitio maldito, de no ser porque su propia muerte atrajo las flores que la llenan de color y de promesas de conceder favores y dar esperanzas. Fabiola salvó esta esquina.
Nada muere en Barrio Mapocho. Todo objeto, persona o concepto inclusive, trasciende en los hilos históricos; se transmuta, convirtiendo su propia ausencia en una presencia irrenunciable y perpetuada, como hemos visto. Sin una casucha propia como animita, Fabita de todos modos aún ronda allí, en el lugar de su infortunio. Y alguien ha colgado una placa de madera grabada con pirografía, ofreciendo al lector la síntesis más exacta y precisa para la explicar su misterio:
Aún no he muerto.
Sólo moriré
cuando no esté
en tus recuerdos.